Estoy desesperado por morir, tan hastiado de la monotonía de cada blasfemo y nuevo día. La vida me asfixia en grados inconcebibles, pero, al mismo tiempo, no termina por completar su acto hermosamente homicida. Creo que le gusta mi aciago sufrimiento, pues no me deja ir todavía y creo que no lo hará hasta que ya no quede nada que pueda arrebatarme. Quizás es tan envidiosa y caprichosa como yo, porque no quiere que mi encuentro con la muerte sea algo sumamente avasallante. Me priva de mis fuerzas, energías y tiempo gracias a sus abundantes mecanismos para atormentar la mente, el cuerpo y el alma. Mediante la pseudorealidad, se filtra en mi interior y hace añicos mi escasa voluntad. Soy demasiado frágil tal vez, aunque jamás he podido concebir cómo no serlo dada mi la esencia de mi más profundo yo.
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Lo único que me hacía seguir vivo era el delicioso sabor de la afrodisiaca adulación por el encanto suicida que habrá de purgarlo todo con su sublime esencia y que habrá de escindirme de cualquier otra realidad por la eternidad. O, cuando menos, es eso y no otra cosa lo que espero. Estoy cansado de fingir todo el tiempo que deseo seguir respirando, de involucrarme en las triviales actividades que los seres de este mundo consideran como importantes. Estoy asqueado de cada acto sexual en la noche refulgente, de cada falso sermón en templos de ironía viviente. Estoy esperando por el fin con la frente en alto y tratando de no sentir temor, de asesinarme hasta que no pueda recordar quién he sido hasta hoy.
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¿Puede haber algo más superfluo y repugnante que la infinita pestilencia que denota la existencia humana y cada una de sus patéticas concepciones? ¿Puede creerse que tales criaturas incluso deliren con ser la cúspide la creación cuando no son sino la cúspide de la más grotesca estupidez y la máxima intrascendencia? ¿Qué de bueno hay en lo humano? ¿Su arte, su poesía, su música, su ciencia, su tecnología, su literatura, su filosofía o acaso sus dioses inventados? Quizá sí que haya algo de bueno en esto, pero no lo suficiente como para justificar todos sus errores y desvaríos. Extraigamos, así pues, esta mínima parte valiosa y bella en lo humano y depositémosla muy lejos de todas sus tergiversaciones. Luego, como si de un sueño demasiado vívido se tratase, desintegremos cada partícula y pensemos en algo mucho mejor y avanzado: el super yo.
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Parecía un tonto mientras me hallaba al borde de aquel edificio, elucubrando si saltar o no; aunque ya me visualizaba cayendo y a la vez atisbando la hipocresía y la mentira. Ambos, desde luego, símbolos de la corrompida y aciaga humanidad; que se hundía tan plácidamente en la fatalidad de una moral ficticia y en la adulación de un materialismo enfermizo, en un falso sentido de todo lo ilusoriamente existente… Mas yo ya caía, caía vertiginosamente en el vacío cósmico del que ya jamás volvería y del que, ciertamente, jamás querría retornar. No sé si era plenamente consciente de lo que hacía o si tan solo me había dejado arrastrar por aquella divina voz en mi interior que ya no podía ser silenciada con nada. ¡Qué más daba, daba igual! Lo importante era desvanecerse por completo, ahogar cada faceta del yo que no concordara con la de la muerte; y, en última instancia, aterrizar en lo eterno y metamorfosearse con la infinita supernova donde reía sin parar el dios de todos aquellos que, como yo, tenían el valor de ser libres a tan temprana edad.
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Silencio… Catarsis que pasó a ser un mito en un mundo preñado de estruendosos seres que caminan en dos patas. Silencio… donde realmente se pueden apreciar los más vociferantes emblemas que delatan los misterios de esta existencia trastornada. Silencio… hacia ti me dirijo ahora incesantemente y nada podrá detenerme en mi celestial arrebato de locura suicida. ¿Soy acaso demasiado joven para morir? ¿No es mi alma mil veces más vieja que cualquier época pasada? ¿No estoy ya demasiado cansado y harto de las mentiras del mundo y de las mías también? Cada paso me ha conducido aquí, cada melodía me indicaba que este y no otro era mi destino. Cada nacimiento y muerte, cada sufrimiento y alegría, cada llanto y sonrisa… Todos fueron personajes que soñé antes de la caída y con quienes tuve la dicha de aprender más sobre los símbolos en mi interior. Al fin y al cabo, la vida es un viaje de ida que siempre se experimenta en absoluta soledad espiritual. Y siempre, solo el silencio y la muerte venían a aconsejarme ciertas cosas, pero eso y nada más. Nadie estuvo conmigo, pero así yo lo quise. Hoy, en este lluvioso domingo, lo único que manifiesta mi voluntad es pegarme un tiro y, con ello, cumplir mi última y más sublime tarea: la de quitarme la vida sin culpa, remordimiento o contradicción.
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La Execrable Esencia Humana