¿Qué eran esas sombras bailando y gimiendo en el interior? Había cierto matiz de desdén en sus labios descarnados y una gran capacidad de destrucción en sus belicosas y humanas manos. Era eso lo único que poseían, era esa su más poderosa arma: la blasfemia. Creían que vivir era un derecho divino que les había sido otorgado por alguna especie de disparatado dios que, incluso, se había atrevido a dar forma a su abyecta y cruenta naturaleza. Así es, pues la violencia, la avaricia y el deseo eran los móviles que impulsaban el putrefacto desliz en que transcurrían siempre sus miserables y funestas percepciones. ¿Merecían morir? Indudablemente la respuesta debía ser sí, pero al mismo tiempo tal vez era demasiado bueno para esos tontos monos tal estado. Sus atrocidades más imperdonables no podían permanecer sin castigo alguno; empezando por el aborrecible hecho de reproducirse y contaminarse sin ningún sentido.
Empero, si no merecían vivir ni morir, ¿qué les quedaba? ¿A dónde serían conminadas sus depravadas y podridas almas humanas? En el limbo existencial, en el absurdo, en el desperdicio sagrado que vomitaban los sonidos del éter cósmico. ¡Infames criaturas preñadas de tontas ambiciones y cómicas banalidades! ¿Acaso debía perdonárseles por ser tan miserables? ¿Es que acaso su propia ignominia no era visible para sus consumidos ojos? Tal vez por eso debíamos ser misericordiosos con ellos: por ser ignorantes de su propia ignorancia, pues ¿se puede realmente arrojar el castigo eterno a quien no sabe que está errando el sendero divino? Son estúpidos, pero hay que perdonarlos porque no saben que lo son; o acaso lo sepan y disfruten tal estado de esclavitud mental y extrema perversión. Sus voces serán silenciadas de cualquier manera y no existirá para ellos escape alguno ni compasión que baste para purgarlos de su enmascarada arrogancia.
Era una locura, algo imposible de discernir; casi como un sombrío acertijo que tomaría eones resolver. La humanidad en verdad es execrable, una maldita miseria que no debe continuar reproduciéndose y esparciendo su vil esencia de manera tan atroz. Ese era el dilema, esa era la contradicción entonces: si no merecen vivir ni morir, se quedaban en el absurdo existencial, en aquello que resulta tan indigno que es imposible ofrecerlo a los más disparatados mundos en el caos inferior. ¿Así terminará aquel nauseabundo cuento de gusto tan repugnante? ¿Sería esta la última etapa del plan maestro para resucitar al caimán delator? No se obtuvo nada, eso me queda claro, al haber concebido la estúpida y fútil existencia de una raza tan patética que solo sabe envilecerse, idolatrar y fornicar. Crujen los espejos detrás del desierto insano, pues se avecina indudablemente el fin de las eras y el comienzo de la atemporal espiral que habrá de fracturar la realidad hasta hacerla totalmente inhabitable.
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Melancólica Agonía