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El Color de la Nada 51

¿Acaso habría inconveniente alguno si esta noche colocase una preciosa bala en la pistola; colocara entonces el frío metal en mi cien y luego, con el más desbordante despliegue de raciocinio al que pueda ser capaz de llegar en mi infame humanidad, simplemente presionara el gatillo y pusiera punto final a mi vomitiva existencia? ¿No sería este acontecimiento algo demasiado hermoso y supremo como para que un conjunto de ineptos arrogantes pudieran comprenderlo mínimamente? ¡Cómo los detesto a todos ellos! Sobre todo, los detesto por ser tan hipócritas y estar tan sumamente autoengañados. Prefieren continuar respirando sin sentido antes que reconocer su incuantificable insustancialidad, antes que aceptar lo ridículo de todos sus esfuerzos por llamar la atención. Así, empero, han existido desde siempre; desde el ser de las cavernas hasta el ser moderno, todos siendo esclavos de su lúgubre miseria interna. Ahora se tiene mucha más tecnología, pero ¿de qué sirve? Estamos devastados por dentro, necesitados de algo que no se termine en cuanto comience. Necesitamos amarnos a nosotros mismos, primeramente; solo así obtendremos la fuerza para comenzar a despertar y vislumbrar los verdaderos ojos de Dios. Por desgracia, no creo que lo logremos. Más bien, parece que empeoraremos y que renunciaremos por completo al último rastro de posible sublimidad en nuestra alma. Nuestro destino está escrito, es solo cuestión de tiempo para que seamos consumidos en un apocalipsis que no tendrá fin y en el cual reconoceremos nuestra atroz inutilidad como símbolo de imperdonable decaimiento cósmico. Y quizá todavía exista posibilidad alguna de volver a intentarlo; después de todo, ¿podríamos no merecerla? ¿Podríamos solo desintegrarnos en el color de la nada y no retornar en la eternidad de nuestro lamentable murmullo de sangre y huesos?

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Sí, estoy de acuerdo con ello. Incluso pareciera que la vida, pese a todo, es un tragicómico milagro. Es decir, pareciera que alguien o algo hizo posible la vida al colocar las circunstancias específicas para que todo pudiera surgir y evolucionar del modo en que lo ha hecho… En mi caso, no sé si reflexionar así me produce más tranquilidad o desesperación. No sé qué sería peor: saber que somos un experimento, un accidente impío o sencillamente un mecanismo de diversión de alguna clase de entidad superior que se solaza con nuestro recalcitrante absurdismo. Todos los días los paso ya tirado en cama, sin deseos de levantarme. No hay nada que me inspire ni por lo que desee siquiera hacer a un lado las cobijas. Los malditos rayos del sol que se filtran por la ventana son lo único que me da un indicio de un nuevo amanecer, de otro día desperdiciado en mi embriagante tristeza. Esa es mi propia tragicomedia, el lóbrego pensamiento que me hace alucinar con desaparecer por completo. ¿Qué más da si la vida es o no algo casual y parte de un destino incomprensible? Para alguien como yo, esto no cambia nada. Allá fuera las personas seguirán matándose unas a otras, seguirá habiendo toda clase de crímenes y surgiendo todo tipo de conflictos. El problema del mono ha sido siempre ese: no puede vivir en paz; requiere necesariamente destruir a otros o, peor aún, a sí mismo. ¡Cuánto amor puro y sincero le hace falta a este mundo execrable! Amor propio, para empezar; luego, el resto sería cuestión de infinita compasión.

