Capítulo IV (EIGS)

Yo escuchaba a Mandreriz atentamente, prestaba especial atención a la forma tan incisiva en que atacaba la supuesta mediocridad del mundo. Me parecía que sus palabras estaban preñadas de una certeza indiscutible, pero que, de algún modo, me negaba a aceptar. Quizás era cierto que se nos educaba para no cuestionarnos cosas, para no levantar la voz y aceptar lo que estaba ya inculcado. No obstante, ¿cómo librarse de todo ello? ¿Cómo renunciar a lo que se era sin haberlo deseado, sin haber querido tal destino? Tantas sensaciones mezcladas me anonadaban. Terminaba como un imbécil, tratando de evitar el llanto y queriendo liberar eso que cada vez sentía más imposible de contener. Luego escuché a Mandreriz, quien retomó su discurso:

–Seguramente te enamorarás como un idiota, pareces tener mucha curiosidad por ello. Yo tampoco he estado enamorado, pero sospecho que debe ser horrible. No podría imaginarme a mí mismo perdiéndome por alguien. ¿Sabías que realmente uno nunca sabe cuándo está enamorado? Es como viajar a un país donde todo mundo sabe que somos extranjeros, excepto nosotros. Dicen que es lo mejor que puede pasarle a uno, eso y la muerte. Te digo esto no porque esté tomado, sino porque creo que tienes una gran carga de sentimientos. Natzi es solo un peldaño, otro ser cuya existencia tú has hecho posible al igual que la mía. Puedo decirte que vendrán más del mismo lugar, tú deberás lidiar con ello. En poco tiempo tu prueba comenzará, yo lo sé. Ciertamente, el amor sí es como la muerte, pero una que no te mata, ¡qué estupidez! Es curioso que tal agonía no pueda depender de nosotros, que llegue tan vorazmente y destruya nuestro mundo, que lo reconstruya y lo adorne todo. Sin embargo, se va y nos deja peor, sin absolutamente nada, en ruina total, endeudados con un mundo ficticio y con una tristeza inverosímil. Por eso no debe enamorarse uno, pues el amor siempre se termina, se muere agónicamente y se lleva lo mejor de nosotros. Y ¡qué paradójico que sea lo mejor que nos pasa a los humanos en nuestras vidas! ¡Qué triste es la existencia! ¡Qué asco siento hacia este mundo donde el amor es todo lo que tenemos! ¡Quiero matar al amor y que jamás nadie vuelva a enamorarse!

Mandreriz se levantó y afirmó que ya era hora de que regresar a casa. Ni siquiera me dio tiempo para responder a su perorata. Me dejó adrede ahí, abandonado en un lugar donde sentía náuseas de estar, donde quería enamorarme por tratar de experimentar esa sensación de estar muerto. Ahora todo estaba más claro, por eso lo anhelaba. ¡Yo quería morir para ser libre, pero era imposible! Entonces solo quedaba eso, intentar vivir quemándome al máximo, explotando vorazmente, y solo aquella sensación podía brindármelo. Pero Natzi me parecía imposible de adorar, ni siquiera era digna de querer. Gulphil volvió en esos momentos, al parecer había reñido con su novia de nuevo, pues su disgusto era notorio.

–Entonces ¿te quedarás otro rato? –inquirió Gulphil a punto de irse, lucía mal.

–Sí, creo que sí –asentí dubitativo.

Realmente no sé qué clase de impulso hizo que tomara aquella decisión. ¡Qué clase de locura estaba a punto de cometer! ¡Jamás había pasado una noche fuera de casa! Y ahora lo hacía de la forma más absurda posible, en un lugar que me producía náuseas y con una cualquiera. ¡Qué remedio, qué hombre tan imbécil me sentí cuando decidí que me quedaría ahí! Todos partieron, no sin que antes Gulphil me permitiera llamar a mamá para informarle que no llegaría a casa, que la pasaría con un amigo donde podría dormir cómodamente. Tras esto, Natzi se sentó conmigo y comenzamos a charlar. Luego, intentó enseñarme a bailar, pero ya estaba muy tomado y mis movimientos eran más torpes que de costumbre. Finalmente, terminó por ceder en sus intentos y yo quedé como un idiota. Nos sentamos de nuevo y entablamos otra conversación. Entonces todo se dio de forma extraña, pues paulatinamente la atmósfera se tornó hostil hasta el punto en que, quizá por mi embriaguez, fui sincero y expresé cosas que ciertamente la lastimaron, o así lo sentí.

