A Leiter no le quedó otra opción más que aceptar. Salió airado del cubículo del jefe de astronomía y se empecinó en hallar el porqué de tan extravagante y opresiva medida en su contra. No tardó mucho en averiguarlo, era más que obvio. No estaba seguro de si el malnacido doctor Nandtro sabía de sus investigaciones acerca de Bolyai, aunque, en todo caso, ya no interesaba, pues éste estaba muerto. Lo que sí podía vislumbrar era que intentaban, a toda costa, quitarle el tiempo. Los planes en su contra no eran fulminarlo subrepticiamente. Dilucidó que, antes de morir, se necesitaba crear todo un galimatías mental en el individuo, atacar sus principios y cuestionar su razón. No podían desaparecerlo de inmediato así nada más; al contrario, lo dejarían obrar tanto como fuese posible. De ese modo, cuando lo eliminaran al fin, harían que todos sus esfuerzos fueran en vano, ocasionándole un dolor mucho mayor que si lo hubiesen liquidado desde el comienzo.
Solo jugaban con él, como lo hacían con todos los que descubrían la verdad. Los mantenían vivos y los dejaban hacer libremente hasta que los cansaban, entonces sencillamente los borraban del mapa. Lo que vino a confirmar las sospechas de Leiter fue que, al día siguiente de su plática con el profesor Nandtro, se anunció que la luz del sitio destinado a los ayudantes se apagaría a las nueve de la noche, horario en que terminaban los cursos especializados. El corte duraría quince días exactamente, pues necesitaban usar esa electricidad para las aulas y no podían hallar mejor fuente que la destinada a los ayudantes. Todo cuadraba en la cabeza de Leiter, estaba seguro de que lo estudiaban y sabían que investigaba sobre el caso de Bolyai, por lo cual le daban dos semanas para olvidarlo todo, en tanto que lo mantenían ocupado y lo fatigaban.
Curiosamente, tras haber transcurrido la primera semana del corte de energía eléctrica y de la excesiva jornada en que Leiter realizaba los mismos análisis estadísticos pegado en esa maldita silla incómoda, Pertwy salió más que de costumbre. Sí, a aquel ayudante que pasaba su tiempo libre encerrado, ahora podía vérsele pensativo en las cercanías del bosque, como intentando comprender un enorme dilema. No miraba a nadie y parecía ignorar todo a su alrededor, aunque sus ojos se mantenían clavados en el pavimento. Su tez morena y calmada, sus ojos profundos y oscuros, su faceta mística y su imperturbabilidad aparente lo hacían pasar desapercibido, hasta que, en una de sus caminatas, chocó con el despistado Leiter.
–Hola Pertwy, ¿cómo te va?
Pertwy miró a Leiter con una mueca extraña, entre molesto y atónito. Podría decirse que estaba acostumbrado a pasar inadvertido, aunque últimamente su comportamiento taciturno había llamado la atención. Mucho más desde que había comenzado a faltar a algunas sesiones consideradas importantes para los ayudantes.
–Escucha –dijo Leiter quietamente–, si te interrumpo, me voy.
–¡No, quédate! –replicó Pertwy con prisa y recogiendo unas piedrecitas esparcidas producto del choque–. No me interrumpes, es solo que nadie aquí me había hablado en el tono en que tú lo haces.
–Pues siempre he hablado así, al menos que yo sepa –añadió Leiter, sonriendo someramente.
–Me refiero a que tu tono de voz es moderado, el de los demás es altanero, ahíto de una insoportable arrogancia. Ciertamente, tu voz es muy tranquila.
–Supongo que debo decir gracias.
–Supongo que debo decir de nada.
Pertwy era curioso, su manera de hablar también. A Leiter le dio la sensación de que estaba triste, su semblante lucía agobiado. Por un breve momento creyó hallar un anormal parecido entre las facciones de Pertwy y las de Abric, pero era imposible. Y, aunque su temple y su calmado carácter concordaban, no irradiaban la misma energía.
–Me recuerdas a un amigo que tenía en el lugar donde vivía.
–¿En serio? –inquirió Pertwy mirando a la cara, por vez primera, a Leiter–. Yo también siento que nos hemos conocido antes. ¿Estás en el departamento de estadística, cierto?
–Así es, pero se trata solo de una farsa –afirmó Leiter, mostrándose aburrido–. No hago la gran cosa, y casi me atrevería a decir que es un plan para neutralizarme.
