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El Inefable Grito del Suicidio VI

Ambos contaron sus aventuras e infidelidades; bastante numerosas, por cierto. Natzi no reparaba en dar detalles, atacando ferozmente la moral que la sociedad hipócritamente sostenía. Argumentaba toda clase de cosas que Alperk apoyaba y también defendía. Ambos eran partidarios de un liberalismo que sería, según ellos, el fundamento y la base de la modernidad sexual. También se distinguían por hablar pestes de todos los que conocían, especialmente de los que creían más inexpertos en las relaciones. Se regocijaban afirmando que, para ellos, el amor no existía, que era solo una babosada de idiotas como yo que aún tenían esperanza en el mundo. Ella dijo que le encantaba que terminaran adentro, como supuestamente Alperk solía hacerlo tiempo atrás, pero que le molestaba tomar la pastilla del día siguiente tan seguido. Contó que una vez hizo sexo oral al encargado del restaurante donde trabajaba a cambio de que no le descontara las faltas de su quincena. Contó éstas y muchas más cochinadas a las cuales Alperk respondía con risas y aplausos. Por supuesto que no dejaba de tocarla ni de besarla con una pasión infame.

Entonces noté que Natzi dejó de hablar de golpe. Cuando abrí los ojos un poco más y me acomodé ligeramente, de forma nítida distinguí que se masturbaban mutuamente por debajo de la chamarra. Ella gemía y lo besuqueaba, cosa que él también hacía. Imaginaba que tendría Alperk los dedos introducidos en su vagina, pues a cada cierto tiempo los sacaba y los lamía, cosa que excitaba a Natzi, quien por su parte sugería “que se la metiera toda y que se la quería chupar entera”. Tales comentarios se intensificaron y duraron un buen rato. Finalmente, percibí un olor extraño y escuché cómo ella saboreaba algo espeso mientras gemía con más intensidad y afirmaba que se venía. Comprendí entonces que se trataba del semen de Alperk, lo había masturbado hasta conseguir que éste se corriera y ahora se lo tragaba con gran deleite. De seguro, de no haber estado yo ahí, habrían pasado una noche esplendorosa, como las de antes, o eso suponía por su plática.

Quería arrancarle la cabeza a ese maldito de Alperk, y a ella empalarla viva. No merecía nada de lo que estaba padeciendo, no era justo que yo tuviese que presenciar tales aberraciones. Mi enfado se quedó solo en palabras que me laceraron muy profundamente, sería algo que jamás olvidaría. Y a Natzi la odiaría el resto de mis días, por ser una cualquiera. No se trataba de moral o de valores sociales, sencillamente de respeto y amor propio. Estaba ardiendo de ira y me sentía traicionado, humillado y, en general, como un perfecto idiota.

Hubo silencio y, al parecer, se quedaron dormidos. Decidí abrir más los ojos para cerciorarme y noté cómo Natzi descansaba apaciblemente en el pecho de aquel bastardo. Esa blasfema me había hecho sentir la peor basura del mundo y había acabado con mi orgullo y mi dignidad. Estaba hecho trizas, desorientado, temeroso y solo. ¡Cómo añoraba el calor de aquel calabozo donde vivía, pero a la vez me lamentaba y maldecía mi suerte! Sabía que dios me había abandonado hace tiempo, aunque siempre quería negarme a aceptarlo. Todo lo que yo era representaba ignominia y atrocidad. Sabía que yo pertenecía al mundo humano con toda su corrupción, y que nada podía hacer para escapar de él, puesto que me había sentido tan a gusto en sus fauces lamentables. Así, perdido en elucubraciones superfluas, como yo solía llamar a esos estados de abstracción, terminé por presenciar la puesta del sol. Había amanecido y el día lucía muy radiante, hasta se me antojó que alegre. Yo, por el contrario, era un estúpido creyente de ilusiones asquerosas. Agradecí como nunca que hubiese contemplado la luz del nuevo día después del infierno que había padecido. Cuando me estiré para levantarme, aquella cualquiera y ese malnacido también abrieron los ojos y me dieron los buenos días.

–¡Sí que nos vigilaste! ¡Fuiste el primero que se durmió y hasta estabas roncando! Muy mal hecho, ¡qué pena! –me reclamó Natzi como si nada hubiera pasado.

