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Obsesión Homicida 50

Un ínfimo periodo de divina soledad bastó para convencerme de que mi verdadero enemigo estaba en mi interior. Es decir, en el exterior había enemigos por doquier, pero todavía eran vencibles; mas aquella monstruosidad que habitaba y se alimentaba de mi putrefacto interior era a quien, sin importar cuánto luchase, jamás podría derrotar.

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Ultrajado y hundido retornaba el espíritu tras haber deambulado en el grotesco mundo humano; lamentándose casi al borde del suicidio imperecedero, pues la decepción y el asco en aquella existencia pestilente lo habían trastornado infinitamente. Las luces, no obstante, aún no dictaban el fin, sino que imploraban por un último acto donde la sangre y las lágrimas no terminaran hasta que el último vidente hubiese reencarnado lejos de este mundano teatro.

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Sé que él, aunque mortal y terriblemente humano, puede al menos darte lo que yo, por más que intente, nunca conseguiré: placer. Una ilusoria, pero sumamente efectiva sensación de delirante placer sexual; una elevada dosis de falsa felicidad a la que indudablemente tus sentidos se sentirán atraídos. ¿Qué más da entonces si me mato esta noche mientras tú alucinas entre sus brazos y recibes en tu interior el néctar de su humano amor?

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¡Cuán extrañamente satisfactorio y conmovedor fue haber estado enamorado, pues tuvo el mágico efecto de haberme hecho olvidar lo miserable y funesto que era vivir; aunque tan solo para luego trastornarme sin parangón y conducirme a la llave del último cielo: el suicidio que ya no puedo ni debo postergar!

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Para ella aquel beso fue solo uno más, absolutamente comparable a cualquier otro, tan común y corriente como besarse con un extraño en una noche de ebriedad recalcitrante. Sin embargo, para él ese beso fue, hasta su muerte, el más sublime susurro que el destino pudo haberle ofrecido, pues nunca más experimentó sensación análoga; jamás pudo amar ni sentir por alguien más lo que ella plasmó aquella lluviosa tarde de verano en lo más profundo de su melancólico corazón.

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El amor me había conducido hacia tu misteriosa boca, misma que enloquecía las más refulgentes supernovas en mi alma; aunque, por más que me resistiera y me refugiara en ella, sabía que el suicidio era mi inevitable destino. Ni tú ni nadie podía salvarme de sus fauces, porque en la cúspide de mi dolor era su esencia y ninguna otra la que purificaría mi inmarcesible agonía.

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Obsesión Homicida


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