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Es curioso considerar la existencia como un constante juego de probabilidades. Es decir, siempre habrá al menos 50 % de probabilidad de que algo pase o no. Por ejemplo, el caso de la vida y la muerte es muy peculiar. Siempre existirá tan solo uno de los dos estados: son excluyentes. Si estamos vivos, no podemos estar muertos; y viceversa. Pero lo siniestro es que, considerando que solo fluctuamos entre estos 2 estados y que cada uno tiene una probabilidad de 50 % a cada momento, ¿cómo demonios es que siempre la vida se impone? Pareciera que, matemáticamente hablando, incluso la vida es una completa contradicción a toda lógica: es el suceso que más desafía al azar. Todo aquello que creemos es una sórdida contradicción, no lo es en realidad. Simplemente, nuestras mentes inferiores y limitada razón no nos permiten contemplar más allá de una perspectiva de la cual nos sostenemos dado nuestro impertérrito temor y cruenta cobardía ante lo desconocido. Solamente podemos colocarnos en un único punto de referencia y desde ahí proferir toda clase de juicios, reflexiones y sentencias. Esto es lo que define al mono, lo que siempre lo separará contundentemente de lo divino: la imposibilidad de ver más allá, de contemplarlo todo y no enloquecer en el proceso. Para esto, no obstante, se requiere alinearse con el principio y el final del infinito. Nosotros mismos nos apartamos del camino al cerrar la mente, al aferrarnos a una perspectiva y descartar todas las otras. Nuestra razón juega con nosotros, pues solo es útil en las cosas de esta realidad ilusoria y no en aquellas que pertenecen a una realidad superior. Tristemente, el mono parece contento con sus ideologías inferiores y limitadas; no parece haber algo que lo aliente a trascender y reconocer su inefable libertad. ¡Dejemos, pues, a esos ineptos ahogarse en su brutal ignorancia! ¡Que se vayan todos al diablo! De cualquier manera, su mundo está condenado y ellos, desde luego, también. No vale la pena intentar salvarlos, puesto que tienen un miedo cerval de adentrarse en el halo de la desesperación para purificarse por completo. No los culpo, sino que los compadezco: sus almas débiles y putrefactas no podrían soportar tales estados de avanzada e infernal autodestrucción física, mental y espiritual. Nacieron para la irrelevancia, son uno con ella; y morirán en ella una y otra vez por los siglos de los siglos.

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Sabes muy bien que te odio con una intensidad bestial; pero que, al mismo tiempo, eres el único ser en todo el mundo a quien podría amar con la misma intensidad. ¿Por qué es así? Ni siquiera yo lo sé, pues las emociones son algo realmente extraño y funesto. Empero, me gusta tanto la idea de amarte y odiarte a la vez; porque indudablemente eso significa que en verdad te amo con locura inaudita, ya que no podría amarte tanto si no te odiara tanto primero. Lo que tú me haces experimentar, estoy seguro, no es algo de este mundo; no podría encasillarlo en las interacciones tan comunes que experimento diariamente. Desde el instante en que te conocí aquella hermosa tarde de verano, sentí que algo en ti me atraía con violencia indescriptible; que había algo en tu esencia, algo místico y divino. Sí, había algo en ti que yo quería conocer, adorar y amar. Esa niña asustada coqueteando con la muerte y escapando de su agónica soledad mediante cualquier pasatiempo o compañía, pensando que acostarse con otro humano aliviaría su profundo dolor. Éramos dos almas perdidas, dos seres condenados al abismo donde yacen los sueños rotos y las ilusiones carcomidas. O al menos eso quise creer, de eso se llenó mi melancólica mirada cuando creyó ver en ti un ser digno de ser amado: un bello y deprimente ser más allá de lo humano.

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¿Quién soy yo? Esa simple pregunta basta para mantenernos entretenidos durante todo el transcurso de nuestra miserable y anodina existencia. Nunca conseguiremos responder tal interrogante, pero al menos nos divertiremos descubriendo todas las personalidades ficticias que nos inventamos y todas las máscaras que nos colocamos diariamente con tal de pretender que somos alguien. No tenemos la capacidad de amarnos a nosotros mismos ni de creer en nuestra capacidad de salvación propia; de ahí que nos hayamos inventado tan desesperadamente toda clase de doctrinas, cultos y supuestos dioses ante los cuales arrodillarnos y sentirnos esclavos por defecto. Así de ominosa es la esencia humana, no puede soportar su terrible libertad. Requiere siempre de un elemento externo, de un influjo anómalo que le brinde una falsa esperanza y que lo devuelva tan fantásticamente al sendero del autoengaño divino del cual es trágicamente adicto. Quizá sea así porque ya tan solo las más extrovertidas mentiras y delirios nos hacen sentir vivos, solo ellas hacen que nuestro atrofiado espíritu refulja temporalmente y salga de esa cueva de ignominia perenne en la cual nos pudrimos internamente cuanto más nos acercamos a la sublime catarsis de la muerte. Somos impostores de la realidad, marionetas del tiempo y obsesivos homicidas de todo aquello que pueda brindarnos una chispa de efímera luz en nuestra avasallante e infinita oscuridad.

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El Color de la Nada


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