Cualesquiera que sean las razones por las que una funesta persona crea que vale la pena seguir existiendo, no pueden ser sino meras mentiras o ridículos autoengaños. Y tal persona no puede ser sino un malsano títere y un necio más que no para de buscar pintorescas maneras de evadir la cruda realidad. Porque esa y no otra es la verdad: la realidad es algo sumamente insoportable, algo que no puede tolerarse sin hacerse múltiples autoengaños y sin sumergirse en las más deplorables prácticas o actividades. Buscar dinero, sexo y poder… Tales son los principios bajo los cuales se rige hoy en día la humanidad y gracias a eso ha sufrido un retroceso inenarrable. El arte de verdad, la música de verdad, la literatura de verdad… Todo eso está enterrado junto a dios, tan profundamente que esta vez no habrá ningún resurgimiento y el mono terminará su metamorfosis en un animal adoctrinado, perfectamente diseñado para consumir y entretenerse con lo más nauseabundo.
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¡Qué insoportable es todo y todos! No cabe duda de que, si alguien diseñó esta horripilante dimensión, lo hizo con todas las características habidas y por haber que pudieran volver loco hasta al más tolerante de todos los seres. Existir en este plano horripilante debe ser un castigo divino, algo infernal peor que cualquier otro tormento conocido. Y es tan sutil la miseria que aquí se experimenta, que poco a poco comprendemos cuánto odiamos la vida y con qué avasallante entusiasmo nos arrojaríamos a los brazos de la muerte si se presentara esta misma noche y nos ofreciera llevarnos a su reino para jamás permitirnos volver a esta putrefacta y sórdida existencia. ¡Qué inefable sería no volver a relacionarse con los humanos jamás, no tener que padecer todas las agonías y sufrimientos producto del cotidiano desgaste que origina la vida misma! Estamos al límite de nuestras fuerzas y ahora más que nunca es cuando la navaja luce más resplandeciente, sensual y delirante que nunca. ¿La tomaremos al fin o decidiremos, como siempre, aplazar solo un poco más esta lóbrega paradoja en la que ya no podemos ni queremos permanecer?
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Un error tras otro y siempre descendiendo en el abismo donde se pudren lentamente nuestros sueños y esperanzas. Eso y nada más es esta vida ridícula y sin sentido; una patética tragicomedia en la que no se debe permanecer por mucho tiempo y de la que es mejor desvincularse tanto como se pueda. Ni hablar de las personas que coexisten por desgracia con nosotros, pues son solo infames peones que entorpecerán nuestro camino suicida y que buscarán de un modo u otro aprovecharse de nosotros. Así es el humano: una criatura poseída por su sed de poder, impulsos sexuales y egoísmo recalcitrante. El diablo es quien debe haber diseñado a tan ponzoñosa e intrascendente especie. Y, si fue Dios, entonces ¡que se vaya al diablo! Nosotros también, ¡que todo se pudra y se desintegre por completo! La tragicomedia está implícita en cada acto, suspiro y lamento; nuestra sempiterna amargura no nos abandona ni un instante, sino que hace de nosotros sus fieles lacayos. Y la existencia que no se termina ya, que sigue con su anómalo palpitar, que causa tan extraña desesperación al saber que todavía no nos hemos podido matar.
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¿De qué sirve todo lo que hacemos? De nada, evidentemente. A nadie le importa realmente lo que nos pase, por eso siempre estamos buscando llamar la atención. Nuestra vida no es sino solo un desesperado intento por escapar del irremediable final al que seremos sometidos tarde o temprano. Ojalá que algún día seamos un poco más sensatos y entendamos que somos un vil error que no merece amor, compasión ni mucho menos seguir existiendo. Y ¿para qué? Esa es la pregunta que deberíamos hacernos una y otra vez antes de emprender cualquier cosa, si es que en serio queremos colocarnos el traje de la razón y la consciencia. Pero no, nos fascina exactamente lo opuesto: ser dominados por las cosas y las emociones más ruines, entregarnos a blasfemas tonterías con el pretexto de diluir nuestra imperante estupidez. Si tan solo alguien pudiera mirarse en el espejo y percibir su auténtica esencia, sin adornos ni máscaras… Si tan solo el mono fuera un poco menos idiota y supersticioso, un poco menos irrelevante… Si tan solo nada de todo esto hubiera sido, pero la desdicha tenía que volverse tan latente como deprimente es el reflexionar sobre estas cuestiones… ¡Que la humanidad está acabada, que el mundo continua sin razón y que la muerte es lo más hermoso que pueda ocurrirnos!
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A pesar de que todo sea tan horrible y de que estemos cada vez más asqueados de todos, aún queda algo que siempre será un rayo de luz en la sórdida oscuridad que nos rodea y que parece no tener principio ni final: la siempre latente y disponible posibilidad de suicidarnos. ¡Qué horrible es la vida que debemos consolarnos con el anhelo de muerte! No podría ya ser de otro modo, no podríamos ya volver a sonreír mientras un nuevo amanecer nos escupe en la cara y nos conmina a nuevos tormentos; cada vez más absurdos, inesperados y viles. Ya de nada sirve orar, filosofar o escribir versos; todo está perdido y quien aún mantenga alguna leve esperanza en la humanidad ha de ser un pobre diablo que ni siquiera sospecha la ignominia en la que osa depositar su patética fe. Y es que esto menos que otra perspectiva resulta útil… La fe es la ciencia de los débiles, de todos aquellos que no tienen el valor ni la voluntad de luchar por algo; y que, en última instancia, no tienen talento alguno por desplegar. Y, por ello, se ven obligados a refugiarse en lo inexistente, lo invisible, lo incomprobable… Porque en lo que sí es no tienen nada que hacer ni reflexionar; de ahí su terca necedad por defender lo que no es ni será, el espejismo al que no pueden renunciar porque ¿qué serían entonces sin él? Muertos vivientes, agrupaciones de imbéciles sin talento y sin nada por lo qué seguir respirando.
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El Réquiem del Vacío