Me quedé mirando a Akriza con una profundidad que me anonadó. Sus palabras sonaban tan conmovedoras y contradictorias que no terminaba de entenderlas por completo. Me decía que aquella marca me hacía distinto al rebaño, pero a la vez estaba condenado por ello. Tal parecía que mi existencia era tan superflua como la de todos, pero había algo. Todo era complejo, tan siniestramente complejo que me hallaba más confundido que antes. Y mi existencia me dolía, la vida era un sufrimiento que buscaba apaciguar cuanto antes, aunque solo quedaba un camino: el suicidio. La muerte era ya lo único que me quedaba, la única opción viable en este pandemónium de contradicciones absurdas y caóticas, en este cementerio de sueños rotos y de anhelos fragmentados. ¡Qué horrible era existir, qué martirio era ser yo!
–¿Alguna vez has pensado que podrías arrebatarle a alguien la vida? –preguntó Akriza, colocándose de rodillas frente a mí.
–Supongo que sí, pero es inútil.
–Desde luego, pero hay algo… ¿Por qué viniste a verme? ¿Esperabas que yo te dijera todo esto?
–No, no era eso.
–Entonces ¿qué era? He visto cómo me miras, cómo me consumes en tu interior, cómo surge el fénix de la reencarnación en tu alma cuando osas dilucidar mis propios símbolos.
–Probablemente solo sea un simple deseo carnal…
–Desde luego que así es, pero… tú no eres creyente del amor, ¿cierto? Al parecer, ese es tu problema, por eso sufres tanto en esta existencia.
–¿De qué problema estás hablando?
–Que no tienes de qué agarrarte, que no has permitido que tu cabeza se contamine y acepte las mentiras que imperan en este mundo y que rechazas constantemente. Por eso no puedes saber qué es más grande, si tu ego o tu odio por la humanidad. Seres como tú son admirables, seres marcados y renegados cuya oposición y consentimiento ante lo que detestan se convierte en su sino. O ¿es que acaso me negarás que no te emborrachas, que no te acuestas con putas, que no fumas brutalmente o que no puedes evitar ciertos impulsos que te hacen, al fin y al cabo, humano? Eres paradójico, contradictorio, pero eso te lacera mucho más que aquellos cuyos senderos ya han sido determinados, pues se han rendido ante los dogmas y patrones impuestos y heredados durante siglos. Tú no, tú eres especial, peligroso y también torpe, pues tu sufrimiento carece de sentido como todo. Sabes que la existencia de los humanos es tan miserable y superflua, que se regocijan en su propia inmundicia anhelando poseer materialismo y dinero, que no conciben mayores placeres que la fornicación y la estupidez. Sabes perfectamente que la humanidad está condenada a ser patética e irrelevante desde el comienzo; sin embargo, aún sufres inútilmente porque esperas algo, aunque sea el más mínimo rastro de sublimidad, de seres cuya naturaleza es la banalidad y el vicio. He ahí la raíz de tu dolor, la incertidumbre que diariamente intentas obnubilar mediante el alcohol y el sueño. En cierta manera, vivir sabiendo lo miserable que es dicho acto torna al espíritu en la mayor carga que se pudiese atisbar. Solo hay un camino, la puerta que jamás se cierra. Lo único que debes hacer es atreverte a cruzarla y todo terminará, o al menos tendrás más esperanza de aliviar tu fatigado y hastiado ser. No hay alternativa: si no te suicidas, existirás miserablemente contemplando cómo este mundo se pudre lentamente en su intrínseca decadencia. Por eso me parece que eres demasiado iluso aún, pues bien sabes que los humanos son estúpidos, pero te sigue molestando su condición. Y es así porque quisieras que ellos fueran como tú, que experimentaran el mismo tormento que sientes al despertar y saber que debes abandonar tu pocilga y soportar un día más entre aquellos que aborreces, entre aquellos monos asquerosos y viciados, hambrientos de banalidad y materialismo, ignorantes títeres y putrefactos cadáveres que simulan vivir. No obstante, tu mayor equivocación es pensar que existe solución, que existe remedio para este vómito infernal que es la existencia en este mundo. La verdadera lucha no es aquí, y lo sabes. Debes conservar tu fuerza para continuar peleando en un sitio donde, al menos, tu lucha tenga la mínima esperanza de tener sentido, donde puedas abrir los ojos y sentirte un poco menos miserable. Deja ya esas perogrulladas, solo debes dejarte caer, y todo habrá terminado de la misma forma en que comenzó: sin sentido.
–Sí, solo debo dejarme caer, pero no es tan fácil. Presiento que dolerá, tal vez debe ser así.
