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Manifiesto Pesimista 62

La habilidad de reproducción en la especie humana no es para nada una bendición ni nada divino; al contrario, debe tratarse de una calumnia de la peor calaña. Que estos títeres de la irrelevancia absoluta posean la trágica habilidad de procrear solo puedo haber sido ideado por el diablo mismo. Lo más vomitivo es cómo se ha incrustado en el imperfecto cerebro de las personas que precisamente este y no otro es su sentido en la vida: fornicar, reproducirse y formar una familia… Siento náuseas de solo concebirme a mí mismo en tal ciclo de miseria y absurdidad mediante el cual se han atrofiado la percepción y la consciencia. ¿Cómo es que la humanidad ha podido tragarse estos cuentos y muchos otros más? ¿Cómo es que el mundo ha proseguido como si nada y obedeciendo estas tonterías para sentirse realizada? Siempre creí que la humanidad era una absoluta estupidez y veo que no me equivoqué; pero va más allá incluso de lo que yo había colegido en un principio. Y actualmente me parece que se han superado todos los límites, tanto que no sé por qué no nos hemos extinguido todavía. En fin, lo único que me confiere un efímero consuelo es saber que mi estancia en este averno material será tan corta que estar feliz o triste termina por aburrirme en similar proporción. Para mí, siempre la existencia ha significado muy poca cosa; pues realmente siempre esperé más de ella, del resto y hasta de mí. Pero es imposible, no se puede buscar oro en un pantano. Hasta entonces, la muerte se me ha antojado muy misericordiosa para bestias inmundas y egoístas como nosotros. Mi único error fue haber nacido, pero lo corregiré en breve. Todo habrá terminado y yo ya no estaré aquí al amanecer; ¡finalmente todo, en verdad todo me será tremendamente indiferente al haber cruzado ese exquisito y sublime umbral! Mi tiempo se habrá esfumado, mi cuerpo se pudrirá y mi alma, espero, conocerá la verdadera libertad tan trastornada en este cuento insulso donde estuve atrapado durante tantos años.

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Nuestras patéticas mentes han sido adoctrinadas desde nuestro sórdido nacimiento para adaptarse a esta blasfema pseudorealidad donde estamos destinados a pudrirnos lentamente hasta la muerte. No obstante, somos tan ingenuos y torpes que hasta llegamos a pensar que somos libres, únicos y valiosos. No cabe duda de que la humanidad es una raza demasiado cómica y tan poco evolucionada que fácilmente cede ante sus más bestiales impulsos. ¿Quién la diseñó? ¿Quién ha sido el culpable de todo este conglomerado de miseria, estupidez y sinsentido? O ¿de verdad hemos surgido de la nada? ¿Fueron las bacterias y los procesos químicos los que convergieron en algo tan aberrante como el mono de la época actual? Muchas preguntas, cada vez más desconcertantes y sombríos; también cada vez menos respuestas y más silencio imponiéndose. Como si nuestra imaginación no fuera suficiente tortura, tenemos que conformarnos con vagas explicaciones y poco convincentes teorías. Parece, inclusive, que no importa hacia dónde dirijamos la mirada; el destino será el mismo, aunque intentemos evadirlo usando los más diversos mecanismos de inconsciente ignominia. No hay esperanza alguna para seres como nosotros, cuya intrascendencia parece conquistarlo todo y cuyo brillo parece apagarse por completo entre más intentamos luchar. Puede que ya ni siquiera haya algo por lo cual vivir, pero nos negamos a morir por vil necedad; por un irreprimible capricho de iniciar nuevamente lo que está hecho para esfumarse tan rápida y cruelmente.

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A veces, recomiendo a las personas que crean en alguno de los casi infinitos dioses inventados o en una religión cualquiera. No sé por qué lo hago, pero me sorprende cada vez más el saber lo diabólicamente fácil que es implantar una creencia de algo inexistente en una mente predispuesta a creer en cualquier estupidez que la prive de su libertad o que le haga olvidar su incesante búsqueda de la verdad. Probablemente, la esencia humana no puede comportarse de otro modo más que autoengañándose tanto como pueda con tal de despojarse de decisiones y responsabilidades que le conciernen solo a ella. Es decir, resulta demasiado desconsolador, para estos monos adoctrinados, reconocer que se hallan completamente a la deriva. Asimismo, es tan enloquecedor reconocer que ahora todo depende únicamente de nosotros y que proferir inútiles plegarias en un templo frente a un monigote “santificado” es solo un pasatiempo tan efectivo para matar el tiempo con una prostituta, embriagándose o en la ruleta. Y, en mi caso, prefiero estos últimos; por lo menos tengo más evidencia de su efectividad y me resultan mucho más sinceros. ¿Cómo podría confesarle mis pecados a un simple mortal que, como yo, no sabe qué hacer con su vida y que, ciertamente, puede que sea incluso más tonto de lo que yo podría suponer? Pero si para algunos esto significa la salvación, puedo entenderlo y respetarlo, aunque jamás aceptarlo como la verdad. Yo ya tengo mi propia verdad: mi vida, mi infierno, mi locura y, por supuesto, mi muerte.