Sin saber por qué, Leiter sentía una absoluta confianza hacia Pertwy. Mientras lo observaba de lejos, tuvo nuevamente esa visión anormal donde atisbó ciertos colores rodeando al circunspecto muchacho. La única forma que tenía para ligeramente comprender este cambio tan inesperado era lo que llegaba a sentir. No podía explicarlo, era algo inextricable y confuso, pero esa sutil vibración que atravesaba el centro de su estómago y subía hasta su cerebro, deteniéndose justo en medio de sus ojos, a la altura de la frente y ocasionando una inmensa acumulación de energía, le bastaba para guiarse y poder colegir si la persona en cuestión tenía o no pureza. Al menos así él lo entendía someramente. En Pertwy, cosa curiosa, había menos colores que en el resto de las personas, y, además, lucían radiantes y agradables.
–Entonces tú eres de los míos –aseveró fríamente Pertwy tras un periodo silencioso donde inspeccionó los ojos de Leiter sin parpadear.
–Creo que sí, si es que entiendo adecuadamente a qué te refieres con tal expresión.
–Tus ojos son interesantes, reflejan algo mágico, algo más allá de los sueños –expresó Pertwy con melancolía y cerrando los suyos.
–Las personas dicen eso, pero a mí me parecen normales.
–Las personas han dejado de serlo, ahora valdría mejor llamarlos zombis. Además, no lo digo por lo que físicamente denotan, sino por su profundidad. Pareces alguien que no pertenece a este mundo.
–Bueno, es verdad que detesto casi todo lo que existe y que me desagrada pertenecer a esta raza.
–Tendrás que aprender a lidiar con ello, amigo.
–Y ¿qué es lo que estabas haciendo aquí, por cierto?
–Orando, eso hacía, pero no lo tomes a mal. No sé si pueda confiar en ti, te he visto diariamente y pareces igual de aburrido que yo, pero entenderás mi cautela.
–No importa, lo mismo pienso.
–Entonces debo confesarte algo, y es que soy de los pocos aquí que cree en esa manifestación de energía que tantos profanos llaman dios.
–Me parece interesante, en este sitio se desdeñan ese tipo de cosas.
–Lo es, quisiera contarte más. Esta es la primera vez que hablo con alguien durante tanto tiempo. Generalmente, pienso que las personas son estúpidas, es la primera impresión que tengo en la cabeza cuando las conozco. Y te puedo decir que, en muy escasas ocasiones, me he equivocado, sino es que esta es la única.
–Tú y yo tenemos ideas similares.
–Debo irme, ha sido un gusto –dijo Pertwy con una reverencia–, ojalá que más adelante nos encontremos y pueda contarte más.
–Eso espero, hasta pronto –replicó Leiter en tono cariacontecido, mirando con repulsión aquel ojo que coronaba el ominoso centro.
Pertwy se alejó, como necesitado de la soledad y divagando. Leiter se quedó un rato más ahí, incluso se extrañó al sentir aquel zumbido que ya en semanas pasadas le había ocasionado problemas en la cabeza. Esta vez se presentaba un poco más estridente, aunque en tono más bajo. De dónde diablos provenía era un misterio, pero parecía venir del bosque mismo. No, no era el bosque, era el suelo. ¿Qué cosas estarían ocultando en aquel centro? ¿Sería acaso aquello que usaban para mantener a las personas bajo control? De cualquier manera, ya ni siquiera era necesario hacerlo, pues los monos mismos habían aprendido a vivir estúpidamente y a sentirse felices con cualquier bagatela. Por eso la existencia se había trastornado al punto de una insípida ilusión, en la cual el vacío y el sinsentido imperaban por encima de cualquier otra cosa. Quién sabe si algún día se atreverían los humanos a despertar y atisbar la divinidad que posiblemente residía en ellos, o si ya todo se había ido al carajo y nada quedaba sino contemplar el regocijo de aquellos miserables que, en su decadencia y futilidad infinitas, no concebían otra manera de satisfacerse que no fuese mediante dinero o sexo. Leiter pensó que realmente la humanidad ya estaba acabada.
…
Al día siguiente, el amanecer iluminó las doradas letras del centro de investigación donde todo se desarrollaba conforme a intereses de gente desconocida. Los sucesos proseguían y Leiter estaba cada vez más asqueado de su estancia en el aquel departamento. Indudablemente querían controlarlo, pero no se rendiría tan fácilmente. No estaba en contra de la ciencia ni de su estudio, jamás lo había estado, ni siquiera cuando dejó de interesarle por considerarla demasiado terrenal. Pero sí estaba en contra del uso que hacían de ella para lucrar con investigaciones que a nadie ayudaban y cuyos resultados nunca se veían reflejados en los lugares más necesitados. Estaba totalmente en contra de que se les pagaran tan exuberantes becas a personas que en nada ayudaban al mundo, y cuyos únicos fines eran la soberbia y el reconocimiento. En fin, se trataba de meros títeres al igual que aquellos llamados presidentes.
