En fin, parece que hasta aquí llega la absurda treta de existir… Estoy tan cansado de soportar la blasfemia de ser humano, de estar preso en este mundo superfluo y malsano. El suicidio me ha encantado y yo debería apreciar la molestia que se ha tomado en haberme seducido a tal grado. Ya no puedo ni quiero mentirme por más tiempo, ¡ya no! Suficiente he tenido con la tragedia de mi horrible nacimiento como para añorar permanecer; y ¿para qué? ¿Con qué fin continuar existiendo en un mundo que detestas y donde bien sabes que nada podrías amar ni a nadie? ¿Cómo amar tan siquiera un poco todo lo humano? Si es digno solo de náusea, vómito y repugnancia; si tan ruin y abyecta criatura no puede ser, desde ninguna perspectiva, el diseño de ningún Dios cuerdo y sensato. ¡Oh, santo cielo! ¿Es que todavía habrá más sufrimiento para mí? ¿Qué me importan a mí la humanidad, el mundo y todos sus dolores? A mí ya solo me importa mi vida, mi tormento y mi muerte… Y, si no puede ser así, mejor que nada me importe entonces. Prefiero ahogarme en mis propias mentiras que en las del resto, que en las de la pseudorealidad, que en las tuyas. ¡Ay, se aproxima mi centelleante y hermoso ocaso! Y yo quiero ir hacia él con paso firme y sublime, quiero abrazar el suicidio como quien abraza al amor de su vida después de una eternidad sin haberse mirado ni siquiera una sola vez.
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Solo tu celestial boca, aunque ajena, podía hacerme retroceder en el momento culminante antes de dejarme caer en el sempiterno vacío de los sueños desfragmentados, de mi trágico anhelo suicida cuyo aroma siempre me cautivó inmensamente. Pero ¿hasta cuándo? ¿Por cuánto tiempo sería sostenible este calvario espiritual, este viacrucis de mis emociones siempre a punto de ser crucificadas y partidas en infinitas partes imposibles de volver a unir? ¡Que todo terminara ya, no debía continuar con esto! La vida me había ofendido y siempre se podía poner peor; así que debía matarme para probar mi auténtica y hermosa libertad contundentemente. Si no lo hacía, sería tristemente uno más de esos imbéciles monos quienes existen solo por mero y aciago impulso; esos quienes se revuelcan en su infame miseria y se atiborran de cuantos autoengaños resulte posible. Y ¡cómo los odio yo a todos ellos! ¡Qué fatal misantropía experimento cuando pienso siquiera un poco en lo estúpidos y patéticos que son! A la hoguera los mandaría yo a todos sin pensarlo dos veces; que su absurda humanidad arda hasta que no quede nada, ni siquiera cenizas o polvo. Es lo que merecen criaturas así: el exterminio absoluto de su execrable esencia, el cese definitivo de su estupidez divagante.
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Supongo que me llevaré un hermoso recuerdo tuyo: el de tus hermosos ojos reflejando el absurdo de mi existencia y la imposible continuación de un amor destinado a la agonía. Creo que eso me bastará para completar el ritual suicida tan indispensable para extinguir mi vomitiva humanidad de una vez por todas. Es ahora el momento del quiebre, es ahora cuando la caída definitiva se deberá producir y conducirme, sublimemente, a los abismos de la muerte que por tanto tiempo he añorado en mi imperante tristeza. Cada anochecer solo lágrimas, sangre escurriendo de mis muñecas abiertas y un inefable sentimiento de náusea hacia todo aquello que no tenga que ver conmigo; hacia todo aquello que se define como lo exterior y sus réplicas de putrefacción insolente. Dejarse llevar por la dulce fragancia del encanto suicida es mi único destino posible, el único en el que quiero aterrizar mediante el caos y la locura. En sus brazos quiero estrellarme y en sus alas reflejar la angustia que tantas veces atrofió mi bienestar; uno ilusorio, por supuesto, puesto que, sin importar lo que aconteciera, yo ya siempre estaba triste, solo y melancólico.
