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La Cúspide del Adoctrinamiento IV

Filruex se desvaneció y fue subido a la patrulla, donde sería trasladado y pasaría seguramente unas cuantas horas en la celda. Después de todo, ya estaba acostumbrado a las condiciones extremas y también a ser arrestado, no era algo que desconociese. Por su parte, Lezhtik logró zafarse del enmarañado y regresó a su casa, pensativo. Desde la plática con Filruex hasta el incidente, en su cabeza rondaban aquellas mujerzuelas que se acostaban con esos hombres asquerosos a cambio de algo para alimentar a sus familias. Todo era confuso y se le revolvió el estómago, apenas si durmió.

–¡Qué bueno que has llegado, hijo! Nos tenías ligeramente preocupados. Dinos, ¿has estado haciendo tarea en la casa de algún amigo?

–Hola, mamá. No quise preocuparlos, lo lamento. Y sí, tuve que quedarme un poco más de lo normal para terminar la exposición de mañana.

–Me da tanto gusto que te apasiones por los estudios.

–Sí, iré a saludar a papá.

El padre de Lezhtik, como siempre, se hallaba aplastado en su sillón predilecto, mirando el futbol. Era algo que hacía todos los días y a toda hora en cuanto llegaba del trabajo. Los fines de semana se despertaba para mirar los partidos y pasaba el resto del día ahí, pegado al televisor. Observaba resúmenes, repeticiones y partidos de otros países. Era todo un aficionado al deporte más hermoso, como él decía. Lezhtik lo saludó y luego regreso con su madre a preparar su cena.

–¿Por qué papá no hará otra cosa más que mirar el futbol y dormir? ¿Cómo puede ser que viva así? –preguntó Lezhtik a su madre antes de hallarse en su recámara, sin obtener una respuesta convincente.

Recordó entonces que su madre le contó una historia. Cuando su padre era joven, había sido un excelente futbolista, pero, por desgracia, una lesión lo había dejado fuera de las canchas a muy temprana edad. A parte de ese momento, se había convertido en fanático seguidor de todo lo relacionado al fútbol. A Lezhtik no le parecía lógica tal relación entre una lesión y tal fanatismo, pero lo había aprendido a sobrellevar. La verdad es que le entristecía encontrar a su padre mirando la televisión cada vez que llegaba a casa; empero, nada podía hacerse para cambiar esta deplorable situación. Había intentado que su padre hiciera ejercicio, que leyese los libros que él había devorado meses atrás, que enfocara su atención en aprender otras cosas, que creara algo, que no fuera el mirar el fútbol parte fundamental de su vida, pues era ridículamente absurdo. Tampoco su madre estaba exenta de tales desgracias, pues aquella pobre mujer que diariamente lo atendía vivía refugiada en la religión y en creencias que le fueron inculcadas por personas igual de vacías como sus abuelos, y que jamás quiso cuestionar. A pesar de que ella sí leía los libros que Lezhtik le prestaba, sentía que no los tomaba en serio y que los leía por obligación más que por gusto o por querer cultivarse. Esto lo entristecía sobremanera, pues su existencia era una constante lucha entre lo que él era en verdad y lo que sus padres esperaban que fuera.

Una de las cosas que más lo atormentaban era justamente esa dualidad que ahora sentía. Sus padres eran buenas personas, pero ser buena persona no bastaba para merecer existir. No le hacían daño a nadie, no se metían en problemas, llevaban una vida apacible y común. Su madre era ama de casa, frustrada por no haber podido cumplir sus sueños de ser historiadora. Su padre, él sí había estudiado, pero no lo que hubiese querido, pues encontró muy tarde su auténtica vocación. Claro que quería ser futbolista, aunque, al verse limitado a la vida estudiantil debido a aquella lesión ominosa, se inclinó por estudiar contabilidad. Le parecía fácil y se le daba de maravilla, incluso ayudó a varios de sus compañeros en los exámenes extraordinarios durante toda la universidad. A pesar de todo, lo que hubiese querido ser no lo fue, y se trataba de estudiar ingeniería civil.

A Lezhtik le parecía miserable la forma en que vivían las personas y sus padres no escapaban a sus elucubraciones. Todos eran tan comunes, nadie buscaba escapar del margen. Como lo comentó con Filruex en aquel burdel pestilente, las personas ya no buscaban crear, imaginar ni ser curiosos, estaban a gusto con sus vidas triviales, o así lo percibía él. Y esa sensación le era repugnante y a la vez reconfortante. Llegaba a sentir un desprecio sin igual por sus padres, y más aún por él mismo, porque gracias a que él nació ellos abandonaron sus sueños. Además, le parecían personas que ya no tenían algo que aportarle al mundo y eso era desalentador, aunque él tampoco lo hacía. Sus padres, esos que le dieron la vida, no eran menos absurdos que el resto de los seres supuestamente racionales. Y, por otra parte, los quería demasiado, pues siendo hijo único siempre lo habían procurado y apreciado; él era todo lo que ellos tenían. Estaban orgullosos de que asistiera al colegio más importante de la localidad, uno de los más prestigiados a nivel mundial, aunque tuvo disputas con su padre en relación con la carrera que debería tomar y la forma en que debía vivir.

