La única pelea que se pierde realmente es la de abandonarse a sí mismo y despreciar la verdad personal para adoptar la estupidez y la insulsez que imperan en el común rebaño. Una vez que uno ha sido vencido por la pseudorealidad y ¡principalmente por uno mismo!, ya nada quedará por hacer o suplicar. Poco a poco nuestra alma se irá pudriendo al mismo tiempo que nuestra mente más y más se enganchará a las argucias del mundo. Todo lo que podemos hacer entonces es esperar… Aguardar impacientemente por el final de nuestra inmanente tortura, arrodillarnos ante la catarsis de destrucción que nos doblegará tarde o temprano y sentir como si nuestros esfuerzos del día a día fueran lo mismo que el vómito de un infame borracho.
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Para intentar un verdadero despertar lo primero que debe hacerse es eliminar las religiones, los gobiernos, las corporaciones, las ideologías implantadas, los bancos, el dinero, los sistemas educativos y, en general, todo lo que la humanidad cree como existencia. De ello, aunque no podrá dilucidarse la verdad, por lo menos sí que serán diluidas infinidad de falacias que actualmente se toman como axiomas para vivir. Y es que la vida misma, ¡cómo no!, es la madre de todos los espejismos habidos y por haber; es, ciertamente, la cuna de donde provienen todos nuestros sufrimientos, malos ratos y contradictorios silencios. Si no conociéramos lo que es la vida, no conoceríamos mentira más aguda y desgastante. Por desgracia, es demasiado tarde para delirar con esto; ahora más bien nuestro único deber es actuar como si estuviésemos cuerdos y contentos en una realidad diseñada para enloquecer y deprimir a cualquiera. ¡También nosotros mentimos demasiados a otros, también nosotros nos mentimos demasiado! ¡También nosotros sabemos cómo escondernos de la verdad y refugiarnos en las cloacas más funestas de nuestra pringosa naturaleza humana!
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Quisiera tener más la habilidad de destruir que la de crear; así al menos podría acabar con todos los malestares de la existencia humana… O sea, con esta misma y con todas las criaturas que tan repugnantemente han osado ensuciar la pureza del cielo cerúleo. No habrá compasión para esos desdichados del ayer, porque cada uno de sus tontos actos los conminará a un olvido del que nadie se molestará en sacarlos. Todas sus creaciones, sus ideologías y sus patrañas serán evaporadas con el relámpago cristalino; la espada atravesará sus vientres y la melodía del infierno causará estrépito en sus infectas consciencias. Mas será demasiado tarde, ya nadie subirá del abismo a salvarlos. ¡Oh, hermanos míos!, lamento que su extinción no pueda ni deba postergarse…
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La soledad y el silencio son los senderos del espíritu más elevado… Y, por eso, la mayor parte de la humanidad vive y muere en el sinsentido y las sombras. La humanidad ha estado condenada desde siempre, pero acaso hubo alguna vez un rayo de esperanza en toda esa caterva de podredumbre suprema y eterna devastación. Quizás en algún tiempo remoto sobremanera alguien tuvo la desdicha de creer que el ser podría rozar lo divino, aunque fuera solo temporalmente. Hoy esto es más que improbable; hoy ha quedado demostrado de manera fehaciente que el ser está acabado y que su existencia resulta un grotesco insulto a la naturaleza, la vida y el tiempo.
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Dejé de interesarme por la existencia cuando entendí lo banal y patético de cualquier logro o meta, pero pareciera que estos engaños funcionan majestuosamente en la repugnante esencia humana. Era de esperarse, supongo, que estos monos parlantes se entretuvieran perfectamente en su circo superfluo con todo tipo de absurdas actividades y ridículas creencias. No importa cuánto tratemos de abrir su cegados ojos, porque de antemano han decidido ser esclavos de la pseudorealidad y, peor aún, de sus propios impulsos. La terrible humanidad que impera en sus venas solo puede producirme náuseas y su patético carrusel descompuesto al que llaman vida me hace desternillarme casi con la misma risa con la que, a veces, creo reírme ante el coqueteo de la muerte.
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La Execrable Esencia Humana