Sin comprensión en el mundo humano, aislado y ajeno a todo lo que se considera deseable, el ser puede ahogarse terriblemente en sí mismo hasta no hallar ningún camino qué seguir, hasta quedar tremendamente hastiado de existir. Tal condición se ilustra con la inmanente angustia en el alma atormentada por reflexiones inquietantes acerca de la vida, la muerte y los sentimientos que se mezclan en el lienzo del silencio más enloquecedor… Y, una vez habiendo alcanzado dicho estado, en verdad creo que nada ni nadie podrá ayudarnos. Mucho menos nadie bajará de ningún reino en las alturas para proporcionarnos salvación alguna, puesto que la auténtica pregunta sería ¿de qué nos salvaría? ¿De nosotros mismos acaso? ¿Del infame cúmulo de marionetas repugnantes de las que tristemente nos hemos rodeado en un frenético intento por evadir nuestra recalcitrante soledad? ¿No es la soledad, de hecho, el estado donde más nos aproximamos a la verdad? Quizá por eso huimos de ella con fatal ignorancia, porque somos adicto a la mentira y al placer más efímero. ¡Ay! ¡Qué humanos suenan nuestros funestos cánticos todavía! Todavía no estamos listos para sonreírle a la muerte como ella nos sonríe a nosotros: con una siniestra dulzura que embriaga la mente y el alma. Continuamos imbuidos de una gran falsa esperanza, creyendo que algo o alguien de este plano execrable significará algo más que tiempo perdido o memorias fragmentadas por la nostalgia del pasado ensangrentado… ¡Qué ilusos somos! ¡Cuánta banalidad fluye todavía por nuestras venas putrefactas! No sé cómo podemos mirarnos en el espejo y soportarnos, no sé cómo es que podemos seguir existiendo sin experimentar un brutal deseo de matarnos a cada segundo.
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Las respuestas que tanto he buscado probablemente ni siquiera se hallen en esta fútil existencia donde tan desesperante me es intentar ser yo a cada maldito momento y donde, bien lo sé, nunca podré ser yo mismo mientras no me entregue a la frenética catarsis del suicidio. Todo lo que aquí he conocido me ha parecido totalmente insuficiente y todos con quienes por desgracia me he relacionado me han parecido viles títeres sumamente adoctrinados. ¿A dónde podré escapar ahora? ¿Queda algún lugar en donde pueda desangrarme hasta el lúgubre amanecer y no volver a existir jamás? Quizá más allá de las montañas oníricas en las cuales he atisbado al fénix desgarrar el firmamento y al monje conspicuo proferir los sermones divinos. Yo quiero ir hacia allá, quiero desfragmentarme en un cerúleo fulgor de proporciones incuantificables que no me permita ya volver a mi naturaleza humana e irrelevante. Estoy enfermo de terrenal melancolía, de locura inmortal. Lo que necesito se encuentra muy lejos de mí, en un plano tangente al que todavía no puedo acceder. ¿Podré alguna vez? ¿Podrá el tiempo dejar de serme tan indispensable y diluirse tras la metamorfosis sublime? Alucino contigo todavía, en especial en los anocheceres donde las voces del otro lado no se tornan más fuertes que mis anhelos de muerte y destrucción. ¡Ay! A veces hasta creo todavía que son tus manos, tus alas y tus labios los que me acompañan hacia la inefable vorágine donde la luz y la oscuridad se unifican en los ojos de Dios.
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¿Qué era mi insana desesperación en esta absurda y cruenta existencia? Solamente un ridículo malestar provocado por cavilaciones inconexas e irreales, por paradojas en las que yo mismo me había enfrascado sin sentido alguno. Bastaba, acaso, de unos momentos con la botella para aquietarme un poco; aunque ningún medio parecía de esta humanidad arrancarme definitivamente… No, sí había uno; pero uno de cuya gloriosa palabra aún no era profeta: la sublime muerte y su resplandeciente sonrisa. Hacia ella quería dirigirme y solo entre sus brazos desvanecerme; quería conocer a Dios en uno de sus tantos encuentros suicidas y desvaríos oníricos… ¡Era yo aún demasiado humano, bien lo sabía! ¿Qué opciones tenía? Acaso solo embriagarme sin parangón o creer que todo estaría bien… No sé cuál de las dos era más estúpida, aunque quizá ya ni siquiera importaba saberlo. El silencio era la mayor sabiduría a la que podía aspirar, ya que cualquier otra cosa había resultado insulsa sobremanera. Mis lamentos de amargura no serían escuchados por nadie y mi tristeza terminaría por imponerse en el lluvioso verano de mi deprimente melancolía; asimismo, no tendría ya la voluntad para enfrentar un nuevo invierno donde la divagante sombra de mi sempiterna soledad sería mi única compañía. Probablemente, esto y no otra cosa era lo más sincero que podía alcanzar un simple mortal; al menos uno que, como yo, había rechazado constantemente las ilusiones de la pseudorealidad y había preferido hundirse en su aciaga tragedia. ¿Qué quedaba entonces? ¿Por qué no suicidarse? Creo que nunca tuve razones para no hacerlo, pero ahora menos que antes las tenía… Todo en mi vida había sido solamente como un dulce ensueño de oscura fantasía, uno del cual tan solo la muerte me salvaría.
