Quien ha decidido, pese a todo, amar la vida, no puede ser sino un imbécil o un loco; pues solo en tales estados se podría concebir el amor a algo así de nauseabundo y trivial.
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Aquello que llamamos felicidad no es sino una mera ilusión de nuestras patéticas mentes humanas, pues se trata, ni más ni menos, que del preámbulo de un nuevo y mayor sufrimiento. Así es el ciclo que se cumple una y otra vez hasta la muerte, tal es el sistema en el que nos vemos sometidos irremediablemente: sufrir por desear algo, luchar por ello, obtenerlo (si bien nos va), aburrirnos y, de nuevo, volver a sufrir. Cabe destacar que, la gran mayoría de los veces, la gran mayoría de nosotros ni siquiera podremos escapar de este ciclo, puesto que nos enfrascaremos en una lucha incesante por aquello que tanto deseamos y de ahí nunca saldremos. A esto último, de hecho, podríamos identificarlo como una consecuencia natural del caos del absurdo al que irremediablemente estaremos ligados hasta nuestra patética muerte. ¡Cuán oneroso y trágico es nuestro ridículo peregrinaje por esta insana realidad! ¿Es que en verdad algo de todo esto resulta verdaderamente indispensable? Es decir, ¿para qué vivir?
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Mientras las cosas sigan tal y como hasta ahora, imbuidas de la más recalcitrante miseria humana y del implacable caos del absurdo, me siento con el derecho de proclamar a los cuatro vientos mi desprecio hacia todo lo que ha sido, es y será. Más aún, me siento totalmente impelido por un bello y divino deseo suicida que absolutamente nada ni nadie puede ni podrá ya dispersar de mi cabeza.
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Así era la humanidad y nada se podía hacer para cambiar las cosas: seres encantados con su ignorancia y su infamia, totalmente enfrascados en vidas patéticas y vacías, persiguiendo meras quimeras y envileciéndose con cualquier nimiedad. Tal vez era hasta natural esto, pues ¿qué sentido podría tener la errónea existencia de una raza que tan solo puede simbolizar un vomitivo accidente? Meros cascarones atormentados por sus impulsos, emociones y pensamientos, pero cuyas limitaciones jamás les permitirían escapar de la prisión existencial en la que se hallaban y en la que se pudrirían sus almas hasta su ominosa muerte.
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Estoy plenamente convencido de que el único posible sentido de esta existencia es el sufrimiento. Venimos a este mundo para experimentarlo en todas sus formas y fases posibles, ya sea por cuenta propia o a través de otros. Si se le mira de manera realista, el mundo es casi puro sufrimiento. Diariamente se cometen toda clase de actos ruines y malvados, desaparecen personas, hay guerras, hay infinito hastío; algunas otras víctimas son torturadas, asesinadas u hostigadas. El mundo es infernalmente horrible, pero nos gusta imaginar que no es así únicamente porque no tenemos la habilidad de percibir en su totalidad todo el dolor que en él impera. Siendo así, ¿puede pensarse en algo mejor que la extinción definitiva y permanente de la execrable esencia humana con el único y benevolente fin de evitar el sufrimiento para siempre?
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En ocasiones, me parecía tragicómico reflexionar sobre cómo la mayor parte de las personas pueden soportarse y continuar con sus vidas como si nada ocurriera. Es como si sus mentes estuviesen huecas y su capacidad de (auto)análisis destruida. Deambulan por ahí, esparciendo toda clase de estupideces e ideas absurdas, lastimando a otros o a ellos mismos y, lo peor de todo, reproduciéndose sin ningún maldito sentido. ¡Qué sórdida, trivial y patética es la raza humana! ¿Acaso algo superior puede explicar y/o justificar la posible creación de esta infinita y casi irremediable desdicha existencial? Creo que ya no importa, pues ni mil perdones bastarían para remediar todos los errores y sacrilegios que simboliza el ser y su pestilente mundo al que tanto se aferra en un desesperado y vano intento por saborear momentáneamente algo que jamás ha tenido ni tendrá: importancia.
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Infinito Malestar