Capítulo XIV (EIGS)

Me desperté los días siguiente con dolor de cabeza y sin hambre, habían pasado dos semanas exactamente desde mi encuentro con Isis y nuestra plática. Los primeros días pensaba que me mataría en algún momento, pero no tenía el valor. Además, si me iba a matar, debía ser por una razón más profunda que tan solo una decepción amorosa; empero, se había convertido ésta en mi obsesión. Y no solo eso, sino que todo se combinaba demencialmente. Estaba eso que ya no lograba encerrar por más tiempo, esas imágenes que parecían tan reales, esas pinturas tan artísticas y sugestivas, esos sueños en la biblioteca del silencio y en el desierto helado, esa criatura que representaba divinidad y maldad, bien y mal, cielo e infierno, y que a la vez era más que una simple dualidad, pues parecía ser lo más cercano a dios y conocer cada uno de los destinos. Lo más llamativo en esta entidad adimensional era que poseía los ojos más bonitos y cegadores que alguna vez mirase, y, cuando lo hice, algo en mí se desfragmento, fue así como todo empezó.

No tenía caso seguir vivo, pues a cada momento la vida parecía cambiar de manera que yo no podía mantenerme en pie ante sus masivas sacudidas. Me molestaba no poder sentirme dueño de mi propia existencia, carecer de las habilidades para hacer valer mi supuesto libre albedrío. Todo se nublaba y, al final, solo la tenía a ella, a la mujer que me hizo añicos y con la que no pude fornicar. Su recuerdo me hería y me encarnizaba contra mí mismo maldiciendo mi suerte y los sucesos vividos. Era ese el verdadero tormento, quizá porque yo era más débil de lo que me imaginaba. Tal vez no la quería; de hecho, sabía que la odiaba por lo que me había hecho sentir, pero algo en mí la requería. No era amor, sino solo necedad, necesidad, torpeza, debilidad, dependencia y cariño. Cualquier palabra era adecuada para traer el sabor de sus besos hasta mis labios y perderme en su mirada fulgurante donde el fuego se extinguía en el olvido, donde yacían mis poemas enterrados en su alma marchita.

Extrañamente, comencé a tener pesadillas en las cuáles miraba cómo otros hombres tenían relaciones con Isis, casi siempre negros y vigorosos, como el sujeto con el que me engañó. Ella estaba endiablada, mantenía un rostro absolutamente sumergido en el placer y gemía histéricamente mientras era follada. Cuando despertaba, solía encontrar mi pene erecto en demasía y comencé a perder el control sobre mí. Desde que Isis se fue no había vuelto a hablar con mujeres sobre temas sexuales, pues, en vez de ello, me había trastornado con la pornografía: la miraba cada noche y me brindaba placer a mí mismo. La sensación de liberación era indescriptible, pues nada me proveía aquel deleite que hallaba solamente a solas, únicamente conmigo mismo. Perdí el control y la voluntad. Un día afirmaba que no volvería hacer a hacer tal cosa y, dentro de tres días, caía de nuevo en el acto; era prácticamente incapaz de evitar la masturbación. Y, a pesar de todo, seguía sin ser Isis la causante de mi excitación, aunque todavía creía amarla. Creía que una persona a quien en verdad se le quiere, a quien se le ama incondicionalmente, posee tantas virtudes y ocasiona tan tremendo choque de emociones en el interior que no puede pensarse en el acto sexual con ella.

Tal idea se incrustó en mi cabeza para jamás salir. Me enfrasqué en lecturas sobre sexualidad y todas me parecían inciertas. Por experiencia propia sabía que no se podía llegar al orgasmo con quien se amaba, que no se podía revelar la naturaleza sexual tan bestial que dormitaba en cada uno de nosotros si se mantenía la copulación con el ser que se adoraba por encima de todo. Era indispensable que, al menos, se sintiera un ligero desprecio por alguna facultad de la pareja. Así lo comprobaba en lo que observaba, pues veía con atención que las chicas eran estúpidas y los hombres las deseaban por esa estupidez, porque querían someterlas y recalcarles su condición idiota. A su vez, las mujeres se entregaban a hombres que para nada consideraban superiores intelectualmente, quizá solo físicamente. Esto las mantenía en un estado de protección, de reposo y dominación. En todo momento se sabían dueñas de las riendas de la relación y el sexo les confería más poder del necesario.