Su padre, como todo ser acondicionado, quería que siguiese sus mismos pasos. ¡Cómo le hubiera encantado a ese señor que su hijo estudiase alguna ingeniería! Sí, alguna cosa de esas que suenan complicadas y que son tan bien remuneradas en las compañías. Lezhtik no lograba rechazar sus deseos por completo, pero terminó por imponerse su sentido de la rebeldía y eligió filosofía, aun contra toda clase de críticas e improperios por partes de sus familiares. Absolutamente nadie estuvo de acuerdo con tal decisión, pero ¿qué importaba?, estaba tomada. Esto era sustancialmente la principal causa del disgusto de Lezhtik, que sus padres querían que él viviera como ellos querían que lo hiciera. No eran suficientemente sensatos para admitir que él era distinto, y quizá a la vez no, pero no percibía la vida como ellos.

Él no tenía esa ambición de dinero, esos deseos infames de viajar a playas y sitios elegantes, de comprar ropa cara en tiendas de lujo, de poseer automóviles del año o adquirir mansiones. Sus padres habían criticado y conminado su actitud al haber elegido esta carrera. No estaban seguros acerca de cómo iba a sobrevivir allá afuera una vez terminada la carrera. Y, a pesar de todo, a pesar de las quejas y los lamentos, adoraba a sus padres, pues ellos siempre habían visto por él. Y ¿qué sería de él si no fuera por ese señor que trabajaba incansablemente para, semana con semana, poder destinar dinero a su educación? A Lezhtik le parecía un tormento ese modo de vivir y no se contemplaba haciéndolo: el trabajar ocho horas en una compañía, privado de su libertad y sin poder hacer lo que le gustase. Y, sin embargo, su padre lo hacía, todo con tal de mantenerlo. Esa dualidad en la cual rechazaba fehacientemente y condenaba el modo en que sus padres vivían, y a la vez dependía de ellos y de esas actividades que criticaba, no le parecía nada agradable. Todo daba vueltas, todo era trivial entonces. Las empresas que tanto criticaba eran las mismas que proporcionaban el dinero para que él pudiese alimentarse, entretenerse y vestirse. ¿Se podría contemplar algo más horroroso que eso?

No comprendía el por qué su padre no intentaba ese cambio y pasaba del televisor a la lectura. Habían tenido ya algunas discusiones debido a la forma de pensar tan opuesta de Lezhtik, quien defendía sus ideas a capa y espada, sin dejarse intimidar por nada ni nadie. Sus padres insistían en que esa carrera no le dejaría nada bueno, en que debía cambiar de ideas y socializar más, vestirse mejor. Todo en su persona debería cambiar, pues ahora pertenecía a la gente decente. Esto molestaba a Lezhtik, quien indudablemente rechazaba tal forma de vida y solo le interesaba conocer la verdad del universo. Sin embargo, estaba considerando mudarse en un futuro cercano, así evitaría más problemas. Entre más lejos de la familia, mejor; eso pensaba a veces. En otras, los apreciaba y agradecía cada momento que pasaba con ellos. Sabía que sus padres lo querían, pero de una forma que él no lograba entender.

–Entonces ¿sí te autorizaron el cambio de turno? Ya no me contaste qué pasó con eso –dijo la madre de Lezhtik, algo inquieta– ¿Se cumplió tu capricho de pasarte a la tarde o no?

–¡Ah! Lo había olvidado. Pero todavía no he recibido respuesta, comienzo a pensar que incluso lo han olvidado ellos también. Mañana preguntaré.

–Sí, por favor. Yo lo digo para ver cómo quedaremos organizados y saber a qué hora tomar mis clases de zumba.

–Sí, no te preocupes por ello. Espero tener la respuesta pronto.

–Bien, iré a descansar, buena noche. Recuerda meter la leche al refrigerador si te levantas en la madrugada.

–Trataré de recordar, buena noche.

