Era hasta tragicómico observar cómo las personas estaban tan asquerosamente satisfechas de ser tan estúpidas y banales. Era como si eso mismo precisamente las alentara a proseguir con su absurdo parloteo y su nefando andar. Lamentablemente, nada podía hacerse al respecto; nada salvo quizá solo seguir suplicando por la desaparición de esta raza inicua.
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¡Qué necio es el ser! Se aferra con ridículo ahínco a su patética existencia y, encima de eso, tiene el vil atrevimiento de reproducirse. ¿Puede siquiera concebirse que una tontería de tal magnitud sea incluso promovida y condecorada? No cabe duda de que esta raza de monos parlantes merece una sola cosa: la extinción.
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Llega un punto donde odiar a la humanidad es incluso natural e indispensable, pues, si esto no se lleva a cabo, no queda de otra sino matarse. Es decir, cuando se descubre la verdad sobre esta existencia putrefacta, solo quedan dos opciones: matar o matarse.
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El asesino existencial es aquel que mata como una catarsis a su condición suicida. Porque para él la muerte es la salvación y la vida algo que debe ser destruido. Así, en su fracaso suicida, no tiene otra opción sino proporcionar a otros lo que no puede proporcionarse a sí mismo.
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¡Cuán nauseabundas son las blasfemas criaturas humanas! ¡Cuán insustancial es su estúpida civilización! ¡Cuán desagradables son sus miserables y supuestos logros! ¡Cuán patéticos sus mundanos intentos por obtener grandeza! Y ¡cuán humano es el ser para sentirse a gusto en una existencia donde él mismo es su propio enemigo y castigo!
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¿Por qué debería de importarme continuar en una existencia que, para empezar, no recuerdo nunca haber solicitado? Y ¿por qué no entregarme al encanto suicida si es la única manera que conozco de poner fin a esta absurda pesadilla?
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La Agonía de Ser