Siempre me decían que había que vivir, pero nunca estaba claro el por qué ni el para qué. Paradójicamente, eso era lo que menos parecía importarles a aquellos absurdos seres que se solazaban con las más viles minucias de una realidad sumamente miserable y nauseabunda como esta donde el dinero, el poder y el sexo significaban todo. ¿Para qué existía esta contradictoria realidad? ¿Podría alguien alguna vez responder a esto de manera contundente? O ¿más bien estaría el ser terriblemente condenado a pasar sus fatales días en la más grotesca incertidumbre?
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Sí, era una locura intentar cambiar el mundo, pues éste no quería ni necesitaba ser cambiado. Dejar que se pudriera en su infinita miseria era misericordioso y mejor aún era retirarse entre las sombras del suicidio más hermoso. Aquí todo apestaría siempre a podredumbre y falsedad, aquí siempre se volvería al mismo e irreal pandemónium de donde creíamos tan ingenuamente poder escapar mediante todo tipo de doctrinas, ideologías o prácticas… Mas nada puede realmente salvarnos mientras no estemos dispuestos a renunciar a todo lo que pueda deleitarnos, embelesarnos o cautivarnos. Y, finalmente, también deberemos aceptar el renunciamiento final: el desprendimiento del yo y el no retorno a la caverna de la duda mística.
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La habilidad de hablar en la mayor parte de las personas era más bien un tormento; un verdadero pesar para los que debíamos soportar sus estúpidos discursos, sus ridículas creencias y sus vomitivas voces. La nauseabunda experiencia de tales experiencias, así pues, fue lo que me conllevó al aislamiento más absoluto y al anhelo de muerte más exaltado.
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El asco hacia la humanidad y todo lo que de ella se desprende es, inevitablemente, el destino de los espíritus más enigmáticos y reflexivos. Y es que ¿quién, en su osada irracionalidad, podría concebir esta creación y este mundo como algo mínimamente adecuado o deseable? No cabe duda de que, quien así lo crea, es un necio totalmente cegado por infinitas falacias y erradas concepciones. ¡Que se le cuelgue del pescuezo, que se le exhorte a autoanalizarse por primera vez en su ominosa existencia!
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Lo que verdaderamente me molestaba de morir era la fatídica idea de la reencarnación. Nada más triste y funesto podría concebir que el hecho de retornar a este patético mundo siendo como todos esos seres tan absurdos a quienes tanto desprecio y cuya simple existencia me provoca terribles náuseas e infinito malestar. No, yo ya no podía aceptar algo así; ya no podía pretender que las cosas estaban bien y que yo mismo no buscaba constantemente la manera de destruirme del modo más romántico y siniestro posible.
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La Execrable Esencia Humana