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La Agonía de Ser 62

Algo despertó en mí esa noche en que destacé sus cuerpecitos aún no desarrollados, pues me fascinó hacerlo. Sí, durante mucho tiempo había pretendido que los amaba y los cuidaba, pero tan solo era una bomba de tiempo que terminaría por estallar del modo más violento y sangriento en algún momento. Y todavía recuerdo, como si fuera ayer, ese sublime día en que la iluminación alcanzó mi cordura y me hizo concebir mi única misión antes de cruzar el divino umbral: la de liquidar de una vez por todas a esas molestas y patéticas criaturas que un día llegué a llamar por error hijos y esposa. ¡Cómo disfruté hacerlo, era inconcebible la extrema felicidad que experimentaba durante el acto homicida! Llevaba años soñando con esto, gestando la etérea fantasía en mi mente suicida. Y es que, si no lo hacía; es decir, si no los mataba a ellos, entonces tendría que haberme matado a mí. Ya no era posible coexistir ambos elementos en el mismo plano, porque resultaba totalmente incompatible e insoportable. Mi deber era aniquilarlos y nada más; debía enmendar el tremebundo desvarío cometido al haberlos engendrado y también liquidar a aquella hembra que sirvió como repositorio de todas mis desgracias. Probablemente dirían que yo estaba loco, que mi visión de la vida y la humanidad está sumamente trastornada; bueno, pues a mí me importa un bledo. ¿Quiénes son ellos para hablar? ¿Quién les preguntó? Solo son meros peones a los cuáles asesinaría sin dudarlo si no estuviera encerrado en este maldito manicomio donde no me canso de repetir lo mismo a todo volumen y a toda hora: nadie me obligó a hacer lo que hice; lo hice en pleno uso de toda la cordura de la que es posible un ser humano (uno que aspira a convertirse en un Dios) y, en última instancia, lo hice porque eso y no otra cosa era lo que yo más deseaba entonces. ¡Ese era mi deber, maldita sea! ¿Por qué no pueden comprenderlo? Es inútil, bien lo sé; animales adoctrinados e idiotas irremediables como ustedes nunca lo entenderían… Ellos no son como yo y nunca podrían serlo, porque yo me atreví a llevar a cabo lo que ellos solo añoran en su sórdida imaginación y lo que consumen todo el tiempo en series, películas, videojuegos, novelas y demás: asesinar, especialmente por amor.

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Cualquiera puede creer lo que quiera y, en realidad, eso es un arma de doble filo. Pues, siendo así, una gran mentira puede ser considerada como una sublime verdad y una gran verdad puede ser considerada como una patética mentira. Por desgracia, en este mundo inadmisible y ridículo, la primera de las anteriores sentencias es la que impera. Los monos parlantes están sumamente satisfechos de que alguien o algo los despoje de su nula libertad y los haga arrodillarse ante cualquier vulgar símbolo, ídolo o personaje. Así siempre ha sido desde tiempos inmemoriales y quién sabe si algún día esto llegue a cambiar: la humanidad requiere, casi como el aire que respira, de una creencia que le haga sentir que su mediocre y efímera existencia puede significar o servir de algo. ¿De dónde le vendrá esta manía tan aciaga al ser? Quizá se halle implícita en su ADN o se trate de una necesidad imposible de evitar; algo parecido a una clase de nefanda obsesión con lo inexistente. Como sea, supongo que nunca tendremos la respuesta definitiva; ni a esto ni a muchas cosas más. Somos aún demasiado arcaicos y nos regimos por normas demasiado obsoletas; nuestra tecnología recién comienza a despuntar, aunque, en paralelo, trae consigo nuevas problemáticas que, en lugar de brindar luz, parecieran ocasionar aún más tinieblas de las ya existentes. Estamos condenados, esa es la única creencia que quiero adoptar; nuestro triste y sórdido destino ha sido determinado desde nuestro insignificante nacimiento. ¡Qué error creer que ha servido de algo la vida en general y la nuestra en particular!

