Las reglas que se le han impuesto al ser no son las adecuadas para la libertad del espíritu y, por eso, lo mejor que puede hacerse es desobedecerlas una y otra vez, aunque ello implique la muerte. Preferible es matarse antes que someterse al control de algunos cuántos cuyos intereses han atrofiado la razón de los rebaños, convirtiendo a la humanidad en una masa de imbéciles sin remedio que no perciben más allá del dinero y el beneficio propio.
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Algunas veces mi insania llegaba a apoderarse por completo de mi cabeza y esos momentos eran los más sublimes de mi nauseabunda existencia, pues era cuando menos humano me sentía, cuando más lejos de mi sombra podía disociarme.
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La existencia del ser no tiene ningún sentido, no va hacia ninguna parte. Lo que me desconcierta es averiguar si su muerte es también sumamente superflua, al menos tanto como su vida.
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Varias noches de insomnio, una botella que embriaga mi percepción y tu inmarcesible recuerdo son todo lo que le queda a este loco, patético y pésimo soñador que aún cree amarte.
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Mi único error fue haberme obsesionado con lo que jamás podrías darme, haberte soñado en la manera en que nunca a mí podrías entregarte. Pero tal vez cuando mueras entonces, al fin, pueda cumplir tan voluptuosas y necrófagas pretensiones.
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Si te tuviera a ti, podría, con toda la felicidad humana asequible, destruir sádicamente este mundo y a sus infames habitantes. Si pudiera recuperar el aliento de vida que impregnaba tu cuerpo ahora descompuesto, tendría la voluntad de acabar con este error de proporciones megalíticas llamado humanidad.
Libro: Obsesión Homicida