–Lo lamento, no era esa mi intención. Solo estaba cansado, supongo –asentí cabizbajo y fingiendo sonrojarme.

–Bueno, no importa lo que haya pasado. De cualquier modo, lo único interesante es que ya amaneció y ahora podremos irnos a casa –dijo Alperk intentando cubrirse los genitales.

–Bien, eso es cierto –confirmó ella con voz cortada–. Incluso, podríamos ir a desayunar algo rápido, si es que no tienes algo importante qué hacer –dijo dirigiendo la mirada hacia aquel sujeto.

–No sería mala idea, princesa. Por desgracia, tengo unas cuántas cosas que hacer, así que será en otro momento. Mejor quedemos para vernos el viernes próximo por la noche.

Noté que la voz del tipo sonaba golpeada y hasta mostraba cierto desprecio por Natzi, cosa que evidentemente no hizo durante toda la madrugada, pues la mantuvo apretada contra él y la manoseó incesantemente.

–Ahora que lo dices yo también tengo cosas que hacer –replicó ella como disimulando el haber sido rechazada–. Lo mejor será que cada uno vuelva a sus hogares.

–Pero ¿qué me dices del próximo viernes? ¿Sí saldremos? –atacó de nuevo Alperk.

–No estoy segura. Yo te aviso, todo dependerá de cuántas ganas tenga y de si alguien más no me las ha quitado hasta esa fecha –expresó ella sonriendo y con la más despreocupada actitud.

Luego, los tres caminamos al tren. Yo, desde luego, iba como absorto en mis pensamientos después de todo lo que había acontecido. Apenas digería que hace unas horas me había sentido como un imbécil y que la mujer que creía me gustaba se había prácticamente revolcado frente a mis ojos con un sujeto de lo más estúpido. Las razones para tal situación fueron raras, particularmente derivadas del hecho cómico de que yo no sabía bailar y, encima de eso, había declarado abiertamente la incomodad tan remarcada que en mí causaba todo ese lugar. Detestaba a las personas, a Natzi en especial, y al hecho de haber tomado decisiones sumamente idiotas. En fin, había sido todo un verdadero conjunto de desatinos, estupidez y embriaguez. Sin embargo, también sentía, en aquel estado febril, que, extrañamente, no podía haber vivido aquella noche de otro modo. Una parte de mí creía esa cantaleta de que todo pasaba por algo, pero sabía que tales alucinaciones no eran sino eso, solo pretextos que las personas usan para justificar sus torpes decisiones y sus vidas miserables, ¿no? Quién sabe, tenía demasiado sueño, estaba crudo y herido. Si tan solo yo no hubiera sido quien era, si hubiese sido sincero en mis convicciones.

 –Ambos somos liberales y entendemos que esta es la única forma en que las personas podemos llevarnos bien –dijo Natzi tomando de la mano a su amigo, casi llegando al tren; luego prosiguió su discurso–. Toda relación que se quiera tomar por exitosa tiene como base el sexo sin compromiso, solo así es que nos sentimos a gusto las personas, ¿no es cierto? Ya ni siquiera hablo de casarse y de todas esas babosadas, sencillamente no estamos hechos para ser fieles. Las tentaciones nos absorben y nos enloquecen, siempre se disfruta más el poseer lo prohibido. Los sentimientos son lo más fluctuante que existe, lo que menos podemos controlar los humanos. Y, aun así, hay todavía algunos tontos que se prometen amor eterno y seguir juntos más allá de la muerte ¡Qué patético! ¡Ja, ja, ja! ¿No lo crees así, amigo?

–Desde luego que sí, es natural querer sentirse valorado por alguien. Pero yo, por ejemplo, solo me intereso por las beldades fáciles, por aquellas a las que les interesa algo rápido y placentero, y que no guardan ninguna clase de prejuicios o de moralidad impuesta por la sociedad. Desde luego, hablo de mujeres como tú, corazón –finalizó Alperk dirigiéndose de Natzi y guiñándole el ojo.