–¿No te besarías conmigo ahora mismo? –espeté sin la mayor consideración.

–¿Qué? ¿Besarme contigo? Pues mira, no sé, creo que tenemos poco de conocernos. Deberíamos de convivir más primero.

–Pero tú me has insinuado que, en realidad, solo buscas pasar el rato, ¿no es así?

–Bueno, es cierto que no creo en esas cosas de las relaciones serias, solo que recién te conozco. No me lo tomes a mal, pero…

–No te parezco atractivo, ¿es eso? O ¿es porque no sé bailar? Lo lamento.

Ella permaneció en silencio, parecía ofendida y se limitó a escucharme durante los minutos siguientes. Yo me deshice en reproches y ofensas.

–Es inútil –comencé diciendo–, no soy bueno para esto. Ni siquiera sé por qué vine aquí, esto no es lo que soy. Siempre lo supe y, aun así, quise venir aquí. Es lo que les ocurre a las personas que intentan ser algo que jamás podrán ser. Ahora mismo podría estar en casa leyendo, estudiando o sencillamente recostado. ¿Qué necesidad tengo de estar aquí? ¿No es absurdo esto, toda esta gente y estas situaciones? Aquí venimos a malgastar nuestro dinero, a conocer gente igual de sinvergüenza que nosotros, a olvidarnos de nuestra miserable existencia, de nuestra realidad execrable. Y yo ¿qué hago aquí? Quisiera estar haciendo cualquier otra cosa, no es esto lo que quiero. Me he equivocado al venir, todo esto ha sido una reverenda estupidez: quedarme, intentar bailar, querer besarte… En fin, querer dejar de ser yo ha sido tan absurdo.

Para cuando me percaté de la imprecación que había cometido, ya era demasiado tarde. La cabeza me daba vueltas y no distinguía bien la imagen de Natzi. Ella me quito la bebida y se limitó a escucharme. Puedo recordar que repetí lo mismo una y otra vez, atormentándola con recriminaciones acerca de mi gran error al haber aceptado ir con ella a ese antro. Me deshacía en elogios de personajes que consideraba eminentes e idolatraba ciencias tan banales como las matemáticas y la filosofía. En unos pocos minutos había dado a conocer una vileza sin igual, criticando a los allí congregados, incluyendo sin querer a Natzi. Mencioné que los asistentes eran solo personas sin talento, nauseabundas y con escasos valores; sin embargo, no me percataba de cuánto la hería y la incisión con que mis palabras eran espetadas. Repetí hasta el cansancio tales acusaciones e injurié mi suerte, mis acciones y mi destino. Trataba de justificar mi ineptitud y mi fracaso aduciendo que jamás me sentiría a gusto en circunstancias tales. Finalmente, ocurrió algo que me bajó la borrachera más pronto de lo que creía.

–Natzi, ¿eres tú? –preguntó una voz ronca tocando el hombro de aquella víctima.

Cuando ella volteó, su semblante cambió y se alegró. Al parecer eran dos amigos cuya asistencia estaba en duda y que, tras haber culminado antes de lo esperado la fiesta en donde se hallaban, habían decidido atender la petición de Natzi y hacer acto de presencia, según contaron. Me saludaron sin mucha atención y, desde un principio, me pareció que el primero de los dos hombres miraba de un modo muy sugestivo a Natzi. Ciertamente, no me parecía que fuese atractivo: era moreno, casi negro, de estatura mediana, cabellos negros y lacios, pero sin gracia. Para mí, solo un imbécil más.

–Hola Alperk, hace ya un rato que te esperaba. ¿Por qué tardaste tanto en llegar?

–Pasa que estábamos en otra fiesta, pero ya terminó y decidimos venir aquí. Él es un amigo de Costa Rica que he traído para animar la fiesta. La verdad es que ya venimos algo entonados –afirmó cínicamente.

–¡Oh! Ya veo –exclamó Natzi sin mucho interés en el tipo de Costa Rica, pero con los ojos clavados en el tal Alperk.

–¡Con que eso era! –pensé para mis adentros–. Por eso soportó todos mis reproches sobre mi gran error y la estupidez que había cometido al venir aquí.

–¿Cómo estás? ¿Qué has hecho? Desde esa vez ya no hemos hablado, pero fue genial el recuerdo –mencionó Alperk con talante suspicaz, insinuando de forma execrable una situación que solo ellos conocían.