En resumen, las mujeres tenían relaciones con hombres mediocres y éstos las mantenían con mujeres estúpidas. Por otra parte, si se daba que ambos en la relación eran inteligentes y perceptivos, entonces el sexo no terminaría bien, pues ambos buscarían imponerse y alguno terminaría siendo oprimido y sus instintos sexuales se reducirían al mínimo. Por eso las personas eran infieles, para satisfacer ese impulso autodestructivo y paradójicamente regenerador que hacía la vida valiosa solo por un momento. Y así es como iba la cosa, pues era interesante sentirse seguro y amado por la persona que estaba siempre ahí para nosotros, pero mucho mejor era mantener sexo con amantes, ya que éstos proporcionaban una emoción necesaria para la vida, así como la sensación de poder sentir algo más allá de nuestra cotidianidad y de experimentar y liberar todos los deseos íntimos y execrables que nunca se podrían explayar con la persona amada.

Desde luego, no eran sino simples suposiciones sobre temas donde no existía una última palabra; el debate continuaría por siempre. Mi postura estaba influenciada por vivencias personales y, por ende, comenzaba a comprender el por qué Isis había querido besar a otro hombre. Se trataba de un deseo reprimido, más en ella que creció añorando cogerse a su padre. Y ahora se había manifestado su opresión en una explosión ferviente de deseo sexual, uno que de ninguna manera podía detener. Cuando éste aparecía, era demasiado peligroso, pues se imponía a toda clase de racionalidad y conminaba a la víctima a realizar toda clase de actos solo concebibles en la imaginación. Esa fuerza sexual difícilmente era controlada por medios externos, debía esperarse que menguara por sí sola y esto no siempre ocurría. Isis, según suponía yo, era una maldita ninfómana que solo veían sentido en la existencia cuando tenía un pene adentro de su vagina. ¡Qué repugnante!

Por otra parte, en el trascurso de los días escolares se habló de una fiesta en casa de no sé quién. Fui invitado y no me negué, pero tampoco acepté. Curiosamente, antes de asistir a la fiesta tuve una plática que me cambiaría la vida, aunque en ese instante fui demasiado humano y torpe, tan adoctrinado como para no prestar atención a las sabias palabras que me fueron transmitidas. Pero antes de ello debo decir que me encontré a mis amigos y lucían peor que nunca. Yo, sin embargo, estaba fastidiado y aburrido de existir, con un hartazgo que me anonadaba y que me hacía sentir náuseas de todo suceso y lugar. Las personas me eran más ajenas que nunca y sentía que todos eran demasiado tontos e ignorantemente felices. En fin, ahora veía a mis amigos en condiciones execrables.

Primero estaba Gulphil, el pobre malnacido había sido casi consumido por su novia. Parecía que en verdad solo vivía por y para ella, incluso se habían ido a vivir juntos. Llevaba una existencia mediocre y satisfacía a su novia en todos sus caprichos, prácticamente se podía creer que era como su esclavo. Cuando platicaba con él me incitaba a reconciliarme con Isis y a pedirle perdón, aunque nunca entendí el porqué. Lucía cada vez más demacrado, pues trabajaba para poder pagar la renta en donde vivía con su chica. Además, me contaba que ella le exigía sexo cotidianamente, le pedía bastante tiempo y, en caso de no ver cumplidos sus deseos, lo amenazaba con dejarlo e irse para siempre. Incluso, una vez inventó que estaba embarazada para cumplir sus propósitos.

