En realidad, nadie podía entender el sufrimiento o la agonía de otro ser… Y era así porque todo lo elemental residía tan solo dentro de uno mismo y no en el exterior ni en otras personas. Solo nosotros mismos podíamos salvarnos, perdonarnos, condenarnos o destruirnos. Nadie más podía hacer algo al respecto por nosotros ni entendernos, puesto que jamás podrían sentir lo que nosotros sentimos ni mucho menor comprender que el suicidio era ya nuestra única opción… Nadie podía darnos vida o muerte internamente, mucho menos aquel espejismo anticuado llamado Dios.
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¿A dónde va uno cuando simplemente se harta por completo de este mundo y de los seres que lo habitan? ¿Acaso existe otra alternativa que no sea matarse o volverse loco? Quizá terminar preso o encerrado en un manicomio no sea tan descabellado después de todo, pues continuar con mi cotidiana y abyecta existencia me parece algo mil veces mucho más insoportable y hasta anómalo.
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Inclusive la idea del suicidio, en mi actual estado, me motiva mucho más que la de seguir viviendo una vida que no podría serme más asquerosa y ajena. Sí, en una existencia tan absurdamente repugnante y tan onerosamente desgastante. Todo lo que quiero ahora es esfumarme de sus nefandas garras, esparcir mis intestinos por el vacío cósmico y ahogar mi alma en la supernova del olvido eviterno.
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Yo no pedí estar en este mundo y creo que tal injusticia vuelve justo el que al menos pueda decidir cuándo, cómo y dónde extirparme de él mediante el encanto suicida. Si no es así, entonces solo podemos concluir que la libertad es menos que una triste y funesta ilusión.
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Sería esta indudablemente otra noche más que la pasaría solo y en plena crisis existencial. No tenía ya amigos, novia, familia y ni siquiera mascotas, pero así estaba bien. Así nadie lamentaría mi muerte ni me impediría llevarla a cabo. Era glorioso imaginar que en cualquier momento podría tomar la navaja e incrustarla en mi cuello con alegría y bienaventuranza. Todo terminaría por fin, todo mi sufrimiento, miseria y desesperación serían silenciados para siempre por la dulce fragancia de la muerte. ¡Que así sea, pues! He decidido ya que mañana no volveré a contemplar el absurdo sol que se filtra por la ventana, sino que habré conseguido lo único que siempre quise hacer durante toda mi vida: morirme.
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En el fondo, sin importar cuánto lo neguemos, somos adictos a la vida. Si no fuera así, si no amáramos tanto vivir, vale demasiado la pena preguntarse cómo podríamos soportar tantas injusticias, contradicciones y maldiciones de su parte. Lamentablemente, esto nos hace mucho más daño del que podríamos imaginar, pues solo hace mucho más doloroso el momento en que al fin la muerte nos fulminará como un rayo a un árbol sumamente insignificante entre miles de muchos otros.
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