–Sí, yo también lo recuerdo muy gratamente. Y lo que pasa es que he estado muy ocupada, estudiando y trabajando. Solo hoy me he dado tiempo de distraerme un poco aquí. He venido a bailar y a beber un poco.

–Y ¿cómo van las cosas hasta ahora? ¿Quién es tu amigo? ¿Va en tu escuela? ¿De dónde lo conoces? –inquirió Alperk, como tratando de incluirme en la plática; quizá queriendo averiguar qué clase de relación tenía Natzi conmigo.

Ella se agachó, como obviando las preguntas, luego indicó que trajeran bebida para sus amigos. Acto seguido dirigió su renovada mirada hacia mí y sonrió ridículamente. ¿Qué demonios significaba aquello? ¿Quién era yo en esos instantes? ¿Estaba tan desesperado por sentir algo que matizara el sinsentido de mi existencia?

–Todo va bien, ya me estaba aburriendo hasta ahora que llegaron. Él es un compañero de la escuela, ha venido aquí para emborracharse y ha decidido quedarse.

–¡Qué bien! Esos sí que son amigos –expresó Alperk burlonamente mientras pasaba un brazo por detrás para abrazar a Natzi y pegarla más hacia él.

Del tipo de Costa Rica solo supe que bailó hasta más no poder. Cuando la bebida llegó, Natzi recomendó que yo ya no bebiera más, pero hice caso omiso a su irrelevante admonición y continué devorando copas. Extrañamente, no sentía que me estuviera embriagando, estaba atento a lo que pudiese acontecer. Ella, como lo sospechaba, comenzó a bailar con Alperk, quien, por cierto, lo hacía a la perfección. Esto me molestó, puesto que él, siendo solo un idiota, sabía realizar esa actividad y yo no. Además, le tocaba continuamente el trasero a Natzi y le pegaba su miembro sin que yo pudiese hacer algo para evitarlo. Así continuaron durante una media hora, tras lo cual los perdí de vista.

Ahí estaba yo, abstraído nuevamente, en ese estado supersticioso en que me sumergía cada vez más frecuentemente. De pronto todo se revolvió y me sentí en trance, confundido y como si me despegase de la realidad. Todas las ficciones que había creado para sentirme menos miserable se esfumaban por unos instantes, quedaba solo yo, como siempre había sido en aquel sitio frío y oscuro donde yacía recluido la mayor parte de mi vida exterior. ¡Cuántas cosas pensaba ahora! Las palabras de Mandreriz eran lo único que flotaba como un recuerdo sumamente distante. Sentía la necesidad de gritar, de hacer cualquier cosa para escapar de mí mismo. ¡Qué estúpido había sido al acudir a aquel sitio! Y, sin embargo, sentía que no podría estar en otro lugar. Miraba las luces, había demasiadas y fulguraban demencialmente, me infundían temor y alivio a la vez. Pensaba que en verdad era lamentable todo desde hace un tiempo. Yo sabía que era así, que ahora yo me comportaba como un hombre absurdo, alguien arrepentido de sus decisiones a cada instante. ¿Qué buscaba, qué rayos perseguía? Quería enamorarme, quería amar y saber que era importante para alguien. Quería tan solo cerciorarme de que, aun en mi reclusión, podía sentirme vivo de nuevo, que no todo en mí era lúgubre y seco como creía.

El mundo, indudablemente como Mandreriz expresara, era un lugar horripilante para existir. Debía ser alguna clase de broma ridícula el que se concediese la vida en tales circunstancias y para tales fines. ¿Cuántas personas en verdad debían morir y a la vez no, pues este era su mundo, uno hecho a su medida? ¿Qué me hacía diferente entonces? Jamás había reparado en ello de forma seria, nunca había cuestionado todo lo que era. Y ahora, en un antro donde las personas iban a malgastar su dinero y a perder su tiempo, lo hacía. En el lugar menos esperado creía hallar una pista, una importante señal. Quería enamorarme locamente, quería extinguirme pronto, presentía que no viviría mucho. De alguna forma algo me lo indicaba, así que requería experimentar por una vez en mi vida tal sensación. Hasta ahora había vivido como un patético títere, como una máquina que seguía patrones, como un ser humano, demasiado humano. Y, por ello, no tenía la convicción de que realmente la vida valiera algo, acaso podía ser que estuviese en lo cierto. No sé cómo, pero quería amar, quería algo que hiciese todo más llevadero. Sabía de los riesgos que todo ello implicaba, pero no importaba. ¡Qué rápido se alejaban los sentimientos y con qué facilidad se quebrantaban los corazones!

