Porque ya no puedo terminar de remover las cenizas de mi anterior exégesis, por más que trate de regañar al viejo en el ataúd, pues apesta mi presunción. Todavía este miedo, las alas no aparecen, ¿qué más da? Si he de destrozarme, que sea por completo. Así, ella podrá ensombrecerse con mi caída y tomarme para nunca más volver. Sin embargo, si sobrevivo, tendré el placer de hacerla vibrar, de solicitar su ayuda para completar mi empecinada evolución. Ella tiene ese poder, esa dulzura y elegancia. Antes creía manipularla, cual ángel alienado del apocalipsis, antes pensé en adoptar algunos reptiles para alimentar la cabeza del dueño sin sabor. El tiempo apremia y estoy al borde del regreso, pedaleando con todo para hurgar en mi niñez, para descifrar aquel descortés lamento en el último piso cuando se descompuso el diáfano elevador. No sé si aún tenga tiempo para un suspiro final, para otra catarsis dentro del infierno que llevo dentro y que atormenta mi alma.
Y yo, siendo la otra parte de lo que soy, decidí correr y abrazar a la polilla, solicitarle el desdichado perdón. ¿Por qué molestarme en escribir todo esto? Simple: porque ya no sé ni quién soy. La tenebrosidad con que estas manos me ahorcan no es del todo mala, pero sí bastante desesperante. Entre más corro, más rápido parecen derrumbarse los frágiles pedazos que sostenían mi cordura; aquellas imágenes que proveían una catarsis de destrucción en los peores días. Pero ahora ya no hay nada; ahora mi carne se pudre lentamente, mi mente se difumina y todo lo que alguna vez he sido se hunde en el vacío del más atroz sinsentido existencial. Y cada esperanza que me animó se torna en esta ocasión en una razón más para detestar todo lo que percibo, todo lo que miro fuera de esta lóbrega y falsa pseudorealidad. Las lágrimas no sirven de nada ya, los quejidos de ultratumba conquistan las visiones y me aterra discernir lo que se oculta más allá de mi humana consciencia.
Los comentarios están de más, la frialdad de las hojas que caen y se amontonan sobre mi rostro me agrada sobremanera. La cuerda se ha roto, pero ha cumplido su cometido antes de que la luna ensangrentada apareciera y las estrellas de muerte centellearan por última vez. Todo fundirá a negro en cuestión de milésimas de segundos, tan repentinamente que ni siquiera, acaso, notaré la diferencia cuando el horizonte desaparezca para siempre. Pero no hay de qué lamentarse, nada por qué entristecerse. Al contrario, esto es el remedio a todos los males de una existencia tan podrida y banal; a una existencia siempre matizada de tristeza y desesperación como lo fue la mía. Estoy tan extasiado de que exista el suicidio, pues, de otro modo, ¡quién sabe qué de mí hubiera sido si hubiese seguido vivo! Jamás tuve, de hecho, razones para estarlo… Mas me autoengañé y me gustaba creer que sí, que había esperanza alguna para un pobre diablo como yo que, en sus delirios, llegó a soñar con ser feliz…
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Repugnancia Inmanente