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Encanto Suicida 05

Lo poco que aún me pertenecía en esta tumba recalcitrante de sentimientos magullados me resultaba imposible de preservar mientras más vivía, mientras más me hundía en la decadencia y el martirio de mi propia náusea. Los ecos divinos estaban casi todos apagados y ahora en su lugar imperan lamentos de muerte y susurros de locura; yo estaba ahí en medio, desconcertado y asustado, pero aún añorando ir un poco más allá de lo que mi aciaga naturaleza me había permitido hasta entonces. Posiblemente era yo un soñador amargado, posiblemente un poeta deprimido o un pensador empedernido. Pero no había ya nada que pudiera hacerme volver a las siluetas del exterior y los espejismos del pasado; no, ya eso no era posible. Ahora buscaba alcanzar lo imposible, aunque sabía que aún estaba yo demasiado lejos de mi hermoso y perfecto destino.

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Porque solo a ti te esperaré por siempre, incluso más allá del lúgubre velo de la muerte. Pues solo a ti quiero amarte y conocerte sin importar plano, universo, realidad o dimensión. Porque mi destino solo centellea en tus ojos lapislázuli y mi alma solo vibra si es junto a la tuya en donde las risas y los gemidos se entrelazan perfectamente. En esta vida nos hemos perdido para siempre, pero sé que ni la eternidad ni la muerte podrán disolver el amor que siento por ti refulgir con infinita intensidad en mi humanidad limitante.

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El suicidio era lo que reclamaba la sublimidad inexpugnable, el completo exterminio de cada uno de los mundos en mi interior. Y el delirio cósmico me suplicaba para culminar las explosiones que, en amarga soledad, atrapaban la lucidez de los muertos a los cuáles contemplaba con peculiar ironía. Sus voces no eran ni horribles ni bellas, sino cánticos de profunda aversión hacia cada acto o pensamiento que no surgiera directamente de nuestro corazón. ¿Cuántos no hemos errado el camino una y otra vez? ¿Cuántos no hemos corrido desesperadamente a buscar consuelo en personas o ideas que solo nos dejan peor? Claro está que contamos solo con nosotros mismos, con nuestra soledad, locura y muerte. Y, a veces, el deseo de muerte es mucho mayor que el de vida; pero esto también es solo una lúgubre abstracción y no una metáfora del alma.

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Siempre supe que en esta vida mi naturaleza se encontraba más que podrida y perdida. Jamás podría ser yo mismo mientras no consiguiera diluir toda interacción, espejismo y creencia que me había sido implantada por el ominoso sistema. No existe tal cosa como el pecado o la perversión del alma, esto no es más que una argucia más de ciertas corrientes religiosas. Nosotros somos nuestro propio dios o demonio, tenemos libre albedrío y decidimos si queremos hacer el bien o el mal. Por desgracia, se nos ha intentado convencer de que nuestra voluntad no importa o que es nula. Y lo peor es que lo creemos, que nos deshacemos de quienes en verdad somos a cambio de bonitas mentiras o sermones arcaicos imposibles de comprobar.

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En este cúmulo de imperfección he sido solo un mártir de la irrelevancia, encasillado en el vacío multiforme que ahora se presenta tan misericordioso y embriagador para despojarme de la execrable ironía con que intentaba compensarme la existencia. Al fin y al cabo, siempre fui yo un solitario melancólico cuya tristeza nunca pudo ser compensada con nada. ¡Y no tenía por qué! Sería una falacia descomunal pretender que uno puede y quiere estar aquí, que las cosas y las personas de este mundo repugnante podrían significar algo para quienes ya no vemos sentido en seguir respirando. Dejemos pues que se desarrolle esta patética obra, pero sin nosotros en ella. Dejemos que la miseria, la estupidez y la ignorancia conquisten esta sociedad, pero nosotros volvámonos entonces náufragos de la realidad y huyamos con supremacía hacia los brazos del sublime encanto suicida.

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Me entristecía sórdidamente porque sabía que era un ser tan banal como todos esos humanos que disfrutaban lo efímero del tiempo y lo ilusorio de la felicidad en esta infame existencia. ¡Ay, ellos jamás podrían concebir las patrañas que glorificaban sin cesar, los aberrantes símbolos ante los que se inclinaban en templos de hipocresía inaudita! No había manera de mostrar a otro la sabiduría interna, porque era algo que él tenía que descubrir por sí mismo. No obstante, para la gran mayoría de la humanidad era preferible que otros les dijeran qué hacer, cómo pensar y en qué creer antes que intentar escuchar a su voz interna y seguir su propia luminiscencia. Era triste esto, claro que sí; más triste era, sin embargo, concebir que lo divino en nosotros moría fácilmente a cambio de doctrinas, ideologías y dogmas externos que no eran sino parte de la pseudorealidad en mayor o menor medida.

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Encanto Suicida


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