Lo que por ti sentí ese día que te conocí superó cualquier cosa experimentada hasta entonces, pues tú me hiciste creer, por unos instantes, que valía la pena luchar y seguir viviendo. Lamentablemente, el tiempo me mostró la cruda realidad y tus palabras se esfumaron sin dejar rastro alguno. Luego, tú te marchaste y yo, viéndome en tales condiciones, no tuve otra opción sino quitarme la vida.
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Y, cuando tu mano rozó a la mía, supe qué era lo quería para siempre: hundirme en la inmarcesible hermosura de tu boca y en la sibilina melancolía de tu mirada.
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Enamorarse es lo más cercano a la constante idea del suicidio, pues le confiere un exquisito toque de emoción y sentimiento a la tediosa senda de la vida donde tan asquerosamente nos hemos resignado a divagar sin rumbo. Aunque tal condición solo dure un efímero periodo, es al menos lo suficientemente poderosa como para que nos acordemos de ella el resto de nuestras patéticas vidas.
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Al final, tú no eres la culpable de nada, sino yo… Sí, pues yo fui quien se enamoró del etéreo almizcle que reverbera en el ápice de tu sublime y espiritual encanto. Fui yo el pobre tonto que se enamoró tan perdida y obsesivamente de ti cuando tú ya solo pensabas en la muerte.
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Cuando te veo, te anhelo y más me enamoro de tu silueta centelleante. Cuando no te veo, sufro y me retuerzo al saber que a otro más tu cuerpo ya entregaste. Pero así es como elegí amarte yo, sabiendo de antemano que no sería cada noche el huésped de tus sensuales aposentos.
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Te amé tanto que me sentí sumamente dichoso de no haberte arruinado la vida aferrándome a estar contigo cuando tu corazón ya por mí no palpitaba. Ahora, aunque sé que jamás podré olvidarte, no tengo otra opción sino soñar con tu sonrisa y pretender que la realidad es menos real que mis sueños.
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Amor Delirante