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Encanto Suicida 26

Estaba seguro de que, al suicidarme, no tendría nada que perder… Todo lo que quedaba era tan solo el despampanante malestar de continuar viviendo en un mundo cuyas razones nunca comprendí; y en cuya infamia, triste y nauseabundamente, me perdí sin remedio. Mi otrora gran amor estaba muy lejos de mí ahora y no volvería a mí por nada del mundo; claramente aquello había muerto hace tanto, mas yo me aferraba, por alguna desconocida razón, a creer que algún día podría volver a rozar sus delirantes labios y a fundir mi nostalgia en el fulgor de su sibilina mirada. Era inextricable sobremanera seguir respirando sin tal ensueño, sin que me imaginase su silueta ensangrentada sobre mi cuerpo putrefacto; amalgamados en un paroxismo de terrible ironía, pero que nos hacía sentir vivos por un pestañeo de la eternidad inmaculada. ¡Oh, cómo es posible que mi corazón pueda romperte todavía más! Justo cuando creía que había alcanzado el límite, que había tocado el fondo de mi propio abismo… Pero no, todavía más insoportable agonía y funesta desesperación me aguardaba siniestramente en tanto no me decidiera a quitarme la vida de una vez por todas. ¡Qué horrible situación mía, totalmente obsesionado con tu partida y harto de cada uno de mis fúnebres desvaríos!

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Eso era lo que hacía cada tarde libre de la que disponía en este mundo absurdo y nefando: únicamente recostarme, poner mi mente en blanco y pensar en la inutilidad de mi atroz y humana existencia. Luego, tomaba el cuchillo y lo rozaba en mi garganta, pero sin éxito alguno. Siempre aguardando por algo, ¿por qué? ¿Qué caso tenía postergar ese bello momento final de desprendimiento inaudito? ¿Qué quedaba por reflexionar, sentir o cuestionar? ¿A dónde ir? ¿Con quién hablar? ¿Qué hacer? Todo era bestialmente indiferente, pero, al mismo tiempo, plagado de una nostalgia sin límites ni parangón. En aquellas cloacas de mi propia demencia me difuminaba lentamente y cada vez más; siempre más triste, solo y hastiado de mi vida y de los horribles monos que tanto me fastidiaban. Sí, eso era gran parte de mi desgracia: la humanidad, yo mismo… Si tan solo todos me dejaran en paz, si pudiera tan solo largarme muy lejos de aquí y no volver jamás. Algo así como comenzar una nueva existencia en algún desconocido universo o tangente realidad en la que nadie pudiera reconocerme, en la que nadie volviera a dirigirme la palabra. Solo ser yo, experimentarme en cada posible faceta y también en cada una de ellas aniquilarme implacable y tristemente.

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Antes toleraba la música, el arte y la literatura, aunque fuesen tan absurdamente humanas; ahora ya ni siquiera tolero estar en este cuerpo, ya ni siquiera puedo soportar la realidad un día más. ¡Oh, qué infernal desesperación me consume cada noche en que todavía evado el suicidio! A veces la realidad pareciera tornarse como un dulce ensueño de esquizofrénica naturaleza donde mensajes encriptados aparecen de manera cada vez más explícita y contundente… ¿Será que algo o alguien juega con mi mente? ¿Con qué fin se divierte a costa de mi frágil cordura? ¿Qué pretende sino enloquecerme? O quizá soy yo quien no ha advertido en su verdadera fragancia el mensaje que llega desde un umbral desconocido y todavía incomprensible para mi humana esencia… Esto va más allá de la razón, solo puede experimentarse desde el anhelo fulgurante que siente mi alma; que estalla como una colisión de estrellas dentro de mi verdadero yo. Y ahí, en esos recovecos de insania imposible de entender, es donde posiblemente se halla también mi verdad.