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Todo era tan decadente, banal y tedioso que me resultaba ya indiferente estar vivo o muerto; para mí, ambas cosas eran ya lo mismo. El único motivo que me hacía despertar en esta horripilante pseudorealidad era imaginar que, por la noche, al fin tendría lugar la completa extinción de la asquerosa humanidad; incluyendo la mía, desde luego. Sobre todo, era yo quien necesitaba largarse de este mundo funesto a la brevedad posible… Ultimadamente, si el mundo y la humanidad querían, que siguieran existiendo miserablemente por la sagrada eternidad. Mientras yo no formase ya parte de ellos, ¿qué más me daba? Pero no, mi tragedia había sido mi execrable nacimiento; con ello se dio inicio a un tormento que quizá solo el encanto suicida podría mitigar de modo definitivo. Si tan solo yo existiese desde otra perspectiva que fuera un poco menos terrenal, que no tuviese que ver con lo orgánico. ¡Cómo me enfermaba este repugnante sistema y todos los sombríos mecanismos que usaba para atraparnos cada día más en sus deprimentes garras! Sentía en mi interior un irrefrenable deseo de vomitarlo todo, de destruirme por completo y sin que hubiese posibilidad alguna de volver a mí… La agonía de ser me había arropado durante todos estos años y ni siquiera era que estuviese mal en sí, sino que buscaba algo más. ¿Qué era eso que mi alma requería para estar tranquila? ¿Era Dios? ¿Era amor? ¿Era encontrarme? Nunca lo sabría, nunca tendría forma de averiguarlo; acaso solo podría atisbarlo cuando ya fuera demasiado tarde, cuando estuviese ya ahogándome en mi propia sangre y desgarrando mi putrefacta carne en un alarido de cósmico ensimismamiento.
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Perfección: principio de lo eterno y convergencia de lo infinito… Quizás algo imposible de alcanzar para la corrompida humanidad que se ha contaminado demasiado de la pseudorealidad desde el origen del todo, que se ha hundido en su propia obsesión por lo menos importante. Sexo, dinero y poder es lo que todos los ilusos buscan con infame desesperación en el mundo moderno; sin sospechar que sus consciencias se hallan adormecidas y sus almas sucumben en una espiral demente de anodina putrefacción. ¿Qué es la existencia del mono parlante sino la más insensata de todas las desgracias divinas? Inclusive, de divino hasta podríamos decir que no tiene nada; que se trata, en todo caso, de una grotesca alucinación de alguna entidad aburrida o deprimida en su eviterno y solitario reino. La supremacía con la que el tiempo nos oprime es, por otro lado, algo contra lo que nadie debería luchar prolongadamente. ¿Qué se obtendría de ello? ¿Encontraríamos amor al final de nuestro sombrío y deplorable viaje? Es algo que todavía está por verse, que yace indefinido en las catacumbas donde nuestro resplandor se ahoga en un carcomido grito de incesante auxilio. ¡Oh! Ya no es posible deshacer todos nuestros errores, puesto que las limitaciones de nuestra execrable naturaleza han predeterminado la culpa como único subterfugio del azar. Pero ¿el destino es algo cierto o solamente otro espejismo más? Acaso otro autoengaño de nuestra trastornada mente que no puede sencillamente aceptar «lo que es» sin divagar a cada momento con «lo que podría ser». Nos fascina imbuirnos en todo tipo de delirios y actividades, todo con la falsa esperanza de que algo o alguien pueda rescatarnos de nosotros mismos y de nuestra insoslayable repugnancia inmanente. ¿Qué es el ser sino un bufón del tiempo y una marioneta del azar? ¿Qué es nuestra infinita tristeza sino un insignificante eco silenciado atrozmente por la ausencia de respuestas en el caos supremo? Me pregunto si todavía tenemos la voluntad de volver a creer o si ya hemos muerto tantas veces en el interior que no queda en nosotros ni una sola chispa de luz que pueda recordarnos quienes somos o para qué estamos aquí. Huimos de nuestra soledad con infernal melancolía, sin sospechar que tal vez solo ella y nadie más estará con nosotros hasta el día de nuestro hermoso (y más que indispensable) funeral. No somos nada, nunca descubriremos nada y quizás el amor de nada puede servir para frágiles criaturas como nosotros que han sido conminadas a la más insondable incertidumbre existencial desde el comienzo.
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Encanto Suicida