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Encanto Suicida 22

Cuando realmente se ama a alguien, lo mejor que puede hacerse por él es colaborar con su muerte. Dicho acto no tiene comparación alguna en la absurda y lamentable percepción que el mono ha concebido acerca de lo que es amar. ¿Qué sabe el mono sobre esto si ni siquiera ha sido hasta ahora capaz de amarse a sí mismo de manera sincera y sublime? Somos grotescas aglomeraciones de sentimientos encontrados y emociones contradictorias buscando entenderse a sí mismas mediante su propia y limitada razón. No queda sino desternillarse ante esta ironía, ante la fatalidad que se parapeta en los límites de nuestro espíritu rebajado y consumido por la pseudorealidad. Quizás algún día podamos entender más cosas, tanto dentro como fuera; mas por el momento debemos resignarnos y lamentarnos de haber existido tan miserablemente. Puede que solo así nuestra consciencia aflore y nos haga abrir los ojos ante el vasto despliegue multicolor de formas, sonidos y colores que trastornan la mente de Dios.

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Existir es lo más horrible y miserable que podría haberme pasado, la tragedia ante la cual no conozco ninguna solución posible estando vivo. Y, por ello, mi lúgubre agonía no ha cesado y mi mente contaminada prosigue de un modo tan insano. No sé qué sea la felicidad, solo estoy seguro de que lo más cercano a ella debe ser, para cualquier ser tan hastiado como yo, el deseo de abandonar este cuerpo y de no volver a ser nunca humano. Sí, eso debe ser… ¿Cómo podría ser otra cosa y no eso? Si eso es lo que añoro desde hace tanto y lo que persigue la flecha de mi destino impertérrito… Desvanecerme y fundirme con las estrellas de sangre que dominan el firmamento de mi humana desgracia, de mi terrenal inmundicia. Y desfigurarme tanto que no pueda volver a reconocer mi sombra bajo ninguna óptica ni luz sublime, bajo ningún árbol de muerte en las pesadillas del demonio inerme que se oculta debajo de mis párpados inmaculados. Inyecto aquella sustancia en mis venas y me encanta cómo se distorsionan los colores detrás del muro abyecto y la luna grotesca; ¡que vengan todos ellos a visitarme, que beban sin mesura y que forniquen con los cadáveres de todas aquellas prostitutas que he imaginado descuartizar una y otra vez después de haber fornicado con ellas hasta el desesperanzador amanecer!

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Como sea, me era indiferente el hecho de existir, pero lo mejor, según filosofaba, era que culminase cuanto antes. Ningún motivo había en aferrarse a permanecer en un mundo al cual detestaba y cuyos habitantes me producían náuseas con tan solo mirarlos. Es más, recuerdo que vomitaba cada noche mientras me observaba en el espejo oscuro. El modo en que la belleza me envolverá llegará cuando el suicidio abra la puerta y realice, al fin, mi majestuosa huida. Previo a esto debo todavía ahogarme en mis propias falacias y tragarme cada una de mis agonías execrables, de mis lamentos impensables más allá de mi burbuja alada. Fuera de aquí nada más importa, nadie me interesa ni me quiere. Y ¡cómo los detesto yo a ellos por ser tan humanos! Por esa misma razón es que debería sacarme el corazón y exprimirlo hasta que no quede rastro alguno, hasta que toda la materia encerrada en mi limitada y anómala humanidad haya sido desintegrada y unificada con el caos de lo absurdo y el réquiem del vacío. Quiero que así sea, que solo así vuelva a reflejarme en tus ojos melancólicos y ahítos de inmarcesible soledad… Quiero volver a hacerte el amor y que toda mi abstinencia se difumine en los colores que dentro de ti hacen a mi alma alucinar más que cualquier droga o adicción.

