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La Execrable Esencia Humana 14

Quedaba ya solo ese remedio para contrarrestar el tedioso pasaje del sinsentido que imperaba estando vivo: el suicidio sublime. Si no era su esencia la que me iba a cobijar por la noche, cuando las estrellas se disolviesen en el firmamento voraz de ensueños sangrientos, entonces mejor que nada viniera a perturbar mi absoluta soledad. ¿Qué más podría ya desear yo sino la muerte? ¿Qué otra cosa podría añorar sino abandonar mi forma humana y volar, cual halcón implacable, hacia las montañas donde la luz y las sombras forman el uno y el ninguno? En aquellos rincones de inaudita efervescencia donde las contradicciones y los eones se funden en un cósmico apocalipsis que salpica incluso a los más atolondrados, ahí es donde debo yo aterrizar y reposar por el resto de mi incomprensible e insustancial eternidad.

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Siempre amé a los suicidas; en especial, a los suicidas que se sumergían previamente en el halo de la desesperación. Me parecía tan sublime y hermoso lo que expresaban con su muerte que sentía cómo hasta la vida los miraba con envidia. ¡Qué exquisito manjar el abandonar todo esto para siempre! Nuestra inconsciencia debería ser nuestra espada, pero se torna en nuestra trampa. Y la consciencia, que debería iluminarnos, únicamente ensombrece aún más nuestra miseria. Ni la una ni la otra sirven en realidad al ser, pues ¿cómo podrían hacerlo cuando el ser tiene ya un único destino no sujeto a ninguna otra posibilidad? Es decir, el ser está hecho esencialmente para no-ser; para la muerte, en términos inmortales.

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Indudablemente el mundo hace, día con día, su mejor esfuerzo por irse al carajo; eso también hay que agradecerlo. Nosotros, a nuestro modo, contribuimos a ello consciente o inconscientemente. Somos sus prisioneros irremediables y, al mismo tiempo, sus destructores más tenaces. Cada vida, cada muerte, cada momento, cada lugar y cada pensamiento está y estará siempre englobado en un continuo ciclo de irrelevancia extrema y hastío descomunal. No importa lo que hagamos, el escapar no es una opción. Quizá solo la muerte pueda minimizar la incertidumbre y el caos; o, quizá, los torne en algo aún mucho peor. Tan limitado es lo que podemos saber y controlar que, ciertamente, reflexionar sobre estas cosas debería avergonzarnos un poco. Mas somos todavía muy humanos; y eso, aunque es una maldición, al mismo tiempo nos hace soñar con algo más avanzado, más divino y un poco menos contaminado por el inmundo pantano de lo común.

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Solo espero no volver a vivir nunca tras la muerte, ya que mientras estoy vivo es el único consuelo del que me sostengo. Es el deseo de muerte la raíz que me mantiene firme, y preso, en esta tierra cuya fertilidad ha muerto, irónicamente, hace tanto. Honestamente, ¿qué motivos tenemos para seguir ensuciándola? ¿A qué apuntamos más allá de sexo, dinero y efímero poder? ¿No es lo humano algo que debería haber sido superado o, mejor aún, aniquilado hace muchos lustros? Y el ilustre resplandor de la nada, ¿no debería él y solo él haber bañado esta tierra putrefacta una y otra vez hasta que no quedase ninguna duda de su mandato? Nos engañamos demasiado todavía, todavía somos fantásticos mentirosos en cuyos ilusos sermones solo se atisba una cosa: ego.

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¡Qué inutilidad fue la creación, en especial la humana…! Justo eso pensaba mientras veía personas que preferían mirar un televisor que leer un libro, aunque incluso hasta esto último era también parte de la pseudorealidad, pero al menos, suponía, en menor medida. ¡Qué me importaba a mí, en última instancia, todo esto! ¡Qué más daba si alguien mataba el tiempo en una biblioteca, en un bar o en un bosque! ¡Qué más daba si alguien pasaba la noche con una mujerzuela, con su esposa o en oración! Más y más de lo mismo; siempre el mismo viejo cuento gastado y dominado por el dinero y el poder. Y en el centro de toda esta absurda demencia nos hallábamos nosotros incrustados, esperando movernos hacia un lado o hacia otro, mas nunca con la posibilidad de alejarnos definitivamente o de siquiera concebir desviarnos un poco del nefando guion de nuestras ominosas y patéticas vidas.

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La naturaleza humana es fascinante… ¡Sí, fascinantemente estúpida y miserable! Alegremente alimentada con las más aciagas quimeras, arrodillada ante falsas esperanzas esparcidas por doctrinas de asnos y arañas demasiado astutas… Infinitamente complacida con los placeres más bajos y esclavizada por los impulsos más animales, mas nunca reflexiva o atenta a las cosas del espíritu verdadero. Una cosa y otra se complementaban: era como deslizarse en un tobogán donde se pasaba de un sufrimiento a otro, pero siempre sin saber por qué o para qué. Vanas promesas, sermones obsoletos y profecías risibles… ¡El circo del mono parlante, no obstante, debe continuar! Y, pese a todo, nosotros también seguimos en él. ¡Ay, hipocresía lamentable detrás de cada pintura colorida y cada suspiro exagerado!

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La Execrable Esencia Humana


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