En cuanto a las clases a las que se vio forzado a asistir, solo sirvieron para confirmar lo que ya sabía: que todo el sistema educativo, sin importar la institución o el método de aprendizaje, estaba enfocada a repetir una absurda forma de actuar; esto es, se enseñaba a repetir lo que ya tantos habían hecho. En realidad, no se enseñaba a los estudiantes a pensar por sí mismos, pues esto resultaba esencialmente peligroso y la educación no estaba exenta de las garras de aquellos que ostentaban poder y que alimentaban la miseria del mundo. No se enseñaba a cuestionar, dudar o ser creativo. El hecho de que existiese el término libertad de expresión era un chiste solamente, ni qué decir de la libertad de pensamiento. Lo que sí se inculcaba desde los primeros años, facilitado por el acondicionamiento que ya habían implantado los padres, la televisión y la religión, era aceptar incuestionablemente todo lo que las masas dijesen. Leiter se percató de que la enseñanza tenía como principales elementos la mansedumbre del individuo y una total entrega a la repetición de patrones establecidos. Se imponía en la mente actuar como un autómata, sin cuestionar y haciendo las labores más rutinarias lo mejor posible.
En el fondo, estudiar era un mero acto de ignorancia, así de degradante era el sistema que imperaba. Las personas estudiaban con el único objetivo de ganar dinero, solo se anhelaba la recompensa que se obtendría al concluir. Ir al trabajo y poner en práctica la conducta de aspecto robótico, sin cuestionar ni rebelarse jamás, era la auténtica ideología que se plasmaba de forma perfecta en la mente. No se estudiaba por gusto ni porque se esperase con ello ayudar a otros, eso era una patraña. El egoísmo y la soberbia jugaban también un papel decisivo para consolidar a los supuestos profesionistas del mañana. Este ignominioso ciclo se repetía generación tras generación, creando humanos cada vez más estúpidos y hambrientos de poder, sexo, dinero y entretenimiento. Así era como se mantenía dormido el espíritu, así era como se idiotizaba a pueblos enteros.
Entrar a esas ominosas clases a las que Leiter fue obligado solo sirvió para incrementar su desprecio hacia el mundo. En general, se la pasaba escuchando lo mismo que antes en sus tediosas lecciones durante la universidad. Los estudiantes de visita estaban poco o nada interesados en aprender realmente, solo les importaba hacer dinero fácil. Eran del último año de la universidad y aquellos cursos especiales servirían para inducirles a participar en el programa de selección de ayudantes, en el cual Leiter se encontraba ahora. Se les vendía la idea de que esto incrementaría sus posibilidades para más tarde cursar un posgrado en el centro de investigación más prestigiado de todo el globo. Todos aquellos zascandiles solo hablaban de lo orgullosas que estarían sus familias y sus amistades al enterarse de que estuvieron en aquel centro. Si cumplían con las obligaciones y las tareas, que ya de por sí eran absurdas, era solo para solventar sus metas egoístas y no para aprender algo sinceramente.
Leiter se hallaba recostado y mirando las estrellas. Permanecía en silencio, su cabeza daba vueltas, nada importaba finalmente. Recordaba que esa pregunta se le cruzó por la mente hacía ya tantos años, cuando comenzó toda la pesadilla de la que ahora no lograba despertar por completo. A veces le indignaba y le enfadaba haber vivido como un idiota tanto tiempo, haberse creído todo lo que sus padres le inculcaban y lo que sus profesores enseñaban. Lo mismo de siempre, así era la vida que se intentaba imponer. Repetir lo que otros han hecho, no cuestionar y seguir el mismo sendero. La vida no valía nada de ese modo, tan solo se trataba de divertirse con cualquier cosa, de ver quién tenía más mujeres o más números en sus cuentas bancarias. Lo que todos adoraban y buscaban con tanto anhelo para él nada significaba. Entendía que las personas fueran estúpidas, pero comenzaba a formarse la idea de si esto estaba implantando en la naturaleza humana. Por doquier, sin importar ningún otro factor, se seguía el mismo camino. Si tenía que definir al mundo diría que era el lugar donde saber la verdad era un milagro y pregonarla una blasfemia.
Y, sin embargo, así había tenido que vivir, aunque le repugnase tanto. Pensaba que su muerte sería fácil, pues había soportado la vida que tan agónicamente se había tornado. Ese misterioso estado de muerte donde se encuentra el verdadero yo, eso era lo que necesitaba, así se lo planteaba cada noche. Evidente era que, a partir del momento en que abriese los ojos definitivamente, jamás volvería a sentirse feliz en el mundo de aquellos que se ufanaban por hacer su vida más miserable de lo que ya era por naturaleza. Justamente tales ideas le costaron la desaprobación de tantos, incluso de gente cercana, pero no le importó. Y ahora yacía en aquel centro, pensando y tratando de responder por qué vivía realmente. Ahora también lo torturaba la idea del suicidio, pero, más que la idea misma, era encontrar la razón de que aún no lo hubiese cometido. En verdad no había nada en la existencia que valiera la pena, nada que no fuera banal.