–Y eso ¿qué importa? No debes razonar de esa manera, el dolor que llegues a sentir será indiferente, tan exangüe comparado con el que experimentas diariamente en esta vida miserable que te has negado a aceptar. Te aseguro que el dolor se transmutará paulatinamente en paz, en calidez, en una agradable e inefable absorción hacia lo inexpugnable. Y, cuando menos lo esperes, serás al fin libre.
–Ni siquiera sé cómo llegamos a esto…
–Tu mirada es profunda –dijo, sosteniendo mi rostro con su suaves manos, lo cual hizo que experimentara una sensación extraña y tierna, como una conexión vetusta que llegaba desde una dimensión desconocida–. Me aterraría ser tú, creo que ya me hubiera matado desde hace tanto. Solo tú puedes soportar ese gran peso, esa despampanante incertidumbre proveniente de la búsqueda implacable de la verdad; cosa que definitivamente jamás hallarás en este mundo infecto. Tus ojos verdes son hermosos, aunque reflejan algo más que dolor y tristeza. En su profundidad se solazan ciertas sombras, criaturas que alimentan su individualidad. Eso, empero, es algo que casi todos los humanos han perdido. Ahí yace la marca de la dualidad, la que te hace ser y no ser, amar y odiar, vivir y morir. Tienes un inmenso problema, un vacío infinito se asoma a través de tus pupilas. Tal vez seas lo más cercano a la evolución que un humano haya alguna vez dilucidado.
–Lo dudo, Akriza. Tú lo has dicho: tengo vicios y formo parte de lo que odio.
–No importa, lo comprenderás algún día: esa es la marca que te hace especial. Luz y sombra, día y noche, ser y no ser, todo y nada; ya te lo he repetido tanto. Tú no niegas lo que te destruye, y eso es majestuoso. No espero que el significado de este coloquio cambie tu perspectiva, tampoco que te atormentes pensando en mí. Tan solo quiero que mueras divinamente.
–Akriza, ¿cómo es que tú sabes todo esto? Yo pensaba que…
Entonces colocó una de sus finas manos en mis labios y los cerró. Sí, de aquellas mismas manos que, aunque a primera vista parecían impecables y límpidas, en realidad eran las de una pecadora, las de una maldita puta de los mil infiernos que se revolcaba con cualquier anciano o cerdo asqueroso con tal de alimentarse. Lo que me perturbaba era saber que, ciertamente, Akriza parecía disfrutar de aquellas cogidas que le daban. Era como si el placer proporcionado al ser follada solventara las repugnantes escenas a las que era sometida por su marido, al cual, estúpidamente, creía amar de la manera más absurda posible.
–No soy tu destino, no te confundas. En realidad, tal concepto no existe, es una quimera como el resto. Hablar de destino me parece un insulto, ¿no lo crees así también?
–Desde luego, la humanidad desde ninguna perspectiva podría ser el resultado de un destino, ni tampoco el fin. No obstante, a veces existen ciertas señales; es tan raro.
–Eres un niño todavía, pero recuerda esto: yo no soy tu sino, solo soy una de las tantas puertas que te conducirán a él, o lo más cercano a ello, puesto que pongo en duda su existencia. No debes detenerte aquí, tu vida se doblegará cuando hayas vencido todo anhelo. Sabes a la perfección que has vivido estúpidamente, pero no puedes morir del mismo modo, o eso te haría similar al resto.
–Los humanos viven y mueren absurdamente, quizás ese sea el único destino que nos espera –afirmé, suspirando profundamente y colocando mi mano sobre la de Akriza; sus ojos negros eran demasiado grandes y acendrados, como si fuese el instrumento de los misterios que apabullaban mi alma, si es que poseía una.
–Lo sé, por eso todo está permitido; todo es absurdo.
–Entre más busco, menos encuentro. Supongo que la búsqueda está a punto de terminar, demasiado pronto quizás. Sin embargo, cada día encuentro mayor decepción y agonía en esta existencia. No existe ninguna razón que me demuestre por qué vale la pena vivir; en contraste, hallo infinitos motivos que me convencen de lo hermoso y purificador que sería morir.
–Parece que así debe ser. Alguien como tú aceptará más fácilmente la muerte antes que unirse al rebaño. No hay engaño que pueda hacerte sentir menos miserable, eso solo intensifica la marca que puedo discernir inflamándose y refulgiendo con ferocidad en tu espíritu. El camino restante, aunque corto, será espinoso, pero confío en que alcanzarás la cima, aunque luego solo quede dejarse caer. Llegarás a lo más alto, pero te percatarás de que estás solo y eso será lo mejor. Ningún humano podría seguirte el paso, ninguno podría experimentar la angustia y el sufrimiento que vibran en tu mente, que atasca tu ser de horripilantes desvaríos. Solo debes preguntarte si vale la pena llegar a la cumbre, pues, una vez ahí, no habrá retorno…
–¡Cuán inquietante resulta que me digas todo esto! ¡Yo nunca esperé algo así…!
