Carecía de un rumbo al aterrizar en el desastre más bonito, el de tu espíritu desnudado por las manos del adivino y el demonio maldito. Para estar yo entre ellas, entumecido me propuse desvariar sin más remedio que el galimatías supino. ¡Cuán bello era recorrer los pasadizos enjoyados en donde resaltaban todos tus sentidos! Me entregabas el aire y yo te devolvía a la realidad con un feroz torbellino de supernovas fulgurantes. Para estar aquí no requería de ningún papel o permiso especial, pues los sueños embotaban la consciencia hasta converger en una enajenación impertérrita. Ni un paso más antes de encontrar al caballero de pies quemados y espada luminiscente, e incluso la representación esotérica llegó hasta a fastidiarme. Todas las pinturas que jamás terminaste fueron los emblemas desde que no pude contemplar más tu belleza, desde que el más allá te raptó para devorar la poca alegría que aún parecía quedarme.
¿Era él aquel a quien temía por su poderosa armadura vertida en vino? Había perdido tanto tiempo intentando escanciar la última gota del río divino, ¡todo para nada! Comprendí, tras un pasaje de lujuriosas abejas silbando por mi llegada, que, sin ti, no valdría la pena continuar en este demoniaco idilio. ¿Estaba tan borracho de tus besos y tan enajenado con tu sombra que no percibía la fécula esparcida por el encuentro en el estío? Maravilloso interior de la esencia magnificente en donde mi corazón giraba hasta terminar cansado de la rueda. Analizaba yo el calor desprendido por la magia entre tus piernas, enloquecía ante el nuevo estrépito de cada añorada devoción. Y solo tú guiabas mis pasos, pues a nadie más le hubiera permitido tal intromisión. Conquistabas cada rincón de mi ser y cada minuto de mis días, pero me fascinaba perderme contigo en la cueva donde reinaban los secretos del éxtasis cerúleo. Luego, cuando desaparecías, me deprimía hasta no comer ni dormir en días.
¿Quiénes eran esos mirones en la ventana? ¿Por qué se les permitía vaciar su saliva en el reflejo de nuestro inmarcesible desvarío? No importaba; al contactarte, la inmersión en la ciudad de la creación mental fue posible; la meditación tántrica consiguió elevarnos fuera del caos primordial. Pero caímos dando volteretas en los planos inferiores, intentando escalar hacia la impensable cumbre de los dioses trituradores. Yo sostuve tu pequeña mano y la cubrí de espirituales caricias, recibiendo de ti lisonjeras miradas perdidas en el insomnio del desamor. Quedé inconsciente ante el flamígero y sobrenatural halo con el que purificaste mi dolor, pero aún recuerdo esa última noche donde la muerte nos separó. Jamás olvidaría los últimos quejidos que tu garganta emitió antes de que la daga dorada desgarrara tu silueta y envenenara tu composición antimaterial. Quedé loco tras aquella sucesión de fúnebres desvaríos en los cuales se extinguió para siempre el episódico centelleo que tanto nos unió.
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Anhelo Fulgurante