Yo escuchaba la plática con cierta pesadez. Ella hablaba del rechazo hacia el amor, los valores y cualquier tipo de moral. No pude captar todo, debido a que mi estado de comprensión se hallaba devastado; sin embargo, noté que ambos reflejaban ciertos conceptos de los cuáles alguna vez yo fui partícipe y hasta los había usado en mis pláticas virtuales. Ciertamente, nada de aquello me era más real que las imágenes de mi cabeza, pero nuevamente volvían esos momentos de abstracción donde solía pintar mundos tan afrodisiacos y a la vez horribles. Me costaba sobremanera entender las relaciones entre las dos caras de los humanos, particularmente las mías; su armonía no era la que reinaba en los cerebros cuerdos.

Finalmente, me separé de Natzi y de su amigo, en absoluta desolación. La despedida fue de lo más frugal y vergonzoso, juré que jamás volvería a cometer tales equivocaciones. Esperé un poco antes de retirarme, en una parte tal que ellos no lograran observar cómo los espiaba. Entonces volvieron a besarse y él la restregaba contra su miembro. Ella parecía disfrutarlo, o al menos aparentaba bastante bien la sensación de placer que tal situación producía en su cabeza. Ya no sabía qué sentir o pensar al respecto, pues desde el día anterior todo parecía jugarme una mala pasada. Me resultaba inoportuno generar pensamientos y contrastes sobre un posible destino. Quién sabe, acaso en verdad fuese yo víctima de la voluntad de otro ser o energía cuyo entendimiento estaba lejos de mi alcance. Tal vez mi destino era así de cruel, en ese caso solo me quedaba resignarme y otorgar mi voluntad a factores inciertos en mi actual estado.

Abandoné tales reflexiones, banales y absurdas, cuando subí al camión, y caí en un profundo sueño. Al llegar a casa todo siguió igual. Había demasiado ruido, como siempre, y yo moría de hambre y sueño. Fingí que todo había salido de maravilla e inventé cosas que jamás sucedieron en la supuesta fiesta de mis amigos. Mis padres, en apariencia, creyeron todo lo que narré y no hubo más preguntas. Después de comer fui a dormir, y luego me enfrasqué nuevamente en mis pláticas sexuales cibernéticas, terminando por masturbarme fogosamente con una muchacha que era madre soltera y que tenía la fantasía de hacerlo preñada. Finalmente, volví a dormir, otro día más de la misma joda. ¿Qué importancia tenía amar o no hacerlo? ¿Vivir o morir?  El mero y trivial hecho de respirar y percibir el mundo terrenal no bastaba para confirmar mi existencia. En el fondo, estaba vacío y tenía náuseas de todo cuanto era. ¿Cómo aceptar que todo cuanto había creído era solo una falacia mediante la cual mi estancia en este cementerio de sueños rotos había sido posible?

Era mitad de semana y nuevamente había entablado conversación con Natzi, aunque había jurado que no le hablaría más. Ella creía que yo me hallaba molesto por lo acontecido aquella madrugada ominosa, pero afirmé que no era así. En el fondo, me sentía tremendamente contrariado y enfadado; no obstante, resolví que quizá lo mejor era olvidar aquello. Intenté una jugada que salió a la perfección, pues asumí que, en mi creencia, era ella quien estaba molesta. Además, me mostré ignorante sobre todo lo ocurrido después de que abandonamos el bar hasta que amaneció. Según mis indagaciones, Natzi era ignorante acerca de que yo la había visto besándose con su amigo; así como tampoco nada sabía al respecto de aquellos besos, abrazos, agasajes y cochinadas que cometieron mientras yo supuestamente roncaba. Al parecer, y lo digo así porque bien sabía que no era una mujer tonta, se tragó el cuento y me creyó en verdad ignorante de sus acciones concupiscentes.

En aquellos días ya me sentía más aliviado de la infame presión escolar. Había acreditado todos los exámenes con honores y tenía bastante tiempo libre entre mis clases. Recordé entonces al profesor G y sus pláticas. Durante todo el semestre me había propuesto que, al menos una vez, asistiría a su cubículo y trataría de informarme más acerca de todo cuanto en clase insinuaba. Como creo ya haberlo mencionado, la mayor parte de los estudiantes argumentaban que el profesor hacía bastante tiempo que había perdido la cordura y que no gozaba de buena salud mental. Estas difamaciones no se limitaban solo a los estudiantes, pues también entre los profesores se comentaban cosas similares. Se decía que el profesor G vivía creyendo que una raza de reptiles dominaría el mundo, que siempre imaginaba cosas sobre complots y dominación de las masas. Repetía sin cesar sus teorías y afirmaba, lo más sorprendente, que él era uno de los más grandes perseguidores de estos seres demoniacos que tomaban apariencia de hombres. Evidentemente, era rechazado por muchos de sus colegas y el sentimiento era mutuo, pues el profesor G tenía pocos amigos y juzgaba de vendidos, corruptos y conformistas a la gran mayoría de los profesores.

