No existe, a mi parecer, nada más ridículo y nauseabundo que el humano deseo de vivir y de hacer vivir a otros.
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Y es que tan solo la muerte significaba aún algo para un pobre idiota trastornado como yo, ya que todas las demás cosas de la vida me sabían a muy poco o a nada. Todos los placeres, tanto sublimes como ignominiosos, habían terminado por asquearme demasiado pronto. Todos los vicios me aburrían y todas las creencias me parecían sumamente estúpidas. Pero así era, quizá, la existencia misma en este absurdo plano de miseria infinita donde yo había sido, por causas misteriosas, conminado a pasar un ínfimo periodo que cada vez me parecía más una vomitiva eternidad.
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La agonía, la tristeza y la desesperación de existir eran sensaciones ya muy comunes que conocía demasiado bien, pues las experimentaba diariamente y cada vez en grados mayores. La muerte, lo sabía con toda certeza, era mi único objetivo ya. Y el suicidio, ese manjar que postergaba cada día en vano, era mi único aliado en contra de la vida, de la humanidad y, sobre todo, de mí mismo.
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¡Qué abrumador resulta saber que, hagamos lo que hagamos, jamás podremos saber del todo quiénes somos en realidad, por qué estamos aquí y si existe algo más después de esta blasfema existencia humana! Tales cuestiones y más me atormentan siempre, pero nunca hay respuesta alguna; ninguna sino tan solo un silencio mortal y una imperante incertidumbre suicida.
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No le temo a la muerte en absoluto; por el contrario, la añoro con toda mi alma. Es más, podría experimentar una segunda, tercera o cuarta muerte; podría morir miles de millones de veces hasta llegar a un estado de muerte infinita. A lo que sí le temo es al concepto opuesto, y vaya que le temo demasiado; es decir, a un estado de vida infinita.
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El Color de la Nada