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Quiero morir ya, pues el único sentido que encuentro en esta vida incomprensible es matarme. Existir ha sido lo más inútil, miserable, vil y absurdo que me ha podido pasar. Olvidarme de todo lo que he sido será más que liberador, será la vida que jamás he conocido y la que ya no podré tampoco experimentar como hasta ahora… Llegará un nuevo ocaso en el cual querré perderme hasta haber desprendido todas las telarañas en mi siniestro interior, hasta haber divagado plenamente por los mares de la eterna contradicción. Nada podría detenerme ahora que llevo meses contemplando la navaja con paradójica satisfacción, con una extraña sonrisa en mi alma que me hace pensar en el encanto suicida y todos sus regalos. Cuando finalmente lo conozca, creo que mi cabeza ya no será solo mía; creo que todo lo que he conocido se tornará bestialmente indiferente y patético, caracterizado por una sugestión tan poderosa que hay que matarse para poder disolverla. El cuerpo es la prisión por defecto, el mayor enemigo y del que nos cuesta tanto desprendernos. Mas nada resulta indispensable ya, nada sino solo el silencio de la noche estrellada que anuncia la llegada de aquel sibilino visitante que es, asimismo, mi perfecto asesino.

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La gran verdad es que todo este mundo es una abyecta mentira y que la existencia no tiene ningún jodido sentido; que la humanidad no es, desde ninguna perspectiva, privilegiada ni concebida por deidad superior alguna, sino solo un error que jamás debió haber ocurrido. Y yo, con esta soga atada al cuello, colaboraré un poco en la resolución de tal desatino. Mi muerte no podría serme más exquisita, indispensable y adecuada; porque mi vida me es ya del todo inútil e insoportable. ¡Cuánto he postergado lo impostergable, cuánto he evitado lo insoslayable! Las palabras están de más, son dagas que no terminan de perforar mi cordura atolondrada por delirios vagos y sonidos atroces; el pandemónium de mi ejecución clama con inaudito primor y exige mi cabeza como único pago. Los espectadores están desesperados, quieren ya mirarme hecho pedazos y yo no deseo hacerlos esperar más… Todo esto podría parecer una locura, pero no lo es; al menos no tanto como no haberme quitado la vida durante todos estos años de deprimente melancolía y nostálgico naufragio inmanente. El cuchillo penetra en mi vientre mientras la soga aprieta mi cuello y la guillotina se abalanza sobre mí… ¡Tres muertes en una para tres personalidades diferentes! El resultado es el mismo: la imposibilidad del conocimiento más etéreo, de aquello que la razón no puede sino rechazar. Entonces es el alma quien se eleva, quien refulge extrañamente hasta que el apocalipsis vomita mi última y más dolorosa reencarnación.

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Solamente una vez conocí el amor verdadero, y fue lo más delirante y apasionante que me pudo haber ocurrido… Aún recuerdo aquella pésima y deprimente noche en que intenté mi primer suicidio; luego de ese, todos han sido un fracaso bajo el cual me cobijo y me mantengo indiferente de la vida y también a la muerte. He de volver a intentarlo irremediablemente, he de padecer nuevamente los adversos rugidos de aquel león negro que me visita cuando peor me siento y cuando mis pensamientos no parecen obedecerme por completo. ¡Qué importa ya estar vivo o muerto! Quizá ya estamos todos muertos y ni siquiera lo sabemos, quizá la realidad es el mayor desvarío de todos. Nuestra incomodidad ante lo inexpresable nos conmina al abismo de las criaturas envenenadas por la obsesión homicida y el desencanto del mañana, pero resistimos por alguna desconocida razón… Queremos exprimir lo más que podamos este viaje irreal, esta travesía por los cuencos del infierno terrenal en el cual jamás es suficiente ningún placer o sufrimiento. Así es como vienen a nosotros susurros anómalos de inconfesable expiación, de cómicos sermones que se desternillan ante nuestra supuesta sabiduría e inteligencia. ¡Ay, cómo quisiera ser al menos un poco menos humano! ¡Quién sabe si con ello podría yo, acaso en un desvarío de onírica piedad, atisbar los ojos de aquella entidad que dice parecerse tanto a un Dios! Quizá me engaño en todo esto, mas pretendo saber quién soy y eso es en sí mismo lo peor que podría yo llegar a suponer. Quitarme la vida se vuelve entonces una obligación, porque después de aquella experiencia no quiero sino cerrar mis ojos y soñar contigo hasta que muera el Sol.

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Encanto Suicida


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