Ese día me hallaba tirado en el pasto, recordando lo que había vivido en aquella execrable aventura nocturna con Natzi. Las cosas no pudieron haber terminado peor, y gracias a eso ella se desvanecía sin que yo pudiese evitarlo. Sabía que podría encontrarla siempre que quisiera, pues no escapaba de mi imaginación lo que ella era y sería; sin embargo, la fuerza de su energía me resultaba ya difícil de materializar. Ahora el profesor G atraía mi curiosidad y por primera vez en mucho tiempo sentía que podría tener una plática con alguien realmente diferente, con un ser distinto al resto. Más allá del hecho de su exterioridad, en verdad me emocionaba lo que podría contarme. No esperé ni un momento y me levanté, me sacudí y acudí a su cubículo, en el tercer piso hasta el fondo. Tras llamar con sutileza a la puerta apareció un hombre ya entrado en años, con los cabellos blancos y bien peinados, con bastante porte y hegemonía, rasurado, flaco, con la nariz puntiaguda y las cejas arqueadas, con la piel blanca y la voz afable. Me recibió con gentileza, invitándome a pasar y tomar asiento. Al parecer le intrigaba mi visita más de lo que esperaba, o sencillamente hacía mucho que alguien no se interesaba por sus discursos.

–Qué tal, ¿cómo estás? ¿Qué te trae por aquí, mi amigo?

–Qué tal, pues la verdad es que yo… Quise venir a saludarlo solamente –asentí un tanto inquieto.

–Muy bien, me da gusto. ¿Tienes alguna duda al respecto de la clase?

–En realidad, no es eso. Quería saber más sobre lo que nos contó la semana pasada con respecto a la mala alimentación que llevamos inconscientemente.

–¡Ah! Es eso –exclamó sonriendo–. Desde luego que sí, tengo mucha información al respecto; de hecho, todos la tenemos, pero nos es ocultado el acceso.

–¿En verdad? Yo pensé que hoy en día existía libertad de expresión. Ya sabes usted, como aquí en la escuela.

–¿Tú crees? –respondió entre risas sarcásticas–. ¿Aquí en la escuela hay eso?

–Sí, bueno, eso creo. Si bien es cierto que el mundo es un lugar un tanto extraño, supongo que al menos podemos hacer algo.

–Te equivocas, y a la vez tienes razón. Desde luego que podemos hacer algo, el problema es que no queremos.

–¿Cómo es eso? Yo puedo ver a muchas personas tratando de descubrir cosas.

–Nada de eso sirve realmente. ¿Acaso crees que eres libre? Todo lo que debes hacer para saber que no lo eres es intentar vivir sin dinero.

Medité unos momentos, y en verdad sabía que el dinero lo era todo. Por eso estaba yo ahí, en esa escuela y en ese tiempo. Estudiaba porque así ganaría dinero, esa era la razón con la cual desesperadamente se justificaba el sinsentido de los humanos.

–Te diré unas cuántas cosas al respecto –mencionó el profesor G sin perder su quietud–. Pareces ser inteligente, solo debes ver un poco más allá y lograrás vislumbrar un paisaje totalmente centelleante.

–Bueno, lo intentaré. Supongo que en parte es destino el que usted y yo estemos aquí charlando.

–¿Destino? ¿A qué te refieres con eso?

–Sí, destino. Quiero decir lo que ya está determinado. Digo que es muy probable que esta plática ya haya sido planeada y que, en realidad, todo sea así. Entonces solo somos peones con fantasías de libre albedrío y, por ende, de libertad.

–Desde luego que es solo una postura. Quizá sea una mezcla de ambos. Sabes, yo me he quebrado la cabeza con tantas reflexiones y jamás he hallado respuesta.

–¿Ni en las matemáticas? O, no sé, ¿acaso en lo oculto?