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En un mundo como este donde imperan la banalidad y la estupidez, es demasiado peligroso querer suicidarse para sentirse mínimamente más puro. Y, por eso, al humano se le implanta, desde el principio de su miserable existencia, el deplorable empecinamiento por vivir y preservar una especie tan insulsa como ignorante. No podría ser de otro modo, ciertamente; el mono debe vivir, aunque su vida sea una estupidez sin límites y una sucesiva tragicomedia de delirantes erratas. Aun así, el aferrarse a la vida se practica siempre y hasta se ensalza como una virtud; como algo que debe apreciarse… ¡Cuántas mentiras hemos absorbido durante todo este tiempo en que la humanidad ha peregrinado sin sentido alguno por este cosmos extraño y absurdo! Siempre obedeciendo lo impuesto, rechazando la duda y abrazando lo que ya es. Siempre creyendo que no podría ser de otra manera, que aquello que el poder en turno dicta debe seguirse al pie de la letra. Esta cárcel invisible está en cada uno de nosotros, perfectamente colocada sobre nuestras mentes y almas para que no cuestionemos y no intentemos ir más allá… ¿Porque entonces qué pasaría? ¿Qué acontecería si nos aproximamos demasiado a ese umbral del que hasta ahora hemos huido despavoridos y con una cobardía incomprensible? Quizá entonces podríamos comenzar a entender… Sí, a entender quiénes somos en realidad y cuánto de todo lo que creemos como axioma no es sino una triste y melancólica entelequia.

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Mantener relaciones sexuales y cobrar la quincena era todo lo que ocasionaba aquellos brotes de supuesta felicidad en los abundantes monos cuyas mentes adoctrinadas no percibían ni a causa de un milagro la miseria en la que se regocijaban. ¿Cómo esas pobres e involucionadas criaturas podrían percatarse de su innata inmundicia? Esa era una cuestión que acaso ni siquiera valiera la pena hacerse, porque en el planteamiento mismo se encerraba un absurdo de la peor calaña. Ante esto mejor era desternillarse o embriagarse; o mejor todavía buscar consuelo en los brazos de alguna extraña amante, de alguna mujer pública que sirviera temporalmente a nuestros propósitos… ¿De qué servía no hacerlo? ¿No podíamos nosotros, los filósofos-poetas del caos, perdernos también y alucinar con los vicios más repulsivos de la especie que tanto condenábamos? Aquello era algo horrible, aún más de lo normal. Lo era porque nosotros éramos conscientes de lo que hacíamos y de por qué; éramos tan terriblemente conscientes que eso mismo había terminado por dañarnos el juicio y enfermarnos el alma. ¡Oh, qué infelices éramos todos nosotros! Sí, todos aquellos que, como yo, ya no concebían ninguna otra felicidad que no fuera el encanto suicida.

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Acongojado y desesperanzado, me arrinconaba en la pocilga que voluntariamente había elegido para soportar lo miserable que era vivir. Comía poco y dormía menos, evitaba todo contacto con las personas por considerarlas irrelevantes e imbéciles. También había terminado toda relación afectiva y familiar; me parecía asqueroso salir a las calles. Me había desecho de cualquier posesión material y, en fin, apenas y se podía decir que sobrevivía… Y ¿para qué? Vivir o sobrevivir, ambas cosas eran parte de esta insustancial pseudorealidad. La tragedia estaba ya implícita en el mero hecho de tener que existir, porque, en efecto, la existencia no era otra cosa sino una execrable obligación. Para mí lo era y eso me atormentaba sobremanera; me arrojaba a laberintos de esquizofrenia incipiente y a cloacas de depresiva melancolía de los cuáles no podía escapar ileso. Siempre más harto, cansado y triste; la soledad venía a susurrarme que esperase, que el instante del quiebre aún no debía producirse. Y yo era obediente en este sentido, esperaba con paciencia desgastante; esperaba que pronto la muerte se hiciera presente, que coqueteara un poco conmigo y que me extrajera de este mundo horrible con uno solo de sus besos.

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Encanto Suicida


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