–Supongo que hubiera sido buena escritora, tal vez mis libros se hubiesen vendido y no estaría en esta miseria. Aunque, por otro lado, creo que esto ha sido lo mejor. Me repugnaría saber que los humanos adoran mis libros, que se han hecho tan comerciales que cualquiera puede leerlos y fingir entenderlos.
–Lo sé. Pero no hay opción, por eso no he tenido la voluntad de escribir algo. Me enloquece saber cuán banales serían mis libros si la gente común los comprase y les gustasen. ¿Sabes algo? Odiaría saber que los humanos me admiran y sienten cierto aprecio por lo que escribo, puesto que no existe algo que odie más en este mundo que mi propia naturaleza y, por ende, la del resto.
–Yo podría ser tu madre, ¿has pensado en eso? –inquirió subrepticiamente Akriza al ver que el deseo de poseerla no había menguado en mi ser.
–Y eso ¿qué me importa? Me daría lo mismo matar o follar a mi madre que a cualquier otra mujer. ¿Acaso crees que le debemos algo a aquellos que por casualidad o goce momentáneo nos trajeron a este mundo miserable donde hubiera preferido no haber venido?
–No, lo sé. Yo tampoco aprecié verdaderamente a mis padres. De hecho, mi padre me desvirgó a los cuatro años tras haberme hecho tragar una infame y megalítica cagada que arrojó hirviendo en mi boca. Cuando cumplí los seis años, lo acuchillé.
–Ya entiendo… Pero tu madre ¿no te protegía?
–¿Mi madre? ¡Ja, ja! ¡Qué buen chiste! La perra prefirió dedicarse a la prostitución que cuidar de mí, y murió sodomizada y empalada por algunos curas del pueblo adyacente en una orgía que se suscitó en la parroquia de San Pedro.
Quise decir algo, expresar una incomodidad que no sentía. Ahora entendía el comportamiento de Akriza, su ignominiosa y cerval conducta sexual. Había sido producto de una violación y quién sabe de qué otras porquerías. Con razón experimentaba tal sumisión ante su marido, era natural. Sí, era de lo más común que una mujer como ella, posiblemente con un exacerbado trastorno de estrés postraumático, una vez habiendo asesinado a su padre y siendo rechazada por la golfa de su madre, adoptase conductas tan extremas siendo adulta. Con razón le fascinaba tragar excremento y buscaba ser humillada siempre que podía. Se había casado con un hombre al que aceptaba amar de la manera más humana y falsa posible, pero esto mismo le proporcionaba exactamente el aliciente ideal para satisfacer su inmanente deseo de ser sometida y apabullada.
Así, justificaba en su mente su propia complicidad en las orgiásticas noches que su marido organizaba, donde era meada y cagada por aquellas dos gordas taiboleras mientras el señor Golpin las fornicaba frente a ella. Esto, lejos de repugnarle, la excitaba hasta el cuerno. Fingía sufrir y sus lágrimas eran más producto de los incontables orgasmos que experimentaba que del dolor infligido. De esta manera, decía amar a su esposo, pese a las infamias que aquel crápula celebraba con ella, solo porque él satisfacía sus deseos de esclavitud y humillación lo mejor posible. Sin duda, cualquier otro hombre no hubiese podido llevar a cabo tal empresa. Y, sin embargo, cierta anomalía en todo el proceso la había llevado a buscar placeres en los pitos más asquerosos que se pudiesen imaginar. Así era Akriza, aquella mujer que tanto me atraía, acaso por lo que dilucidaba en ella.
–Pero no hablemos de temas tristes. Parece ser que no te convence mi idea del amor –exclamó, volviendo a su habitual semblante.
Noté de inmediato que la Akriza de los misteriosos diálogos sobre la marca de la dualidad y el absurdo de la existencia había desaparecido. Nuevamente, la faceta de la puta tragadora de mierda y desesperada fornicadora había vuelto para permanecer. Pensé, extrañado y acongojado, que bien pude haber alucinado todo lo anterior.
–Así es, no lo creo.
–Me siento un poco cansada –proclamó bostezando, con lo cual el olor a mierda proveniente de su boca se impregnó en mí–, ¿por qué no vienes mañana para seguir conversando? O ¿tienes algo más que decirme además de juzgar mi trastornada relación con mi esposo?
–No, creo que nada más.
–¡Entonces vete, anda! –me ordenó, retirando sus manos delicadas de mi rostro y frunciendo el ceño–. Debo salir a buscar a Jicari, no es bueno que esté sola en las escaleras… Por otra parte, puede ser sospechoso que estés en mi departamento a estas horas, ya sabes, la gente siempre inventa cosas que nunca pasan. Además, mi marido podría regresar en cualquier momento.