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Gobiernos, religiones, dioses, demonios, corporaciones, empresas, redes sociales, noticieros, doctrinas, ideologías… Claro que todo esto es basura pura, manipulación sombría y putrefacto control de masas; y claro que es parte del gran problema. Sin embargo, no es todo esto en sí el problema principal; lo que sí lo es somos nosotros, esta raza de esclavos carnales que existimos sin ningún maldito sentido. No hemos hecho hasta ahora sino contaminar el planeta y extinguir a las especies. Y ¿para qué? ¿Qué se ha ganado de todo esto? ¿Qué ha hecho la humanidad que justifique su horrible existencia? ¿El arte, la literatura, la música? Todo esto no es sino accidental, suspiros en medio de la insondable oleada de sangre y destrucción en la que navegamos. Cuando menos lo pensamos, también nosotros hemos sido atrapados por el sistema; también nosotros contribuimos a su crecimiento y no nos importa si con ello masacramos nuestro espíritu. Precisamente de eso se trata, de olvidar que uno podría aspirar siempre a algo más divino que las entelequias aquí ofrecidas y los trágicos espejismos que tan bien nos raptan el alma. Nunca entenderé por qué existe este mundo ni mucho menos la humanidad; para mí todo esto ha sido, es y será por siempre un eterno error. Por supuesto, mi existencia también; y cada sonrisa será solo el preámbulo de una nueva agonía mucho más abrumadora y desesperante. La desesperanza es la única verdad, cualquier otra no hallará sino temporales seguidores y falsos profetas.

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Ciertamente, mientras exista la humanidad, jamás habrá tregua alguna con la paz y el amor. ¿Es que no pueden todos esos títeres de lo absurdo percatarse de esto? El problema somos nosotros, nuestra ignominia recalcitrante y nuestro funesto anhelo de poder y dinero. Somos criaturas horribles e imperfectas que, ocasionalmente, pueden proferir un eco bello y divino; pero que, la mayor parte del tiempo, existen en un estado de máxima miseria e irreal decadencia. Por fortuna o por desgracia, la gran mayoría de monos jamás podría percatarse de esto ni de muchas cosas más. Y quizás esto sea en sí un mecanismo de defensa de la mente o la existencia en un insulso intento por sobrevivir, por extender la barbarie de sufrimiento y aburrimiento más allá de lo imaginable. Las ilusiones de la pseudorealidad nos atrapan demasiado fácil, nos envuelven en su megalítica telaraña hasta que ya ni siquiera podemos mirarnos fuera de ella o vislumbrarnos atrapados en sus execrables redes. Entonces el engranaje ha cumplido su objetivo: adoctrinarnos para creer que somos auténticos y para anhelar, sobre todas las cosas, perpetuar nuestra aciaga y mísera pesadilla a la que llamamos erróneamente vida.

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Le llamaban cobarde a aquel hombre por haberse quitado la vida, pero tal vez era mejor hacer esto que seguir viviendo en la más absoluta ignominia y la más sórdida intrascendencia; tal y como ellos lo hacían: los miserables y patéticos monos quienes lamentablemente habitaban este plano nefando. Existir era algo horrible, algo sumamente espantoso y carente de cualquier sentido. ¿Por qué hacerlo? Si uno decidía en determinado momento, o si lo había querido desde siempre, extirparse de este sistema inicuo y ridículo, ¿quién o qué podría oponérsele? Si, de cualquier manera, nada ni nadie valían la pena; todo era más de lo mismo: un ciclo infernal del cual uno solo podía escapar mediante la sublime fragancia de la muerte. Resignarse a esto no era suficiente, había que ponerlo en práctica. Uno tenía que suicidarse tarde o temprano si quería ser consecuente con sus mandatos internos, si quería rebelarse definitivamente en contra de la putrefacta pseudorealidad que nos privaba de nuestra libertad y destrozaba nuestros anhelos más profundos hasta dejarnos huecos y maltrechos. Nuestro último recurso en esta guerra eterna era el encanto suicida, aunque casi siempre lo hiciéramos a un lado y prefiriéramos postergarlo sin razón. ¿Para qué existir? Mejor sería nunca haberlo hecho, mejor sería no seguir haciéndolo. Mas somos tan tontos y necios que nos colocamos nosotros mismos los funestos grilletes con cada día en que elegimos la vida por encima de la muerte. ¡Qué estúpida y repugnante es la naturaleza humana, incluyéndonos!

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Manifiesto Pesimista


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