Tortuosos son los días en este mundo ahíto de irrelevantes y adoctrinados monos, de invenciones decrépitas que mortifican con lamentable angustia mi fúnebre pensamiento. ¡Cuán inverosímil me parece la existencia de tan patéticas criaturas cuya máxima felicidad consiste en el sexo, el dinero y la maravillosa habilidad de ser más estúpidos a cada momento! Yo, lo creo verdaderamente, no pertenezco a este tiempo, a esta raza ni mucho menos a este planeta. Soy un extranjero, un náufrago, un extraterrestre que no puede, naturalmente, conectar con nada ni con nadie aquí. ¿Cómo entonces podría añorar otra cosa que no fuera el suicidio, el desvanecimiento absoluto, la inexistencia perenne? Estaría yo equivocado si añorase algo aquí, si amase a alguien o si desease permanecer… No, mil veces no. Esa no es mi esencia, esos no son mis razonamientos, esa no es la sinfonía de mi espíritu hambriento de algo más allá de lo demasiado humano.
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El día en que no soportaba más mirar a las personas fue el mismo en que acepté el encanto suicida como la mejor manera de sobrevivir. Aún no podía entregarme a él con divina plenitud, aún no estaba yo listo para hurgar en sus laberínticos amoríos ni para coronar a los reyes decapitados detrás de la cortina de sangre y esperma. Ni el bien ni el mal me complacían, no añoraba ir ni al cielo ni al infierno. Ni yo mismo sabía qué quería en realidad o si buscaba todavía algo o alguien… Lo que era un hecho es que, cualquiera que fuese el anhelo de mi alma, indudablemente no tenía nada que ver con las cosas y los sucesos de este mundo infame, absurdo y materialista. Mi cuerpo me impedía experimentar la realidad en su forma verdadera, por eso debía deshacerme de él cuanto antes. La muerte era solo el comienzo de mi travesía innombrable, el camino hacia aquellos lugares en donde la razón no es sino un estorbo y donde el corazón se acelera tanto que cada sentimiento y pensamiento se unifican con el azar en los albores de lo divino y lo irreal.
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Relajar el malgastado intelecto tras haber sido forzado a existir en este vano y putrefacto infierno era lo que me restaba. Yo era superior al resto delos monos, ¿por qué debía, entonces, perdonar la banalidad y la estupidez que circulaba por sus venas? En otras ocasiones, empero, me sentía el más inferior y desdichado de todos, el más absurdo y deprimente de todos los relegados a la nada. Y, cuando me asomaba por la ventana, observaba la vida misma en acción, gente que iba y venía, que se ocupaba con fruslerías de todo tipo y que decía amarse. ¡Demonios! A una parte de mí esto la enloquecía y permitía que la envidia invadiera mi ser; mas otra, claramente más sensata, me decía que precisamente mi aislamiento me estaba enseñando a amar aquello que nunca creería poder alcanzar.
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Es bucólico para el ser poseer el increíble don de la reflexión y la creación, por ello he dejado de considerar a esas sombras que me rodean como humanos. Ellos están bien con sus vacuidades, con sus anómalos circos y sus irremediables quimeras. Tienen religiones, gobiernos, corporaciones y demás organizaciones que les dicen qué hacer a cada momento y que dictan el sendero que debe seguir forzosamente la supuesta civilización. ¡Qué náusea tan tremebunda me produce todo esto! Es casi como si existir hoy en día tuviera como axioma el ser un completo idiota que solo acepta cualquier doctrina, ideología o ley sin la más mínima elucubración. Y ese era tal vez el gran problema conmigo: rechazaba todo esto al tiempo que no podía hacer nada para evitarlo. No importaba a donde fuese, siempre sería lo mismo: estaría eternamente condenado a una existencia que odiaba con todo mi ser y de la cual solo suicidándome creía que podría escapar. Mi desesperación no conocía límites y mi agonía desgarraba mi poca cordura restante; una navaja era todo lo que necesitaba, además de mucho valor.
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Enamorarse… eso fue lo que susurró la noche cuando desperté sobresaltado y pregunté si existía alguna droga que, por unos momentos, hiciera la existencia menos tediosa y miserable. Entonces supe que, siendo yo un solitario y pésimo amante, colgarme era la manera en que terminaría con esta funesta mentira. Yo no podía amar, no podía entregarme del modo en que lo hacían los demás. No podía sencillamente dejarme caer en los brazos y los labios de alguien con el patético fin de matizar la horrible pseudorealidad. Entonces no me quedaba nada más, solo la melancólica sombra que habría de atormentarme cada anochecer. Su nombre era soledad y se parecía cada vez más a mi muerte; sonreía desde el abismo e intuía que muy pronto abría yo de ir con ella, que muy pronto tendría que abrazar mi destino y descubrir quién era yo en realidad. Ansiaba tal momento al tiempo que lo temía, y esto era aún algo que podía comprender. ¿Cómo se podía añorar tanto lo mismo que se huía de él? Vida y muerte: ambos unos asesinos, ambos amantes imperfectos de un corazón roto y solitario en una madrugada de embriaguez espiritual.
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Y es que quizá solo un humano miserable pueda hacer la existencia de otro un tanto más llevadera en el absurdo universal del cual jamás se liberará. Por eso las personas permanecen juntas hasta la muerte, pese a la incuantificable cantidad de problemas y tonterías que los acompañan, porque los engaños más crueles suelen parecer los más perfectos. Y, además, somos demasiado cobardes para afrontar la realidad tal cual es: soledad, irrelevancia y tristeza. Todo esto nos parece terriblemente insoportable, algo de lo cual debemos siempre huir lo más lejos que se pueda. Cualquier quimera entonces resulta adecuada para engañar a la mente, pero no al alma. Muy en nuestro interior conocemos nuestra cárcel mejor que nadie y sospechamos que algún día tendremos que mirarnos en ese espejo que siempre tratamos de mantener oculto bajo las sombras de nuestra amada fantasía existencial en la cual nos encanta perdernos siempre un poco más y un poco mejor…
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Encanto Suicida