Lo esencial era morir, resultaba más que indispensable. Era una necesidad, una obligación, algo sagrado en mi sino. La maldita realidad ya no era tolerable, pues todo era un asco, una estupidez, una vil ignominia. Este mundo estaba podrido y sus habitantes estaban acabados. Era menester desprenderse de este falso traje y elevar lo menos humano hacia un nuevo mundo, uno más puro. Todas las oraciones serían aclamadas por los demonios en el éxtasis del nuevo apocalipsis, cuando las serpientes de tres cabezas devoraran a los últimos insensatos, a esos que creían con absurda credulidad que el ser era algo mínimamente deseable. Pero no, no habría más escapatorias ni embustes, sino que el rayo divino vendría para empaparlo todo con la luz de la eterna devastación. Y cualquier omisión de los preceptos sería castigada con las peores torturas, casi tan atroces como la existencia en esta malsana dimensión. No habría compasión para las criaturas terrenales, solo extinción.
¡Cómo añoraba morir! Todos esos días divagando en el pantano de la sangre más pura, recorriendo los toboganes multicolor donde surgían anémonas que se entrometían en mi espíritu. Y entonces creía al final haberme librado de todo, haber despertado de una pesadilla llamada vida en la que jamás quise permanecer. El sufrimiento, sin embargo, era lo único verdadero. Sí, ese maldito sufrimiento que experimentaba al saberme aún vivo, al no reconocerme como una forma carnal más de este sistema vomitivo, al no aceptar que mi naturaleza estaba ya conminada a la decadencia y la banalidad. Quizá sería más adecuado unirme a ellos y volver a sembrar la ignorancia que confiere la humana felicidad. Tal vez todo terminaría más pronto de lo que imaginaba. Sí, y entonces al fin llegaría el desprendimiento del yo; el quiebre de los últimos restos de sensatez que quedaban en mi putrefacta alma. Las trompetas de aquel cielo rojo anunciaban ya la caída, el fin llegaba.
¿Por qué debería permanecer en este mundo? ¿Qué sentido tenía realizar el más mínimo esfuerzo? ¿Acaso alguna vez sería recompensado por un buen acto o castigado por uno malo? ¿A dónde iba a parar toda la vorágine de sucesos atemporales en los que se podía desfragmentar mi absurda existencia? ¡Qué extraño era ser yo cuando me adentraba en el verde de sus ojos! Y también era peculiar soñar con sus cabellos rozándome para suplicarle perdón. Pero ya no había nada, quizá nunca lo hubo y tan solo me autoengañé como cualquier otra estúpida marioneta del azar. ¡Cómo sea, da igual! El suicidio espera ansiosamente que esta noche mi decisión sea absoluta y que todo se desfragmente de una buena vez. Ya no quiero postergarlo más, ya no tiene ningún caso realizar alguna otra insulsa reflexión, ni tampoco fingir que obtengo alguna especie de regocijo. Y es así porque, simple y sencillamente, estoy harto de todo, de todos y de mí, sobre todo.
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Caótico Enloquecer