Yo no sabía nada de ello, pero quería experimentarlo. En realidad, todos los humanos se enamoraban alguna vez, eso era lo que yo pensaba. Todos en algún momento experimentaban esa muerte en vida, ese nerviosismo y angustia tan peculiares que eran solo ocasionados por el amor. Yo, hasta ahora, no lo había hecho, era un súbdito de fútiles ideas sobre algo que jamás entendería. Recordaba también a las personas que había conocido, las situaciones que había vivido. Todo quedaba dilapidado por meras coincidencias, por el tiempo irrevocable, por simples recuerdos que impregnaban una amarga melancolía en mi interior. Sentía una inutilidad insólita, una demencia desoladora era todo lo que yo poseía. Y, a pesar de todo, ahí me hallaba yo, viviendo o, cuando menos, intentando hacerlo.

–¿No ha regresado Alperk todavía? –inquirió su amigo de Costa Rica, quien había estado bailando por largo rato.

–Ahora que lo mencionas, no ha vuelto –respondí sin tener plena conciencia–, pero iré a buscarlo.

–Muy bien, cuando lo encuentres dile que ya me debo ir. Quiero saber si se irá también o se quedará.

–Claro, yo le digo. Oye, una cosa: ¿tú tienes novia? –le cuestioné sin que se lo esperase.

–Sí, sí tengo. Pero no sabe que estoy aquí, aunque hay confianza. Yo no le prohíbo nada ni ella a mí, así es como nos hemos mantenido juntos.

–Y ¿cómo es que no sospechas que te pueda engañar?

–Sencillamente me resulta indiferente. La quiero, pero ya no la amo.

Sus palabras me resultaron extrañas y decidí no indagar más. En lugar de eso, comencé a vagar por todo el antro tratando de hallar a Natzi y a su amiguito. Un temor recorrió mis pensamientos, ¿acaso ellos…? ¡No podía ser, no quería creerlo! Después de todo, aún faltaba demasiado tiempo para el amanecer. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Dónde dormiría? Y lo peor era que ahora un sujeto se había robado a Natzi, por no decirlo de otra forma. Busqué cuanto pude, pero no los hallé. Ya casi cuando me iba a dar por vencido examiné con más detenimiento la parte de la terraza, ahí estaban ambos. La escena me produjo un sabor amargo y un escalofrío de lo peor: ella sostenía su rostro con una delicadeza nauseabunda, mientras él tomaba sus manos y prácticamente le devoraba la boca.

El lugar me había lastimado desde un principio, y no me refería a aquel antro que solo era parte de un subconjunto a su vez insignificante. ¡Qué pesadez sentía en el cuerpo, qué irrelevante era cualquier cosa que me llegaba a la cabeza! Quizá debido al alcohol, o probablemente a una especie de locura transitoria de la que era víctima, empecé a temblar. No supe cómo ni por qué, pero de pronto tuve la idea de que la existencia de los humanos era realmente miserable. Antes jamás me había parecido así, y sabía que lo olvidaría en cuanto amaneciera, tal vez antes o después. ¿Qué había de extraño en tal concepción? Acaso fuese solo el delirio del que era víctima, la situación y el momento exacto en que todo me hería. De ese modo comenzaba a sospechar que el mundo era algo más que libros y ciencia, que sexo y diversión. ¡Cuán ingenuo había sido hasta ahora, cuántas cosas había ignorado en mi estupidez! ¡Cuán parecido era al resto, y con cuántas cosas me había distraído todos los días desde mi nacimiento!

