El Rebaño

La vida del rebaño era tan miserable y común que, desde el primer momento en que fui consciente de mí mismo y mi aciaga naturaleza, rechacé con repugnancia y odio sus fortificadas telarañas, las cuales extendía hacia mí tan pegajosas y resistentes. Frecuentemente me atormentaba ser humano, así como todo tipo de cavilaciones nocturnas que el sueño alejaba, inquietando mi curiosidad y alentando mi misantropía. Era extremadamente difícil hallar un solo humano que no fuese como el resto, que todavía tuviera espíritu y que aún se mantuviera en la pelea por la bella e inefable individualidad sempiterna. Era casi una locura esperar una conversación digna o un simple momento de tranquilidad que no se tornara asfixiante cuando me hallaba en la compañía de otro ser sin ninguna inquietud, sin ningún sueño verdadero, sin alma.

Quizás era que yo mismo me hundía en simples quimeras, que esperaba demasiado de criaturas viles y estúpidas como todos los aburridos humanos que poblaban este mísero infierno. Todo me asqueaba, el reflexionar me laceraba y el despertar significaba la destrucción de lo que en mí odiaba, pero que, al mismo tiempo, me era imprescindible para continuar existiendo. El rebaño era incapaz de pensar, de cuestionar o dudar. Para aquellos miserables sin sentido todo se arreglaba con vicios, mujeres, bebida, tabernas, televisión, fiestas, entretenimiento, viajes, materialismo, hijos y demás banalidades. Ya no había en sus mentes plagadas de pseudorealidad ni siquiera un centelleo de incertidumbre o de sublimidad, pues todo se había ahogado desde una edad muy temprana, y la absurdidad había conquistado por completo sus vidas en la adultez.

El humano se había tornado tan trivial y su vida tan mediocre y monótona, que su máxima felicidad era representada por el día de la quincena, el matrimonio y cualquier otro placer terrenal, sin que se percatase jamás del inmenso campo de podredumbre en donde se desplazaba tan plácida y felizmente. Porque, en efecto, siendo parte del rebaño se podía ser feliz, ¿no es así? Y, aunque se tratase de una felicidad mundana, condenada a la estupidez y la superflua percepción transmitida de generación en generación con el fin de preservar este sistema inicuo, los humanos la adoraban. Era un pecado sentirse triste cuando existían sobradas razones para ser feliz, para gozar y disfrutar de la vida como un cerdo. Lo más inverosímil era la facilidad con que el rebaño renunciaba a sus sueños y se entregaba a lo nimio, a aquello que perece con facilidad y cuyo símbolo es la decadencia y el absurdo de una existencia ridículamente fétida y atroz. La humanidad, en su estado actual y, tal vez desde siempre, ha sido algo de lo más repugnante.

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Libro: Repugnancia Inmanente


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