¿Qué sería de mí si no me mataba? ¿Acaso podría tornarse mi ser en un depravado incitador de la vileza humana? O ¿tal vez un impúdico gusano aparentando ser feliz en esta irónica falacia? Era sensato, pese a la estúpida opinión de los seres a mi alrededor, querer desistir tan pronto como fuera posible de esta quimérica y estúpida realidad.
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¿No es preferible arrepentirse de un error antes de agravarlo más o culminarlo? ¿No era una mejor opción cerrar este libro de la vida y arrojarlo muy lejos, allá donde jamás nunca nadie volviera a intentar abrirlo en ninguna era?
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Los seres más absurdos se aferran con una sordidez nauseabunda a la mentira en que existen, y aquellos quienes verdaderamente comprenden el martirio inmanente de las elucubraciones sublimes pierden toda esperanza en el estado actual y se tambalean entre la dulce y melódica sinfonía de la muerte.
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No debe sorprendernos que los patéticos habitantes de este triste mundo estén tan corrompidos y sean tan viles, que sus acciones y pensamientos carezcan de cualquier sentido y que, en su recalcitrante miseria e infinita ignorancia, se jacten de ser la creación de alguna entidad divina, pues ¡cuán cierto es que la más atroz banalidad no se percibe nunca como tal ni conoce su propia naturaleza!
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Lo que más me molestaba de estar supuestamente vivo era la execrable sensación de humanidad. Pasaba intensas jornadas cavilando sobre cuestiones abstrusas en extremo, quebrándome la cabeza con implacables acertijos. No obstante, al final de todo, sabía que estaba condenado por defecto; y que, entre más renegase de mi propia naturaleza, ruin y sin sentido, mayor sería el sacrilegio de continuar respirando.
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El deseo de no despertar aturdió mi ser y sacudió mi centro, se encargó de enloquecer este bello matiz regalado por la muerte.
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Encanto Suicida