Sin poder contenerme ni un instante más me abalancé sobre Akriza y la besé en la boca a la fuerza. En primera instancia, no supo qué hacer ni comprendió la violencia con que pegaba mi boca a la suya e introducía en su totalidad mi lengua hasta alcanzar su garganta, la cual se sentía rasposa, seguramente debido a alguna bacteria de índole sexual alojada ahí como consecuencia de sus desvaríos. Saboreé su saliva como un demente, mi miembro palpitaba y no podía resistir el introducirlo en el coño ardiente de aquella ramera. Más allá, sin embargo, del contacto carnal, había una sensación desconcertante que me proporcionaba un delirio casi esquizofrénico, como si aquel ósculo fuese el vínculo con el más allá; el cordón que se mostraba tan evidentemente ante mis ojos para que lo cortara sin perder ni un segundo.
Me pareció que permanecí pegado a Akriza casi una eternidad. Su aliento y su sabor mierdoso habían inflamado mis pasiones hasta la demencia, como jamás ninguna puta de la avenida Astraspheris lo consiguió. Fue entonces cuando colegí que, pese a todo, podían existir, aunque tenues y engañosos, ciertos nexos entre una clase específica de seres, pero me entristeció pensar en lo insignificante de tales elucubraciones. Sabía que ella igualmente lo había disfrutado, solo que lo negaba debido a la sumisión que mostraba ante su marido y a la satisfacción de sus asquerosas necesidades que éste mismo le proporcionaba. El amor, para aquella perra desahuciada, consistía en ser humillada y envilecida.
–¿Cómo te atreves? ¿Por qué hiciste esa tontería? ¡Estás loco!
–Perdón, no pude resistirlo.
Algunas lágrimas escurrieron por sus mejillas rosadas y luego me propinó un fuerte puñetazo que me partió el labio. Acto seguido, me miró durante unos segundos con su afable semblante, sus cabellos negros, largos y sedosos, sus ojos inmortales y su alma inmaculada. Sin que yo lo sospechase, me envolvió entre sus brazos y experimenté una paz inigualable. ¿Cómo podía ser que una puta como ella y un suicida como yo nos hallásemos en medio de la madrugada, consolándonos el uno al otro y sabiendo lo miserable y fútil de aquel ritual prohibido? Ella, con su hija perdida, su marido ebrio y libertino cuyas manías había imitado, y con ciertos trastornos sexuales que a cualquier otro ensimismarían. Yo, sin deseos de permanecer viviendo, con un ego y una arrogancia infinitas, misántropo, nihilista, narcisista y cualquier otro término que alguna vez los psiquiatras empleasen conmigo. Lo único que me pareció singularmente fantástico fue que, pese a no haberme cogido a Akriza, al encontrarse nuestras miradas había un misterio que no podía comprender y que tal vez nunca lo haría. ¡Cuán irrisorio era aquello, cuán mundano el símbolo de nuestra unión y cuán decadente la lóbrega creación en donde ella y yo debíamos coincidir miserablemente!
–Vete, necesito pensar cosas –expresó finalmente.
No pronuncié palabra alguna ni hice algún sonido. Me limité a obedecerla y abandoné aquella pocilga para dirigirme a la mía. Decidí ir a mi habitación y acostarme, un tanto resignado y con raras sensaciones en la cabeza. ¿Qué había sido todo eso? ¿Quién era verdaderamente Akriza y por qué en determinada parte de la conversación su discurso fue tan enigmático? Siempre me pasaban esa clase de cosas, no debería aterrarme tanto. De hecho, me era indiferente, pero me disgustaba tener que experimentar sucesos parecidos. Hubiera querido, tal y como eran mis planes originales, solo habérmela cogido y luego haber vuelto a mi cama para reflexionar lo vano de tal acto. En el fondo yo sabía que un hombre y una mujer no tenían otro motivo para estar juntos que no fuese coger.
Aquellos que se atiborraban con la hipocresía y las mentiras de este sistema propalaban tonterías y argumentos ridículos en contra de los designios de la naturaleza. En realidad, en cuanto se satisfacían los deseos carnales, se podría matar a aquel que para esto nos ha servido sin el menor escrúpulo y sin importar de quién se tratase. Fue cuando recordé a Lary y a su pequeño bastardo, el cual fornicaba a su abuela amargada cada noche. No sé por qué lo rememoraba precisamente ahora, era extraño. Aquel niño me parecía más un reflejo de mí mismo que un ser existente en la supuesta realidad. Como sea, era indiferente. Solo me sentía ligeramente trastornado porque sabía que Akriza me había rechazado, al menos sexualmente, y eso, lejos de disgustarme, me había brindado paz.
***
El Extraño Mental