Nada ni nadie vale la pena dado que ni siquiera existir vale algo. Y, por ello, no vale la pena aferrarse a cosas, personas, situaciones, momentos o lo que sea, puesto que todo se desvanecerá en un tiempo ridículamente corto y no será recordado jamás. Nosotros mismos inclusive seremos polvo en menos de lo que pensamos, así que ni siquiera vale la pena intentar ser uno mismo tampoco.
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Prolongar la existencia es prolongar un error que, para empezar, jamás debió haber ocurrido. La inexistencia más bien es lo que debería imperar, pero el sinsentido lo ha impregnado todo con su execrable esencia.
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Constantemente, me cuestiono si es normal que cada día soportamos menos a las personas hasta el punto de desear su inexistencia. Creo que sí, puesto que solo son títeres de carne y hueso destinados a cumplir con el vomitivo ciclo de su miserable vida: nacer, crecer, reproducirse y, por fortuna, morir.
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La verdad es que nadie se interesa por nadie de manera sincera. Lo único que buscamos como especie es el beneficio propio; satisfacer nuestras necesidades emocionales, sexuales, económicas o de la índole que sea a costa de quien sea. Luego, una vez habiendo visto cumplidas nuestras demandas, podemos prescindir durante un largo tiempo de aquel o aquello que nos lo proporcionó. Tal es la naturaleza del ser, así de recalcitrante es su egoísmo y nada se puede hacer para cambiarlo. Así pues, debemos siempre dudar cuando alguien aparenta tener buenas intenciones hacia nosotros, pues seguramente es un hipócrita o un idiota.
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Existe una terrible enfermedad de la que los médicos y los terapeutas casi no hablan. Una para la que todavía no se ha inventado medicamento efectivo y tampoco veo que busque tratarse ni mucho menos curarse. Y, sin embargo, esta silenciosa enfermedad es la que más nos somete y socava, pero no solo físicamente, sino sobre todo mental y espiritualmente (si es que acaso existe tal cosa como el espíritu). El nombre de esta trágica, absurda e implacable enfermedad no es otro sino cotidianidad.
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Infinito Malestar
