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La Execrable Esencia Humana 22

Inconsciente de su atroz inutilidad, adorador de la más sórdida banalidad, buscador de vicios y eterna mundanidad, conspirador de sueños rotos y profeta de la destrucción masiva; he ahí lo que se persigue viviendo en las actuales mentiras el ser humano. Ese títere corrompido y repleto de sinsentido; adorador de las más frívolas insinuaciones del azar y mendigo recalcitrante de cualquier sonido ignominioso. En todo esto no puede haber nada bueno, sino precisamente algo sumamente adecuado para ser derrocado y expulsado de los tiempos de la insana perfección ultrajada. Otra vez me sangran los oídos y mis lágrimas conquistan el amanecer; otra vez se levantan los muertos de sus tumbas, pero solo para volver a fenecer tras la imposibilidad del mundo futuro.

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Contigo puedo tolerar ser yo mismo, puedo olvidar todo el sufrimiento que significa existir sin sentido en este manicomio suicida que es mi mente, y puedo, sobre todo, recurrir a mi intuición para recoger el último de tus latidos. No sé si eres el amor de mi vida, pero ¿qué importa con tal de que podamos hacer el amor por el resto de nuestras vidas?

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Los sonidos de las sombras blasfemas retumbaban en las cavernas de la inmanencia putrefacta en que se había tornado mi alma. Cada nueva melodía estaba destinada a oscurecer aún más el complejo enmarañado de diversas percepciones que se mezclaban hasta fracturar mi patética vida. No importa lo que hiciera, imposible resultaba siquiera atisbar un ápice de luz o de verdad. Las catacumbas resoplaban abyección y los latidos de mi corazón imploraban por el exterminio absoluto de todas mis facultades, emociones y contradictorios sermones.

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No era nada bueno descubrir qué era yo en realidad, pues los primeros indicios ya me habían advertido de aquello que enloquecería mis sentidos. Fue entonces cuando tenté mi destino, palpé mi interior y vociferé cual demonio. El cerúleo malestar se expandió y las voces dentro de mi cabeza formaron un caos inexorable y atroz; ¡maldita sea la hora en la que aquel carrusel de demente putrefacción se tornó real! En contra de todas las posibilidades, tomé la pistola y vacié el revólver en mi reflejo; anulé así cualquier sonrisa del más allá que pudiera cautivarme sin que mereciera todavía sus acendradas virtudes.

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Ante la iluminación momentánea sonreí y creí poder tolerar lo que vería, pero descubrir mi reflejo en las fétidas catacumbas de la misantropía y el delirio me condujo a la insania, ya que fue así como entendí el horrible monstruo que siempre había sido. Y uno con tantas caras como trastornos; uno para que el ya no bastaba la sangre ni el esperma que adornaba el ojo de lo prohibido. Mis sentidos se sentían atrofiados y ni el bien ni el mal podían proporcionarme un efímero bienestar que no eclipsara en cuanto la luna devorase al sol. Mi luz entonces se tornaría insuficiente y las tinieblas cubrirían los jardines de espontánea plenitud que ocasionalmente parecían cautivarme fuera de mi común inconsciencia humana.

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No existe mayor idiota sobre el mundo que aquel quien cree de verdad en la humanidad y se ilusiona con cada repugnante emanación de tal pestilencia. Relacionarse demasiado con lo demasiado humano termina por volvernos demasiado compasivos; y la compasión es siempre la virtud de los débiles. De ella solo puede nacer la última tentación de aquel que aspire a superarse y rozar lo divino. La existencia misma carece de esta mal entendida cualidad y no la necesita. Vemos por doquier crueldad cuyo verdadero nombre es indiferencia, pero cuyas raíces parecen perturbarnos más de lo debido. No queremos ver ni ir más allá porque nos paraliza la bestial incertidumbre y el torbellino de locura que parece avecinarse al sucumbir nuestro funesto recorrido por este mundo inaudito. ¡Si pudiéramos ser más listos, si pudiéramos transmutar nuestra sangre en sabiduría! Quizás entonces secaríamos nuestras lágrimas, asesinaríamos nuestra melancolía y reiríamos hasta que la muerte se emborrachara con nosotros.

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