–Tristemente, la ciencia es el lugar donde menos hay que buscar si quieres indagar y descubrir cosas. La matemática, al igual que la medicina, la justicia, la libertad, la tecnología y las cosas que el humano moderno ha inventado son solo para aquellos que tienen el poder y el dinero para pagar por ellos. A nosotros, los del tercer mundo, solo nos arrojan unas cuántas migajas de vez en cuando.

Quedé un tanto estupefacto por sus palabras. Me parecía que aquel profesor sabía muchas más cosas de las que aparentaba, y eso ya era ir muy lejos. Insistí y él dijo que me contaría, pero que necesitaría más de una sesión para intentar ayudarme a abrir los ojos.

–¿Cómo es eso de abrir los ojos? No logro comprenderlo claramente.

–No importa, lo entenderás con el tiempo. Tú bien sabes que yo, al igual que tus demás percepciones, son solo parte de los espejismos que en tu mente abundan y cuya hiperactividad se manifiesta en un plano terrenal. Cada uno vive su alucinación y destiñe sus sueños como mejor cree conveniente. Pero, al fin y al cabo, la muerte es la convergencia de cualquier destino. No importa que sea azar, libre albedrío, dios, o cualquier otra sustancia.

–Entonces ¿los dioses también mueren? ¡Qué raro suena!

–Las cosas parecen raras a aquellos acostumbrados a la mediocridad de lo común, pero tú debes intentar entenderlo. Sé que podrás percatarte de lo que te digo, solo requieres tiempo.

–Y bueno, ¿en cuánto tiempo podré abrir los ojos?

–Eso solo tú lo sabrás. Es paulatino, pues es un despertar que valdrá la pena. Y, cuando menos te lo esperes, te hallarás a ti mismo en una constante tormenta de crisis existenciales y sentirás absoluta desesperación al sentirte parte de un mundo que detestas. Debes ser precavido, pues incluso el suicidio podría ser la culminación de tu espíritu en tal delirio.

–Y eso ¿es bueno o malo? ¿Acaso morir es entonces un fin y no un medio?

–Ya sabes, todo es relativo. Ese concepto del bien y el mal ya está muy gastado como para intentar exponerlo aquí. Como en todo hay variedad de posturas, algunas opuestas y muy diferentes.

Continuamos charlando, pero nunca terminábamos un tema. Quería hacerle tantas preguntas a aquel hombre, parecía tan distinto a los demás. De hecho, notaba una extraña conexión entre Natzi y el profesor G. No sabía por qué o de qué modo estos seres estaban vinculados a mí. Ni siquiera estaba seguro de que fuesen reales, pero ni yo lo era quizá. Solo aceptaba los hechos de una realidad material y de la carne que me conformaba, pero ninguna certeza tenía de que mi mente estuviese aquí. Tampoco sabía a qué le llamaba aquí ni qué era el ahora.

–Entonces ¿solo debo abrir mi mente? Y ¿todo ocurrirá a su debido tiempo?

–Así es. No te desesperes, recuerda que la paciencia y el pensamiento son los instrumentos más poderosos que puede tener un humano, uno que todavía conserve su alma.

–¿Conserve su alma? Entonces ¿sí existe el alma? ¿Algunos la han perdido?

–Son conceptos bastante sujetos a la interpretación. Yo he aceptado la existencia del alma, en parte como consuelo. Creo que hay algo más que solo lo terrenal, que existen vibraciones y frecuencias que no podemos percibir. El reino de lo invisible supera por mucho a este en donde nos hallamos y cuyos medios para interactuar son los endebles sentidos. Quizás hasta sea posible que esta realidad sea solo una limitación y una parte de ese todo invisible que engloba muchas realidades. Todo es cuestión de dudar y creer, como siempre.  Es un tanto complejo explicar porque digo que algunos humanos ya no tienen alma, pero tú también podrás notarlo, si crees en ello.

–Ya veo, parece complicado. Me decía también algo sobre abrirle los ojos a los humanos, y tengo la siguiente cuestión: si usted no puede hacerlo; es decir, si solo funge como un guía, entonces ¿quién sí tiene el poder para quitar ese velo absurdo que nos oculta la realidad superior?

