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La Execrable Esencia Humana 66

De todos los seres humanos que por desgracia habitan este triste planeta, ninguno es realmente digno de su muerte; hasta sería preferible que se quedaran por siempre en este infierno tan adecuado para ellos y su estupidez viviente. Sus vidas son una reverenda tragicomedia de la cual debe reírse sin parar el olimpo entero; la verdad no creo que a dios alguno, de existir, le interese hacer algo por nosotros. ¡Qué lástima todos aquellos que se ponen de rodillas y profieren plegarias, mantras y cánticos en vano! Tanto tiempo, energía y vida tirada a la basura. Y es que, ciertamente, ¿qué diferente podría tener pasar la tarde en un templo orando para olvidarse por unos instantes de la horrible realidad que pasársela en una taberna embriagándose, jugando a las cartas y rodeado de bellas mujeres fáciles? ¿No están en ambos dios y el diablo mezclados? Esto, claro, metafóricamente hablando. Pero dejemos que tantos títeres sigan engañándose, pues incluso sacarlos de tal engaño resultaría sumamente peligroso. ¿Quiénes serían ellos sin las bonitas y pintorescas mentiras que los llenan de falsa esperanza y prejuicios interminables?

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Afortunadamente, la belleza también se ha inculcado como apariencia y adoración externa, ya que evidentemente nadie se enamoraría de nadie si se intentase apreciar la inexistente belleza interna del repugnante ser humano. Hemos asesinado cualquier hermoso manantial en nuestro interior a cambio de un pantano aberrante en el exterior; somos todavía demasiado ciegos y necios como para reconocer la insignificancia de lo que creamos más grande e importante en este plano insulso. Quizás en el fondo lo sabemos, pero nos aterra tremendamente echar un vistazo dentro y descubrir que tal vez no queda nada en nosotros para continuar; nada que realmente valga la pena apreciar, cuidar o amar…

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Si pudiera elegir a un humano para que el mundo comenzara de nuevo, elegiría a aquel que quisiera morir más rápidamente. Resulta increíble aquel ser que busca continuamente hundirse en su yo más sombrío y profundo; y, por ende, más verdadero. Aquel que percibe con cierta claridad los velos de la pseudorealidad, no obstante, está condenado a experimentar un sufrimiento al que solo la muerte puede apaciguar. No sé si la consciencia es una bendición o una maldición, solo sé que, tras haber despertado, cada segundo será como un viaje a los rincones más abismales del caos. Y luego de eso ¿qué más? Es cierto, nada más; nada más sino añorar el fin, sino rendirse ante la implacable sonrisa del destino y creer con todo nuestro corazón que lo divino en verdad puede alcanzarnos sin importar cuán hundidos en la miseria y la desilusión podamos hallarnos.

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Tal vez toda la miseria humana y su efímera (aunque insoportable) duración sean solo la contundente prueba de que algo divino realmente existe, pues a nadie se le ha otorgado, hasta ahora, la agonía de vivir eternamente en tal sacrilegio. Y puede que todo lo que aquí experimentemos sea únicamente la preparación para algo mucho más grande y hermoso; algo que justo ahora, en nuestro actual estado, no podríamos comprender dada su magnificencia. En cuyo caso, no valdría la pena atarse a las cosas y las personas del mundo material, puesto que gracias a ello es que experimentamos sufrimiento, agonía y tristeza. Debemos levantar nuestro acongojado corazón, hacerlo arder de un modo que nunca antes hubiésemos imaginado y, quizá, podríamos, en un paroxismo sin igual, experimentar aquello que no puede morir porque nunca ha nacido, sino que siempre ha sido, es y será por la eternidad.

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La muerte: única cosa realmente preciosa y diferente a la insípida banalidad del ser.

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La raza humana, pese a sus estúpidos y absurdos intentos por tener sentido, no está destinada a grandes cosas. Y es así porque, sin importar cuánto lo intente, está destinada a ser una raza absurda, manipulable y horrorosa cuya único emblema es el absurdo. De ahí que, de todo lo que hasta el momento ha supuestamente logrado esta patética caterva de idiotas, lo que mayormente resalta entre todo el conglomerado de podredumbre es la verdadera naturaleza del ser: la execrable esencia humana. Y a cada paso, a cada giro de las manecillas de un reloj que suena como el suicidio, me cuestiono si en realidad hemos hecho lo correcto al habernos proclamado los amos de esta realidad de la cual no sabemos nada y ante cuya extrañeza enloqueceríamos inmediatamente si fuese posible apreciarla en su núcleo. Lo mejor es no involucrarse demasiado con las personas, los lugares y los momentos; porque cada uno de ellos se convertirá en una prisión más que se irá acumulando hasta que ya ni siquiera nos importe hacer intento alguno por ser libres, por trascender o por conocernos a nosotros mismos de una manera sincera cuyo único motor debería ser el amor.

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La Execrable Esencia Humana


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