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Lo que necesitaban las personas para sentirse felices en una realidad tan banal y pestilente como esta era vencerse a sí mismos; lo cual implicaba una absoluta renuncia a la individualidad, la espiritualidad y todo aquello inmanente al ser. En cambio, la mentira, la hipocresía y la identificación con el rebaño eran conductas altamente deseables e indispensables para la felicidad moderna en el mundo más miserable alguna vez imaginado y que, en su estupidez y trivialidad, creía ser el resultado definitivo de la evolución. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo? ¿Acaso esta estúpida realidad era la culminación de eones desde el supuesto origen de todo cuanto ahora es? ¡Qué nauseabundo era concebir que la actualidad y los seres que en ella se solazaban eran lo último a lo que se podía aspirar! ¡El mono debía ser aniquilado! ¿Quién se oponía a esto? Únicamente los más aberrantes e idiotas de todos los títeres, así como aquellos que los adoctrinaban y dominaban desde las más recalcitrantes sombras. Me abrumaba demasiado concebir un sentido para tal tontería, para algo que, a lo más, parecía ser solo una broma cósmica. Las travesuras del azar tenían ya bastante para cuestionarse si el tal azar no era más bien algo con voluntad propia; ¿qué haríamos entonces al respecto? ¿Jugaríamos nosotros también a los dados? ¿Existían todavía siquiera dados qué lanzar en el infernal y trágico vacío en que nos suspendíamos tan absurdamente?
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Nada tenía que hacer aquel poeta de mirada perdida en una humanidad corrompida por la trivialidad, el sexo, el materialismo y, sobre todo, el dinero. ¡Pobre desdichado que pasaba los días melancólico y poético, aspirando a la inefable esencia de la muerte para escapar de esta pesadilla de estupidez absoluta! Ya nada servía como antídoto por un largo tiempo, puesto que la miseria siempre volvería y terminaría por imponerse ante mi efímero e insulso bienestar. ¡Yo, después de todo, ya no podía estar bien desde ninguna perspectiva! La anomalía de la existencia y todas sus ramificaciones aciagas habían hecho estragos con mi espíritu atolondrado y marchito; ¡lo único que me quedaba era la muerte, en verdad que sí! Resultaba una burla siquiera aguardar por algo de esperanza, por algo que pudiera cambiar un poco el nefando panorama de mi naufragio sempiterno. No había ya salvación alguna para los seres como yo, para los poetas-filósofos del caos quienes habían vomitado cada una de las falacias indispensables para ceñirse al espejismo central del que provenían todas las ilusiones de la todopoderosa pseudorealidad. Y este proceso, por lo demás, resultaba irreversible; ¡nada en adelante podría ya arreglar lo irreparable! Y es que no había nada qué arreglar: el mundo estaba terriblemente podrido y bestialmente descuartizado; nosotros simplemente buscábamos desprendernos de sus redes de la manera más divina posible y, desde luego, en el menor tiempo posible.
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Ser demasiado ignorante resultaba imprescindible si se quería ser feliz en este mundo aciago. Luchar por bagatelas y seguir los ideales impuestos por otros también formaba parte del adoctrinamiento indispensable. Y, sin embargo, la verdadera razón por la cual la supuesta felicidad era humanamente asequible se hallaba en la condición natural del ser: autoengañarse tanto como fuera posible con cualquier estupidez fácilmente creíble y, partiendo de esto, ser tan miserablemente feliz como se pudiera. Quien ya no quisiera mentiras, quien no quisiera ya abrazar los espejismos anómalos de la vida, ese tendría que someterse a un proceso de destrucción interna y emocional que podría incluso acabar con su cordura y su espíritu. Mis opciones se habían todas terminado del modo más increíble y absurdo, pero así era siempre: la ironía y la irrelevancia parecían compenetrarse fabulosamente y conquistar cada recoveco en el interior. ¿Qué hacer? El drama parecía no tener final, al menos no en el corto plazo. Sí, el umbral de la máxima incertidumbre permanecía siempre abierto; se podía uno arrojar en él como un pececillo a un arroyo indecente de frescor exquisito… Pero entonces ¿qué más? La existencia siempre me supo a tan poco, siempre me pareció tan aburrida y poco convincente; quizá por ello mi sufrimiento parecía no tener límites y la congoja de mi corazón parecía ser aún más inmensa que el asco que sentía hacia mis ominosos semejantes. ¡Estaba loco yo, pero no había cura alguna! La enfermedad en sí misma se hallaba implícita en el tiempo, aunque yo era su esclavo irremediable y lo sería hasta que decidiera abandonar esta prisión carnal en la que había sido conminado a divagar funestamente y quién sabe por qué misteriosos motivos.
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Encanto Suicida