Calumnias fluorescentes infestaban la mandíbula del sapiente roedor que, en mi pensamiento, se regocijaba para fundirse con tu ritmo; uno tan bonito y cuyos tintineos embelesaban las oquedades restantes en esta humanidad exangüe. Contradictorias corrientes se alborotaban para henchir mi corazón de tus suculentas y afrodisiacas palabras, de tus encantos refulgentes en que sonreía un futuro sombrío de muerte. Y, a todo esto, incluso ni siquiera tu nombre me molesté en dilucidar, pues no era importante lo físico en ti, sino tu magnificente interior, aquellas virtudes que opacaban cualquier filosofía con su destello multicolor. Las puertas que se abrían de par en par para recibirme y opacar toda la inmundicia de mi ser resultaban benignas sobremanera estando tan contaminado, tan embelesado con la vampírica decadencia de este mundo malsano donde estoy preso. La tempestad vuelve y esta vez no se detendrá hasta haber hecho añicos lo poco que me queda, hasta haberme descuartizado el alma.
Había sollozado lágrimas de sangre en el precipicio de los lamentos humanos, en aquella singularidad de miseria eterna. Y ¿qué eran estos imberbes caminantes sino solo piedras inmensas que obstruían tempestuosamente mi destino? ¿Qué significado tenía ya este mundo insulso si no concebía visualizarte en el más fulgurante estío? Eras tú a quien buscaba alcanzar pese a cargar con el signo del demonio, pese a mis limitaciones terrenales. Ni todos los fragmentos o poemas en tu honor podrían adormecer este calor estruendoso, este vocinglero y errante andar que en tu nombre encuentra su momento menos impío. Cansado y en absoluto sopor me sacudía de las viejas concepciones, pues sabía que el amor no existía entre los más ínfimos seres de este mundo corrompido. No obstante, a ti te he visualizado más pura y eternamente que cualquier mundana percepción de cualquier trivial sentimiento en esta caverna pestilente.
No tengo ninguna queja ni súplica que dirigir cuando el temible milagro acontezca para apretujarte lejos, emancipada de la lluvia sagrada que remojaría nuestros cuerpos. Únicamente espero resistir el final del ocaso, el maldito grito que toda esta soledad producirá bramando que permanezcas en la cumbre, que recuestes tus delicados pies a mi lado y que dormites mientras renace el que se fue hacia el ínterin. El recuerdo no lo quería, me espantaba su cercanía; lo que contigo quería era una existencia diferente, una relajante forma de atraer tu boca para complacer este cúmulo cromático de deseos en demasía provocativos. El frío de mi alma ha disminuido por cada beso que en mi maltrecha humanidad has depositado, por cada caricia que en mi tempestuosa esencia has garabateado. Te extraña demasiado mi alma y mi mente no deja de alucinar con tu perfecta y espiritual belleza, pero sé que estás ahora muy lejos de mí; en una realidad más allá de la vida y la muerte, en la tempestuosa nada.
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Anhelo Fulgurante