Las luces infernales de aquel lugar me revolvían la cabeza, me enloquecían. Parecían ser emisoras de un mensaje que llegaba y rebotaba en mí. Sí, en aquel lugar pestilente de gente cuyo único objetivo era el de emborracharse cada fin de semana y buscar sexo fácil y rápido. Yo era como ellos, estaba ahí y lo peor era que todo me resultaba desagradable. ¿No pasaba lo mismo con el mundo? ¿Por qué vivía entonces si sentía que todo me fastidiaba y me hería? No podía ser que la vida se trastornara solo para molestarme, mi existencia era demasiado insignificante para ello. ¿En qué clase de pensamientos demoniacos estaba cayendo y a causa de qué? Recordaba las pláticas del profesor G, que siempre hablaba sobre despertar la conciencia y salir de la matrix. También estaban esos momentos donde me solazaba masturbándome con chicas por internet, y aquellos donde pasaba las tardes embobado con la televisión y los videojuegos. Solo había seguido patrones, era un ciego en un mundo en plena oscuridad y decadencia, en el reino de aquellos a los cuáles les fue prohibido mirar con otros ojos que no fuesen estos tan terrenales. ¿Por qué era así el mundo? ¿No estaba todo jodido y no era yo partícipe de esta basura en la que nos sumergíamos incluso voluntariamente? ¿Qué demonios estaba haciendo a medianoche borracho, cansado y descorazonado en un antro como aquel?

Sentía deseos de salir, de escapar no sabía a dónde. Pero lo que sí sabía era que, al salir de aquella pestilencia, entraría a otra. Mejor dicho, era imposible escapar de lo que comenzaba a detestar. Diría que sentía cómo algo en mi interior se abría, cómo se despertaba aquello que tan bien había sido ocultado para no ocasionar un daño irreversible en mi raciocinio. Bien sabía que no había lugar a dónde ir, que era en este mundo patético y materialista donde yo me había sentido a gusto, puesto que había sido preparado desde mi nacimiento para no cuestionarme, para no pensar, no sentir y no alzar la voz, para estar satisfecho con dinero, sexo y la comodidad de una existencia rutinaria y absurda. Pero eso era ahora yo: solo un hombre sin sentido metido en un sitio como este antro repugnante, ahogado en alcohol, queriendo recibir el cariño de una cualquiera. ¡Qué bien representado me sentía en todo lo que detestaba, en lo que el mundo era y en lo que aborrecía por completo! No era yo diferente ciertamente, sino solo uno más entre millones de humanos adoctrinados. En esos instantes Natzi y su amiguito Alperk volvieron a nuestra mesa.

–¿Dónde carajos se habían metido ustedes? –preguntó el costarricense que había estado bailando tan vehementemente–. Ya hasta estoy empapado en sudor y ustedes…

–Estamos bien, solo fuimos por ahí a platicar, y, ya sabes, se nos ha ido el tiempo… Tú tranquilo. Ya sabes que venimos para divertirnos –contestó Alperk, el sujeto moreno y feo que se había besado con Natzi.

Lo observé con curiosidad. Me parecía la clase de persona que nunca querría ser, un hombre vil y patético. Aunque, en el fondo, yo era igual por estar en tales condiciones, y en un lugar que detestaba, y todo por querer recibir un poco de cariño de una cualquiera. Así era yo: un hombre fácil, un ser hambriento de pasión y de vida. Ambos se sentaron junto a mí, luego comenzaron a platicar.

–¿Cómo van las cosas en la escuela? –inquirí en determinado momento, sin percatarme de lo absurdo de mi pregunta.

–Yo ya no estudio, me dedico a trabajar, me parece más placentero. Además, mi padre tiene negocios en toda la zona y me va bien. Tengo todo lo que quiero: voy a fiestas, conozco chicas, viajo a los lugares que me plazca, me emborracho y me entretengo a mi gusto –exclamó el sujeto costarricense con una despreocupación bárbara.

–Tú sí que disfrutas la vida, eso es bueno –asentí sin controlar mucho mis pensamientos.

–Sí, es un auténtico Don Juan –interrumpió Alperk, el moreno horrible que se había besado con Natzi–. Por desgracia, yo no corro con tan buena suerte. Estudio ingeniería mecánica y debo cálculo, se me ha complicado bastante y eso que ya la cursé dos veces. Pero tampoco me preocupa mucho, pues mi padre tiene un taller eléctrico y nos va bien. Además, tengo mi coche y mis cosas; igualmente me divierto, que es lo más importante. La escuela es solo un complemento, quizás hasta la deje.

Aquellos sujetos me molestaron. ¡Qué curioso que la estupidez humana es siempre una constante en aquellos que se sienten a gusto con sus vidas! Sabía que yo podía ser más, pues, mientras ellos disfrutaban solazándose con las comodidades de la vida, yo había comenzado a rechazarlas. Ahora repugnaba a aquellos dos sujetos y detestaba a Natzi por ser una cualquiera, porque me había lastimado. Y me odiaba a mí mismo porque había hecho exactamente lo que no debía. ¡Qué trivial era todo aquello, qué imbéciles aquellos sujetos y qué idiota yo por haber intentado ser algo que en realidad no era y que jamás sería! Sentía el rigor de haber seguido los impulsos ante los cuales el ser siempre termina por ceder, sin importar cuán inmensa sea su voluntad.

