Todo tipo de música, literatura, arte, ciencia, sabiduría, conocimiento, percepción y existencia humana han dejado de tener sentido para mí. ¿Qué resta, entonces, que todavía me impide el encanto suicida para orlar esta pésima ironía?
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Escribir, acaso, me mantenía con vida. Al menos era una oportunidad de expresar todo aquello por lo que infinidad de personas se sentirían ofendidas. Escribir lo hacía todo más fácil, más tergiversado. Y, cuando ya no pude hacerlo, me percaté desde hace cuánto tiempo ya estaba más que muerto.
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No quería vivir, pero tampoco estaba seguro de querer morir. Ciertamente, mi existencia ya jamás se podría eliminar, ni siquiera con la muerte. ¿Cómo lidiar con tan fúnebre circunstancia? ¿Cómo aceptar la inutilidad de esta vida humana que ahora, creo, es mía? Únicamente hubiese querido nunca haber existido, ¿por qué no tuve la oportunidad de haber elegido? Y, si lo hice, entonces yo mismo me condené al peor de todos los castigos.
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Entre las cosas que más me fastidiaban, además de respirar, estaba el hecho de tener que comer. Si tan solo mi energía fuese ilimitada, si no tuviese que verme atado por tan fútiles necesidades humanas. Por eso odiaba mi naturaleza, porque me sentía constituido de la manera en que exactamente jamás me hubiese gustado ser.
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Estoy harto de salir a las calles y tener ese trágico pensamiento de superioridad, pero es inevitable no tenerlo al percibir la ignorancia, estupidez y miseria de toda la humanidad. ¿Cómo evitar no ser superior a ellos cuando hacen precisamente todo lo que los hunde en la banalidad? Por más que lo intentase, imposible me resultaba no saber que yo, pese a mi frágil constitución, sería por siempre ajeno y mejor que esos humanos rebosantes de perdición.
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La única manera que se me ocurre para ayudar a alguien a hacer su existencia menos mísera es asesinándolo, cualquier otra vía está destinada al irremisible fracaso.
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Libro: Encanto Suicida