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No logro ver el sentido de esta vida que estoy viviendo y tal vez jamás lo haga, puesto que tal vez ni siquiera exista, lo cual me lleva a plantearme de manera seria la fantástica idea del acto suicida. Para alguien como yo, ¿qué otra cosa podría ya resultar interesante o importante? Si ya todo me aburre aquí y todos me parecen unos completos idiotas adoctrinados por completo… ¡Ay! ¡Qué lamentable es el que yo haya tenido que existir en este mundo nauseabundo y absurdo! ¡Qué grotesco es cada momento en el que debo todavía tolerar sus horribles voces, sus triviales charlas o sus pestilentes presencias! No quiero que nadie me vuelva a molestar; tan solo anhelo que todos me dejen en paz, que me dejen a solas con mis reflexiones y pensamientos homicidas. O quizá sea esa la señal de que debo comenzar a ponerme ese traje tan encantador con el que a veces deliro cuando más fuerte es el deseo de muerte: el del asesino en serie con un ansia insaciable de sangre y llanto. No quiero, sé que no debo… O ¿no lo sé? No estoy seguro, pero pareciera que la vida misma me orilla a ello y me implora porque liquide de la manera más cruel y sanguinaria a todos esos parásitos que no dejan de fastidiarme ni por unas milésimas de segundo. Su simple existencia me produce náuseas y no puedo sino encerrarme en mi habitación a llorar al concebir que debo soportar a la humanidad un día más. ¡Ya no, por el amor de Dios! ¡Que todo termine ya, justo ahora!

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Tener un hijo es como ponerse uno mismo el pie en un camino ya de por sí bastante empedrado. ¿Por qué hacerlo? Quizá porque el mono, en su imperante estupidez, no concibe ninguna otra forma de matar el tiempo que engendrando a otro esclavo más de la pseudorealidad. Quizá porque el ser es tan patético e irrelevante que su libertad le pesa demasiado como para intentar hacer algo útil con su vida; casi estoy del todo seguro que así es. Y ¡cómo se esfuerza la humanidad en ser cada vez más ruin, abyecta e imbécil! O puede que esto se le dé de manera espontánea, que no le implique esfuerzo alguno, que sea una condición con la que ha sido diseñada. ¡Qué horrible y lamentable es todo esto! Sí, la humanidad, el mundo, la vida en sí y, sobre todo, el que aún estemos en ella… ¡Cómo quisiera cortarme las venas ahora mismo o vaciar ese hermoso revolver en mi cabeza trastornada por tanta insustancialidad! ¡Cómo odio esta vomitiva realidad y a los ominosos títeres que la infestan! Quisiera exterminarlos a todos como los malditos gusanos que son, pisotearlos hasta que se desintegren todos sus engaños y mentiras; hacer con sus cenizas un monumento al apocalipsis etéreo y brindar porque el silencio reine al fin. Así es como siempre debió haber sido, pero la tragedia arribó y trajo a la existencia con ella. Ni hablar, será otro día más que pasaré encerrado en mi habitación y detestándolo todo y a todos. ¿Qué más podría hacer? Desde hace mucho que ya no tolero la más mínima compañía y que, por supuesto, tampoco me interesa en lo más mínimo relacionarme con nadie de ninguna manera.

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No tengo ningún problema con la existencia, salvo uno: que exista. Para mí, el simple hecho de existir en esta horrible realidad representa ya en sí la mayor de todas las tragedias: es la madre de todas las desgracias. ¿Por qué hay que existir y, además, siendo humano? Si hay una respuesta determinante a esto, quisiera que alguien me dijera dónde o cómo encontrarla, puesto que claramente no lo he conseguido. Y ¡cómo me abruman los monos que me rodean! Sí, eso es algo de lo más horrible: tener que existir y encima soportar a las estúpidas y horribles marionetas que no dejan de quitarnos el tiempo y chuparnos la poca energía que nos resta… ¿Es que no pueden percatarse de que no estamos ni siquiera mínimamente interesados en sus patéticas y putrefactas charlas? Lo único que queremos nosotros es estar solos; sí, estar solos con nuestra hermosa y amada melancolía. Estar solos con nuestra soledad, tristeza y anhelo de muerte; estar a solas con el encanto suicida que tanto nos cautiva con su bella sinfonía de caos y desesperanza palpitante.

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La Agonía de Ser


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