Sin embargo, Lezhtik estaba lejos de acostarse, recién había comenzado el día para él y sus actividades. Sin perder ni un solo instante, se lanzó como un desesperado hacia sus libros y comenzó con los estudios que realizaba todas las noches desde hace unos meses. Le interesaba sobremanera repasar casi todas las corrientes filosóficas. La lógica, particularmente, le distraía y lo veía como algo divertido. La estética no le venía mal, solía dormirse en clase dadas las extensas exposiciones del profesor, pero siempre salía con el puntaje más alto en el examen. Y, sobre todo, la metafísica le atraía bastante. No era propiamente una materia que llevase, pero algo interesante había en ella que no lograba sacar de su cabeza. A veces sentía que debía haber libros más profundos y con enseñanzas más atrevidas, pero no sabía dónde conseguirlos. Fue entonces cuando recordó los libros de los que Filruex le habló, esos que estaban prohibidos en la facultad, por considerarse incitaban a la rebeldía.

Curiosamente solo el club de Filruex poseía algunos de los últimos ejemplares. Lezhtik, más allá de conformarse con solo estudiar, se dedicaba a aquello que consideraba su verdadera vocación: escribir ensayos filosóficos sobre un despertar y una evolución de la consciencia. Solía fingir que le interesaba realizar un doctorado en filosofía para que no lo molestasen sobre sus actividades nocturnas, las cuáles constituían su más sublime talento. Al final, antes de dormir, ya muy entrada la madrugada, a veces pensaba que todo lo que hacía no tenía fin alguno sino solo desaburrirse del mundo que lo rodeaba y del cual siempre se había sentido como un extranjero, pues en ningún lugar hallaba esa sensación de paz. La universidad por ahora le proveía de una beca y sus padres lo mantenían, pero ¿por cuánto tiempo? Le atormentaba pensar en ser un mantenido, aunque en realidad creía que eso no debería de preocupar a un perseguidor de la verdad.

–¿Cómo entender este mundo y la injusticia que en él impera? –se cuestionaba en voz alta cada noche mientras estudiaba y escribía sus ensayos–. No quiero vivir así, observando cómo lo único que hay es maldad y estupidez. No puedo aceptarlo. Y, por más que quiera, algo en mí me lo impide…

Siempre había tenido Lezhtik comida y techo, nunca había batallado por algo. Siempre podía estudiar y sentirse en calma, con esa seguridad de llegar a un lugar en donde podría descansar, donde sería bien recibido y era querido, a pesar de sus extrañas ideas. Y, aunque él y sus padres no se entendiesen muy bien en los últimos meses, los quería demasiado. No podría ser y hacer todo lo que era y hacía sin ellos. Su madre le arreglaba toda su ropa y preparaba exquisita comida para él. Su padre, ese al que tanto criticaba por pasar todo su tiempo libre mirando el televisor, pagaba sus pasajes, sus comidas fuera de casa, sus diversiones, sus libros, sus prendas y absolutamente todo. Jamás se mostraba indispuesto con respecto a los gastos, le agradaba ver a su hijo estudiar, a pesar de no ser algo que él hubiese querido que estudiara. Y, en cierta forma, le recordó al padrastro de Filruex, ese que a pesar de sus defectos también le mantuvo siempre.

Pero, más que todo lo anterior, había algo que lo atormentaba sobremanera, y era el hecho de haber perdido su anterior hogar. Lezhtik no siempre había vivido en esa casa; de hecho, tenía no mucho tiempo ahí. Anteriormente, el joven aspirante a la verdad suprema residía en un pueblo más céntrico, que tenía por nombre Saint Mictrell. En ese lugar fue donde por primera vez recibió los primeros rayos del astro rey, donde se escucharon sus primeros lloriqueos, donde creció, padeció y aprendió todo lo que un menor debe de. Ahora le parecía que ese sitio representaba su acondicionamiento, más bien. De cualquier modo, Lezhtik se acostaba todas las noches con los recuerdos de esa casa de dos pisos donde vivió 16 años de su vida, hasta que el demonio de su tío los echó a la calle. Ya desde hace un año antes del ominoso incidente habían tenido problemas.

En efecto, según recordaba Lezhtik, todo empezó desde que su tío, tan querido por toda la familia, se hundió en sus vicios y sus problemas. Su padre, una vez recibiendo la noticia de que serían echados, jamás hizo algo por remediar la situación ni por buscar un nuevo hogar. Era una de las cosas que Lezhtik más le reprochaba en el interior. Y, de cierta manera, culpaba a su padre por todo lo que padeció desde que fueron expulsados de su anterior hogar. Quizás en el fondo su padre tenía la vana esperanza de que todo se remediase y que pudiesen continuar su vida tranquilamente en esa casa tan querida por Lezhtik, pero el destino tenía otros planes. Y así fue como una tarde fueron desterrados para siempre de un lugar sagrado para aquel joven. Quizá no estaba ubicada en el mejor barrio de la ciudad, tal vez era ya una casa fea y con averías, cualquier cosa podría argumentarse en su contra; sin embargo, el llegar y encerrarse en su cuarto era todo lo que ese ávido lector de ojos centelleantes adoraba. Ahí, en la seguridad y calidez de esa habitación, era el rey de sus sueños.

