Te miraba a lo lejos y sonreías como nunca. Te veías feliz, más de lo normal, diría yo. Y, aunque no creo en la felicidad, sí que por poco me daban ganas de creer cuando te vi así. Era impresionante, tanto que no podía soportar que tal visión se presentase ante mí. Era realmente magnífico, te veías en un estado en el que nada, de verdad nada, podría hacerte caer. La sonrisa en tu rostro era plena, completa, ahíta de pureza y, como siempre, la más hermosa de todas. Tú misma lo eras, siempre lo has sido. Sabes que no te miento, pues desde hace tanto tiempo que vengo adorándote, que todos tus atributos me parecen perfectos, que todo lo que tú eres es más que un monumento. Centelleabas más que cualquier estrella, era tu felicidad algo que nada podría haber opacado, algo que no tenía ningún precio.
Había un no sé qué de místico en todo el asunto, como si realmente no fuese cierto. Me parecía hasta estar soñando, hasta estar alucinando; pero no, debía tratarse tan solo de mi mente enferma. Todo era real, se sentía como si fuese la vida misma y no una errata más. Por aquella oquedad podía vislumbrarse un mundo perfecto, una unión sin impedimentos, un universo tangente donde todo era eternamente bello. Incluso las personas alrededor festejaban, todo era dicha y alegría. Estaban ahí todos los que habíamos conocido, todos con los que alguna vez habíamos hablado, todos esos que soltaban piropos atrevidos. También estaban nuestras familias y nuestros mejores amigos. Todos sin excepción ahí congregados para tan especial ocasión: una boda.
Sí, era tu casamiento; era el momento determinante. Creo que no podía dejar de mirarte por más que lo intentase, pues, para mi mirada, era un pecado incluso parpadear. Y, por más que mis ojos quisieran ver otra cosa, tú te robabas, como siempre, toda mi atención. En ese vestido que tan bien te sentaba, con ese majestuoso peinado y un maquillaje ideal. Jamás ninguna novia se vio tan espectacular, jamás ninguna mujer volvería a lucir igual de bien como tú. Sí, sabía a la perfección eso. No me importaban las eras venideras ni tampoco la belleza de todas las demás mujeres en el mundo entero, pues no podría compararse a la tuya. Me di cuenta entonces de que había estado soñando despierto, de que había estado en una especie de trance desde el comienzo. Pero no… ¡Un momento! ¡Sí era real! Todo era verdad, excepto por una única cosa: no era yo el afortunado dueño de tu corazón.
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Caótico Enloquecer