Ya en su cubículo, difícilmente Leiter se concentraba. Ni de broma se atrevía ya a preguntar si alguien sabía algo sobre el investigador Bolyai, pues levantaría demasiadas sospechas. Solo le quedaba husmear en las oficinas, aunque sabía que sería grabado y cuestionado. Desde que llegó al centro y se enteró del caso de Bolyai, desaparecido en tan misteriosas condiciones, no había conseguido despejar su mente. ¿Qué habría aquel investigador descubierto y por qué nadie quería hablar sobre eso? También se rumoraba de algunas notas que dicho investigador dejó antes de esfumarse, pero todo era vago. Y, aunque debía sentirse feliz, Leiter estaba desilusionado, asqueado de la existencia humana y de los monos que poblaban este miserable mundo. ¡Joder! ¿Acaso en verdad el suicidio era lo único que le quedaba!
Una mirada coqueta vigilaba a Leiter desde la ventana, eran unos ojos azules que brillaban de manera hermosa, adornados por un maquillaje oscuro. Esa pequeña ventana era la misma a través de la cual el joven ayudante miraba el constante paso de los investigadores. Las piezas para resolver el enigma se iban juntando. Por una parte, estaba Pertwy y su extraña actitud, y, por otra, Klopt con sus cambios de personalidad tan desconcertantes. Leiter sufría, era torturado por sus ideas, su trastorno lo estaba matando. En todo momento, lo que le urgía era repasar sus pensamientos y las cosas que debía hacer. En principio, no era tan malo, hasta que le imposibilitó hacer sus actividades. Con bastante esfuerzo apenas y podía estudiar, era lo más que llegaba a concentrarse. Había intentado escribir, pero solo consiguió unas cuántas páginas de una novela que no le convenció. Le gustaba leer, pero ya no podía pasar del segundo párrafo sin que su mente lo incomodase. ¿Cómo escapar de sí mismo? Simplemente era imposible, muy aterrador. Y, encima de eso, estaba su situación actual, lejos de casa y perdido en un centro de investigación donde ocultaban la verdad y manipulaban el mundo.
Hubiera querido Leiter que menguara, aunque fuese por unos minutos, el repelente flujo de pensamientos repetitivos, pero no lograba controlarlo, le resultaba delirante aquel vaivén de ideas. Paralelamente, los agudos síntomas de la rinitis le impedían dormir por las noches, privándole así del único medio a través del cual lograba escapar de sí mismo. Así vivía hasta que conoció a Abric, quien le ayudó a meditar y a calmar su ser. Por desgracia, su amigo estaba desaparecido, seguramente muerto, y él cedía de nuevo ante su trastorno. Sentía cómo las ideas intentaban apoderarse de su mente, haciéndole pensar las mismas cosas una y otra vez, sin realizar algo en específico. No importaba si se trataba de estudiar, escribir o leer, siempre era atacado por esa tendencia a repetir lo que haría en lugar de solo hacerlo. Era un infierno al que irremediablemente volvería por más que se alejase.
–¡Leiter! ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
–Sí, estoy bien –respondió aturdido Leiter, ignorante de quien lo había sacado de su abstracción.
–¡Qué bueno! Sabes, pensé que realmente te perdíamos.
–No, solo que a veces me pasa así. Pienso mucho y entro en una especie de estado vegetativo, cosas mías –afirmó riendo Leiter.
Poljka, que no salía de su consternación al haber mirado a Leiter tan absorto, se limitó a sonreír y, acto seguido, le acarició los cabellos.
–¿Qué haces, Poljka? ¿Cómo es que entraste aquí para empezar?
–La puerta estaba abierta. Pensé que podría visitarte, lo siento. Y, con respecto a lo que hago, pues yo solo quería tocar tu cabello porque me gusta.
–Bien, seguro que sí… A mí el tuyo, luce precioso –expresó Leiter, sonrojándose y acomodando sus cosas.
–¿Por qué no vamos a platicar un poco allá fuera? O ¿estás muy ocupado?
–De hecho, no –mintió Leiter, apagando la computadora temporalmente–. Todos se fueron a la práctica de campo que al parecer era muy importante, pues me encargaron que analizara muy bien los datos de hoy.
–Vamos afuera, me gusta caminar contigo. ¿Qué dices?
.
Libro: La Esencia Magnificente