Como sea, el tiempo pasó y devoró toda esperanza. Fueron expulsados sin recibir ni un solo peso de lo que el padre de Lezhtik invirtió, pues ha de saberse que las escrituras estuvieron siempre a nombre de aquel ahora odiado tío. Y, sin quedarles otra opción, aquellos desamparados fueron a parar a un maldito cerro, a una casa similar a un calabozo donde pudieron recibir asilo por parte de una tía de Lezhtik, hermana de su papá. Aquí fue donde él, joven e incauto, se entristeció bruscamente y su vida dio más giros que nunca. Ya todo era distinto y jamás volvería a ser como antes. Su tío perdió la casa y fue demolida, mientras que ellos tenían que soportar el alto volumen con que aquellos malditos parientes gustaban escuchar música.

Esto y más le parecía a Lezhtik el mayor de los vilipendios, y constantemente se recostaba siendo presa de una infernal melancolía y frustración. La situación empeoró cada vez más durante los tres años que pasaron en ese calabozo, llegando al punto máximo de la desesperación cuando una de sus primas tuvo a su hija, la cual no cuidaba y ésta lloraba como una mendiga desquiciada todo el día, distrayendo así a Lezhtik de sus estudios. Ya nadie podía estar ahí, ya nadie quería. Más de una vez el joven, cuyo corazón se hacía más amargo cada día, estuvo a punto de irse, de largarse para siempre. Lo único que lo detuvo fue el gran aprecio que sentía por sus padres. No concebía la idea de irse cuando ellos tendrían que quedarse ahí a soportar la inadmisible situación.

Fue entonces que su papá tuvo la oportunidad de obtener un crédito para una casa dúplex. Por fortuna, ésta se ubicaba cerca de la universidad a la que Lezhtik quería ir. Todo se desarrolló de manera lenta, tanto que les parecía como si jamás se fuesen a largar de aquel endemoniado cerro. Finalmente, un día, ya terminando Lezhtik sus estudios de la preparatoria, partió junto con sus padres hacia un nuevo hogar. Se suponía debía estar feliz y no lo estaba. Tanto había deseado irse de aquel cerro execrable que ahora lo extrañaba, pues pasa que siempre se extrañan las cosas que ya no se pueden tener más y que en su momento se rechazan. Ya era demasiado tarde, ya demasiadas espinas se habían clavado en aquel muchacho de cabellos oscuros y ojos tristes. Fue así como comprendió y pudo abrir los ojos, en ese ignominioso lugar Lezhtik entendió tantas cosas que, de otro modo, jamás habría podido siquiera imaginar.

–Después de todo, aprecio lo que pasó –se decía a sí mismo en las largas caminatas que solía dar–. Si no hubiera sido por aquel incidente, ahora seguiría siendo tan común. Aunque odié ese lugar, también lo aprecié. Sin percatarme de ello, fue acogido por la nostalgia. Y cada vez que lo necesité siempre tuve techo y comida. Lo que no logro entender es por qué ahora siento este vacío, por qué ahora que tengo un hogar nuevamente no logro sentirme parte de él.

Y así, en sus recorridos por el parque adyacente a su nuevo hogar, Lezhtik elucubraba sobre todo lo acontecido en su vida. Le parecía que jamás olvidaría su primera casa, pues en ese lugar fue donde conoció la vida como tal. Y tampoco olvidaría la segunda, porque ahí sufrió, lloró, rio, se enamoró incluso; conoció tantos sentimientos encontrados y maldijo infinitas veces su suerte. A pesar de todo, tuvo siempre el apoyo de sus padres y nunca le faltaron las cosas más fundamentales. Pudo estudiar, quizá no como él lo hubiese querido, pero lo hizo. Aunque realmente bien se sabe que las cosas jamás pasan como uno quiere, pues el libre albedrío humano es quizá la mayor ilusión que se tiene en un mundo tan irreal como este. Sin hallar más explicación al maridaje de preguntas que diariamente lo acechaban, Lezhtik cerró los ojos y dormitó, rememorando esos días fatídicos en que caminaba cuesta arriba con la frente sudada bajo el refulgente rayo de un sol que sentía lo iba a devorar, caminando con pesar y sintiéndose cada vez más extraño en una realidad incomprensible para un ser tan despierto.

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La Cúspide del Adoctrinamiento


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