Supongo que algún día el ser contaminará otros planetas del sistema solar, expandiendo con ello su infamia y miseria. ¡Qué tragedia! Ojalá pudieran encerrarnos aquí para no arruinar otros planetas como ya hemos hecho con este. Ojalá algún día pudiera volverse en el tiempo y evitar contundentemente el surgimiento de nuestra aborrecible y absurda especie. Ojalá nosotros mismos anheláramos nuestro indispensable exterminio y no buscáramos con tan infernal desesperación el perpetuarnos. Quizás en el fondo entendemos más de lo que aparentamos, aunque siempre terminemos por ceder ante las ilusiones de la pseudorealidad. Hace tiempo que ya no sé qué pensar, creer o soñar; tan solo me interesa desprenderme de este funesto traje y alcanzar aquello de lo cual mi alma desea embriagarse por la eternidad. Entonces ya no habrá más risas, lamentos, muertes, nacimientos, locuras, asesinatos, tragedias, suicidios, lágrimas, sonrisas, gritos ni amores de fantasía… ¡Entonces el rompecabezas al fin habrá sido armado y no habrá necesidad de volver a escindirse de lo perfectamente unificado!
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No me cabe ya la menor duda de que la única manera en que mi vida podría mejorar es si me colgase esta tétrica noche. Cualquier otro escenario, aunque podría tomarlo, terminaría por parecerme sumamente insulso. Supongo que aún me engaño creyendo que elegir la vida es lo mejor, cuando claramente su opuesto es por lo que yo y todos deberíamos optar de inmediato y sin titubeo alguno. Somos muy tontos, cobardes e hipócritas como para acabar con nosotros mismos en un instante de luminiscente reflexión. Preferimos jugar siempre un poco más, dejarnos llevar por miles de actos ridículamente cautivantes; exigimos siempre más de la vida, del tiempo y de la existencia como si mereciéramos todo esto por defecto. No somos lo suficientemente inteligentes para sospechar que todo lo que podríamos querer no importa en lo más mínimo y que, en breve, nuestra magistral y quimérica ensoñación colapsará sin la menor consideración.
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El día en que nací fue el día en que comenzó mi trágico y enfermizo sufrimiento, pues fue el singular día en que se marcó el inicio de uno de los mayores sinsentidos en toda la historia: el nacimiento de un ser que se pasaría toda su vida deseando nunca haber nacido, de alguien para quien la muerte sería su único amor y la nada su único destino. ¿Quién era yo entonces? Absolutamente perdido en contemplaciones anómalas, padeciendo vertiginosas olas de deprimente insustancialidad y atormentado por irreprimibles instintos suicidas. Mi naturaleza no era igual a la del resto, tampoco mejor ni peor… Ya ni yo me entendía, pero tampoco eso me preocupaba gran cosa. Ahora mi mayor preocupación era el quitarme la vida, el escapar, el hundirme en mi fúnebre ocaso, el rozar las estrellas con la parte menos humana que en mí pudiera elevarse.
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No sé por qué las personas se la pasan todo el tiempo preguntando las mismas tonterías, regocijándose con los mismos anhelos insulsos. Es casi como si sus deseos de molestarnos fueran genuinos y tal vez así es. En especial, la estúpida pregunta de “¿cómo estás?” es la más ridícula de todas. Si verdaderamente les dijéramos la verdad cada que preguntan esto, sabrían que estamos a punto pegarnos un tiro o de pegárselo a ellos con tal de apaciguar por unos momentos nuestra sempiterna agonía, infinita tristeza y recalcitrante misantropía. Los seres de este mundo execrable jamás podrán entendernos a nosotros, los poetas-filósofos del caos, y eso está muy bien. ¿Cómo podrían ellos, en su natural inferioridad y con esos espíritus corruptos, siquiera paladear un poco de nuestro caos y poético drama interno? Que sigan recreándose en los discursos y metas superficiales que a la mayoría atrapan con maestría, nosotros seguimos firmes y contentos en nuestro camino hacia el ocaso definitivo de nuestra alma desconsolada.
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Quien es feliz en la vida no puede ser sino un completo idiota que ha decidido llevar los autoengaños, las mentiras y el sinsentido hasta la cúspide. Y, asimismo, cegarse y hundirse en su infinita ignorancia con tal de justificar su blasfema insustancialidad. Casi siempre esto es normal en los rebaños, porque su sumisión y adoctrinamiento los inclinan a ello naturalmente. Cualquier justificación basta para apaciguar las miserias de la existencia y para olvidar que algún día será demasiado tarde para intentar hacer algo realmente valioso. También nosotros hemos atravesado este camposanto de confusión y también nos hemos perdido bastante tiempo en él, mas quien no ha atravesado su corazón con lanzas plateadas y espadas doradas, ¿cómo sabría ese cuánta verdad es capaz de vislumbrar y soportar su alma en su forma todavía humana?
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Infinito Malestar