–Tú mismo –respondió con tono autoritario–. Yo, por ejemplo, quise ser maestro y enseñar a las personas. Mi única labor y lo que podemos hacer por otros es introducirles la duda. En resumen, solo puedes ayudar a alguien más, pero siempre se elige. Las personas decidirán si darte el beneficio de la duda, lo cual ya es mucho, o te ignorarán sin remedio. A nadie puedes salvar o abrirle los ojos, él debe hacerlo por su cuenta. Eso es justamente lo que los grandes maestros de lo que hoy conocemos como religiones intentaron enseñar. Pero el humano siempre ha malentendido todo y ha rechazado aquello que pone en riesgo su poderío y su comodidad. El rechazo hacia lo desconocido y lo que representa alguna dificultad no premiada con dinero es una constante en el mundo moderno.

–Ya veo, en eso estoy de acuerdo. Lamentablemente, la mayor parte de las personas no escuchan ni se interesan ya por estas cosas.

–Pero es peor que eso. Aunque escuchen, aun así, nada se logra en la gran mayoría de los casos. De hecho, hasta parece empeorar su estado, pues lo sublime se ridiculiza y se evidencia como blasfemo en contra de un dios, de la ciencia o de los supuestos valores sociales. Yo no he tenido éxito aquí, pero no me rindo. Pienso que esos sujetos, los que gobiernan el mundo, esperarían que me rindiera ahora mismo. Lástima, porque mientras siga vivo seguiré pregonando mis ideas e intentando sembrar esa semilla de la duda para formar personas con razonamiento y no solo con la habilidad de replicar patrones impuestos.

–Entonces ¿usted piensa que perdemos el tiempo estudiando todas estas cosas?

–Ciertamente, no sé qué decirte. La ciencia es solo uno de muchos caminos hacia la verdad. Ninguno de estos caminos es fácil, uno debe trabajar demasiado. El principal problema, al menos como yo lo veo, con la ciencia moderna y todos sus derivados es que enfatizan sobremanera el raciocinio y hacen totalmente a un lado la espiritualidad. Sabes que tal concepción nunca terminará por abarcarlo todo, y de ese modo se ha exagerado el poder de la ciencia como única herramienta para entender y explicar el mundo. El reino de lo invisible es mucho más extenso que el de lo visible. Nuestros ojos solo nos permiten observar una muy pequeña y fragmentada parte del universo material. Imagina todo cuanto desconocemos, incluso aquí en este planeta somos menos que nada. Ahora imagina que existen reinos lejos de tu imaginación, los cuáles no puedes ver con tus ojos humanos.

–Parece ser más inquietante de lo que colegí –asentí intrigado–. Supongo que no tengo mucho qué decir, resulta escalofriante pensar que solo he vivido con lo que me ha sido inculcado.

–Todos vivimos así, existimos bajo un manto que nos es colocado desde nuestra misteriosa llegada a este mundo. Pero créeme cuando te digo que existen otros mundos, debe ser así.

–Y ¿cómo tiene usted esa certeza? ¿Qué pruebas hay de esos universos paralelos donde la existencia es tan distinta?

–Es algo de lo que terminas por convencerte. En realidad, son solo teorías, o locuras, como quieras verlo. Sabes que nada te obliga a creer en ello, pero creo que, si no lo creyésemos así, la existencia sería demasiado miserable. A lo que voy con esto es que, si este mundo es todo lo que hay, entonces la vida no tiene ningún sentido.

Por desgracia, el profesor se ocupó dando asesorías a un alumno que tenía bajo su tutela. Yo, para no interrumpirle, decidí despedirme con tono modesto y con la sensación de que aquella plática era también parte de alguna clase de destino. Algo debía haber en él, puesto que su actitud y sus razonamientos eran tan extraños. En verdad aquel señor flaco y canoso, con ese aire tan imponente, debía conocer demasiadas cosas referentes a lo espiritual y a teorías sobre ocultismo. Por otra parte, desde la fiesta con Natzi y todo lo ocurrido aquella noche no sentía ser yo mismo; es decir, estaba lejos, me había escapado de mi cuerpo para recorrer senderos lúgubres donde aún estaba perdido. Y escasos rayos de luz de vez en cuando lograban otorgarme pistas en aquella eviterna oscuridad donde me hallaba encasquetado. Nunca había dudado tanto de la realidad, pues siempre había tenido aquellas imágenes materializadas que ahora se confundían y se parapetaban entre los mortales.

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