–Si quieres, puedo ayudarte en cálculo. Yo pasé esa asignatura con muy buena nota –asentí por compromiso, sabiendo que preferiría matar a ese sujeto antes que mezclarme con él.

–Muchas gracias, eso sería fantástico. La verdad es que siempre he odiado las matemáticas. Mi padre insistió en que ingresara a la universidad, pero a mí no me interesa –expresaba con un cinismo infame Alperk–. Todo lo que quiero es follarme a cuantas mujeres pueda y tener mucho dinero. ¿Acaso no es eso lo que todos deseamos sin excepción?

–Y se te ha olvidado tener una bonita casa en alguna ciudad famosa, así como también poseer un automóvil último modelo; aunque yo también quisiera ser el mejor bailarín del mundo –afirmó el costarricense con suma felicidad, como si aquellos comentarios reafirmaran todo por lo que vivía.

–Pues todo eso viene con el dinero, por eso es lo más preciado que existe. Mujeres, alcohol, autos, joyas, casas, viajes y demás. ¡Lo que daría por haber nacido rico! No sabes cuánto envidio a los futbolistas y a los actores, a los empresarios y a los reyes.

–¡Ya lo sé! Lástima que naciésemos con mala estrella, en la pobreza. Pero no debemos desesperarnos, tal vez lo logremos. Por cierto, ¿escuchaste que el próximo año ya se retirará del fútbol un tal… y que le dieron el balón de oro a… Pero lo más interesante de todo es que el equipo… ha comprado a ese jugador que dicen es el mejor del mundo.

Empezaba a adormecerme con su plática. Me percaté de que estaba sumamente aburrido de toda la existencia, y que quizá solo por eso había tomado la decisión de cometer aquella estupidez, la de ir a aquella fiesta. Me sentía terriblemente agobiado y con la cabeza ahíta de bagatelas. Escuchar la conversación de esos dos imbéciles me absorbía la poca energía que me restaba. Ya casi era la una de la mañana y esos sujetos seguían hablando estupideces. Comentaron mucho acerca de la imprescindible importancia que tenía en la vida el saber de fútbol, de religión, de espectáculos, del trabajo, de la vida empresarial, del dinero, de los grandes millonarios y de los cambios que sufría el país. Sabían de antemano qué ocurría en las vidas de las grandes celebridades del cine, cuántos hijos tenían, cómo se divertían, sus viajes, gustos y modas. De los futbolistas ni hablar, pues eran expertos en los últimos fichajes, en los premios y los torneos, en los campeones de todos los mundiales y de todas las ligas. En resumidas cuentas, eran unos jodidos genios en el mundo del deporte, pues también hablaron de boxeo y otros tantos, demostrando una increíble sabiduría.

Y así con cada uno de los otros temas, se explayaron en cuantiosas explicaciones y se deshicieron en elogios para los empresarios más famosos, argumentando que ellos darían lo que fuera por poder conocer a alguno de esos seres sagrados, tal y como les llamaban a los personajes más ricos del mundo. Recuerdo que hablaron muchas más cosas y yo solo escuchaba, pareciéndome todo ello algo tan execrable. No podía creer que yo fuese como ellos, que yo estuviese interesado en esas cosas, que hasta ahora hubiese vivido bajo el influjo de todas aquellas nimiedades, de estupideces que hacían de mi vida un sinsentido, pero así era. Tantas distracciones ocupaban mi mente sin que yo pudiese hacer algo para evitarlo. Tantas personas que jamás conocería me interesaban, tantas situaciones que me eran ajenas llenaban mi vida y me sentía a gusto con ello. El mundo invadía mi paz y mi espíritu sufría terriblemente cuando, de forma ominosa, decidía abandonarme y entregarme sin oponer resistencia a la irrelevancia en que mi existencia estaba encasquetada. Tal era la realidad, la mía y la de todos sin excepción: vivíamos distraídos de lo que sí importaba, y tan preocupados por puras tonterías y chismes. ¡Qué asco sentía de mí mismo, qué horrible era ser yo!

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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