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Manifiesto Pesimista 61

La vida es la mayor parte del tiempo puro sufrimiento y, cuando no es así, se torna en infame y sórdido aburrimiento. Son estos los dos estados que imperan mayormente en ella y que opacan irremediablemente al resto. Siendo así, cabe preguntarse si vale la pena continuar viviendo o si no sería preferible matarse de una buena vez. Creo que la respuesta es más que evidente, aunque todo el tiempo busquemos superfluas excusas con el único fin de evadir la cruda verdad. Así es como la humanidad se autoengaña constantemente, siglo tras siglo, para perpetuarse sin ninguna razón. Quien sea que haya diseñado a esta raza de marionetas sumamente adoctrinadas, parece que conocía muy bien sus más sombríos recovecos mentales. Pues no hay mayor tragedia que aferrarse a una existencia donde todo está podrido y apesta terriblemente; únicamente un tonto elegiría esto por encima de la nada. Y nosotros somos esos tontos, ciertamente; y es así ya que nos llena de pavor la bestial incertidumbre del más allá. Si tan solo supiéramos lo que pudiera acontecer, pero no. Podemos hacernos miles de especulaciones y jamás hallaríamos respuesta alguna que fuera universal. Y de ahí que quién sabe: tal vez la vida como tal es un acto objetivo, pero la muerte podría ser netamente subjetiva. ¿Qué sería, en todo caso, la muerte sino ese estado donde el caos y el infinito se unifican al fin?

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De hecho, sería preferible nunca haber nacido. Lástima que esa ya no sea una opción viable en nuestro actual y humano estado, pues ahora, viéndonos obligados a estar aquí y realizar todo tipo de actos absurdos y anómalos, debemos reunir el suficiente valor para destruirnos por completo en un acto final de inmaculada sensatez. Y no importa cuántas dudas tengamos al respecto ni cuánto luchemos por conservar la pureza de nuestros corazones; al fin y al cabo, terminaremos siendo consumidos por aquello que tanto detestamos. La pseudorealidad es demasiado poderosa y sus recursos para desfragmentarnos lenta y trágicamente son casi infinitos; pobres diablos como nosotros no podríamos jamás, ni siquiera por casualidad, llegar a comprender su ilimitado potencial. Y por ello nacer es la auténtica maldición, la infame e inútil condición que debemos padecer en contra de nuestra voluntad. ¿Cómo podría no tratarse de una lóbrega imposición? ¿Cómo aceptar una existencia como esta plagada de sinsentido, contradicciones y tristeza? ¿Cómo pueden tantos títeres sentirse agradecidos por el funesto hecho de vivir? Nunca lo entenderé, supongo. O es quizá que yo pertenezco a otra clase de seres cuyo inmanente tormento y melancólica agonía los arrastran naturalmente a los recintos sibilinos donde solo la muerte y el caos pueden fulgurar.

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La armonía del vacío se filtra en mi alma cansada ya de tantos días inútiles y me persuade para que tome la navaja, para que sea hoy el día del apocalipsis interno que habrá de catapultarme hacia las flores negras del silencio eterno. ¡Oh, esto es lo que más anhelo! Este es mi deseo más sincero y profundo: desvanecerme por siempre y no volver a saber nada de este mundo horripilante ni de los malditos seres que lo habitan. Sueño con esto todos los días y me maravilla el que aún no haya atentado contra mi propia vida o la de otros, puesto que me hallo enclaustrado en una vorágine infernal de agónica melancolía y extrema desesperación en la cual cualquier otra persona habría ya perdido el juicio hace tanto. ¿Por qué sigo adelante? ¿Por qué lucho? ¿Por qué existo todavía? ¿Para qué…? Tantas cuestiones, cada vez siendo vociferadas con mayor violencia y hasta irónica insistencia. ¡Cada vez se torna más difícil anular los murmullos frenéticos que raspan mi anómalo interior con vehemente complicidad! Todo se revuelve como un torbellino en constante expansión y en cuyo centro me hallo yo irremediablemente; imposible me resultaría escapar, pues, en todo caso, ¿a dónde escaparía? No importa a donde vaya, con quien me halle o lo que sea que haga, no me queda ya ninguna duda de que mi auténtico problema es simplemente el gran y supremo inconveniente de haber nacido y de no haberme matado todavía. Para mí, esta es ya la única verdad que impera en mi ser y en la que estoy dispuesto a creer: la tragedia de mi dolorosa y misteriosa existencia.

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Creemos que las cosas se pueden resolver con la lógica y supuestamente actuamos con base en ello, pero sin sospechar que nuestra supuesta lógica superior es tan solo una caricatura de los intrincados misterios de la vida, la existencia y el tiempo. Más aún, nuestra esencia está demencialmente limitada y no se nos ha conferido la habilidad de alterar nuestro entorno ni nuestra realidad más allá de meros accidentes del azar. Es tan poco lo que podemos controlar, casi nada; ¡qué enloquecedor! Y, sin embargo, casi siempre pretendemos saberlo y controlarlo todo; incluso aquello que no podemos observar ni predecir. La necesidad de lo humano ha sido y será la causa de su inminente perdición, de su brutal hundimiento en el abismo insalvable de la insustancialidad más grotesca. ¿Qué sabemos todos nosotros, tontos y brutos ignorantes, sobre los designios de posibles entidades superiores o divinas? En nuestros implacables delirios, inclusive nos hemos inventado todo tipo de doctrinas y aberrantes religiones para darle forma humana a aquello imposible de encapsular en simples palabras o credos insulsos. Nuestra soberbia no conoce límites, pero es tan solo cuestión de tiempo para que veamos derrumbados todos los arcaicos principios que siempre hemos creído como ciertos y bajo los que hemos decidido vivir tan estúpidamente nuestras horribles vidas. Esta lóbrega pesadilla culminará pronto y entonces veremos, sin ninguna clase de velo, cada uno de nuestros miserables actos bañados en sangre y cada una de nuestras creencias despedazadas en el divino réquiem del vacío.

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Menos mal que el ser aún no ha contaminado la muerte con su lamentable humanidad, pues la vida está totalmente plagada de corrupción y vileza; características sobresalientes en el ser. Yo mismo me arrepiento por esto y aborrezco pertenecer a esta raza de tontos irremediables. Porque eso y no otra cosa es la raza humana: una tontería divagando en el más sepulcral sinsentido y creyéndose la creación de algún supuesto Dios demasiado arrogante y atroz como para diseñar algo tan defectuoso y mísero. Todo lo que es este mundo me produce infinito malestar y profunda desesperación, puesto que se trata de algo tan ridículamente idiota y absurdo que no sé si llorar o reír ante las insondables tragedias que en él imperan. El amor, la libertad y la justicia evidentemente no existen; y, si lo hacen, están a punto de fenecer. La razón y el alma a los que tanto se ha aludido a lo largo de la historia no son sino pretextos nefandos para intentar ocultar la repugnante esencia del mono. ¿Qué sentido tiene, así pues, que esta pestilente e irrelevante pesadilla prosiga su funesto curso? Si su intrascendencia y blasfemia escurren por doquier y son visibles a años luz; ¿por qué aferrarse a tanta falsedad y a las impertérritas tinieblas que siempre, sin importar cuánto nos esforcemos o cuánta fe tengamos, terminarán por colapsar cualquier esperanza de un cambio o mejora? Este mundo está acabado y nosotros también, ¿por qué no exterminar esta ominosa y errónea creación desde la raíz y del modo más contundente? La humanidad debe ser eliminada, solo así conoceremos el paraíso sempiterno.

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Manifiesto Pesimista


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