No conozco mayores absurdos que enamorarse, reproducirse o creer en algún dios. Y no entiendo la enfermiza y ridícula obsesión del ser por el dinero, el materialismo, el sexo y, sobre todo, por seguir viviendo tan miserablemente. ¿Por qué no matarse mejor? ¿Por qué no buscar en la muerte aquello que en la vida jamás podremos hallar: la verdad?
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Pero ¡qué ridículo fue haber pensado que la bestia dentro de mí había cesado y que la había dominado! Durante todos estos años simplemente me autoengañé como todos, parapétandome bajo múltiples máscaras y creencias implantadas. Ahora comprendo por qué mi corazón siempre se sacudía de dolor ante las explosiones más suicidas de amor y desesperación, pues jamás pude ser yo mismo sin correr el riesgo de ser encerrado en un manicomio o una prisión.
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Quizá sea un milagro que las personas sean estúpidas, pues, de otra manera, la humanidad nunca hubiera existido.
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Y, cuando al fin ya no pude reconocerme más a mí mismo, entendí que comenzaría el verdadero martirio: el de existir siendo plenamente consciente de que nada tendría nunca sentido y de que tendría que pasar el resto de mi vida soportándome y soportando al resto de la miserable raza humana.
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Después de que la sangre fue vertida en la copa del sublime despertar, vinieron las enseñanzas a reclamarme tan efímera elucubración, a consagrar todo mi sufrimiento existencial en una última catarsis: la de la autodestrucción más suicida.
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Desearle a alguien una larga vida es añorar la prolongación de un blasfemo sinsentido; mejor sería desearle, de la manera más inmediata y acertada posible, la muerte.
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Encanto Suicida