Todos incitábamos a Gulphil para que le dejara y se consiguiera una vida más tranquila, pero se negaba. La fidelidad que le guardaba a su novia era demencial, algo verdaderamente delirante. Tenía prohibido no contestarle cuando ella marcaba, sin importar qué actividad interrumpiera. A pesar de que nuestras situaciones eran distintas, en el fondo ambos sufríamos por lo mismo, por un amor que se complicó y se tornó complejo y enfermizo hasta límites insospechados. Así prosiguieron las cosas hasta que un día todo estalló. Gulphil me contó que ella sí tenía derecho de ir a fiestas sin que nadie le cuestionase algo, cosa que él, obviamente, no podía hacer. Siempre tenía que dar extensas explicaciones y detalladas cuentas de dónde y con quién iba y estaba, cuántas horas y en qué momento estaría de vuelta. Necesitaba informar todo y nada de apagar el celular. Tristemente, Gulphil había aceptado todo sin protestar.

–¡Ya no sé qué demonios hacer! ¡Estoy perdido y creo que me mataré si sigo con esta vida tan tumultuosa! –dijo mientras comía una hamburguesa y yo lo escuchaba–. En verdad necesito escapar, requiero de auxilio. Es solo que no sé cómo dejarla, está muy desamparada y yo soy todo lo que tiene.

–Ya veo –asentí con desgana–. No sé qué decirte, yo no soy bueno dando consejos de amor, soy el peor.

–Entonces, todo entre tú e Isis, ¿ya se terminó por completo? Ahora sí ¿en serio?

–Sí, ahora sí es verdad que ya jamás volveremos a estar juntos –confirmé–. Tú sabes, ya te conté lo que hizo.

–Es cierto. Y creo que, después de todo, hiciste bien en terminar. Si yo estuviera en tu situación…, no sé qué haría. Pero mejor vamos al salón, que la clase ya está por comenzar.

–Supongo que nunca es fácil estar en la situación de alguien más. Tú y yo hemos compartido vivencias distintas que, al final, nos han conducido a lo mismo.

–Solo que tú eres diferente a mí –respondió para mi asombro–. Tienes un gran potencial y harás muchas cosas, eres de esas personas que vienen al mundo muy raramente.

–No digas esa clase de sandeces, por supuesto que no soy especial –repliqué mostrándome indignado–. ¿Qué hay de especial en mí que no haya en alguien más?

–Que parece como si nada de este mundo te perteneciera ni te pudiera deleitar. En ocasiones, te he admirado para luego odiarte por ser diferente. Ojalá algún día pudiera yo ser un personaje de una novela, una escrita por ti.

–¿Por mí? Pero yo solo añoro escribir poesía, jamás he escrito algún texto de esa clase.

–Pues deberías de intentarlo, tienes ideas raras y una forma de ver las cosas que en nadie más he hallado. Y, como te decía, tienes algo que te hace ser extraño, como algo místico y misterioso. Es casi como si desearas morirte, pero a la vez vivieras con tanta pasión. No sé cómo explicártelo, tan solo me pareces imposible de atrapar en esta cárcel que a todos nos ha doblegado. Yo creo que puedes llegar a hacer algo grande, como cambiar el mundo. Siempre hablabas de eso, ¿no?

–Cambiar el mundo es imposible. Antes pensaba que podría…

–Antes eras alguien más, no puedes compararte. Justamente ese detalle complementa mi explicación. Lo que más me gusta y me aterra de ti es esa gama de personajes que se esconden en tu mente y de los cuáles a veces me pregunto si soy parte. Me gusta mirar la profundidad y la sublime beatitud de tu mirada, pues todo un mundo ahíto de sueños, tan escasos hoy en día, escapaban de tu maravillosa alma.

–¡Qué cosas dices! Me halagas. Sin embargo, últimamente me estoy asfixiando en mí. No he logrado amalgamar tantos rostros que divagan por mi cabeza y me aterra pensar que el control se me escape. Tú entiendes y eso es mucho, me ha agradado tu compañía en todo momento.

–Gracias, siempre te recordaré como una persona que jamás bajó los brazos. Sé que aún te falta mucho, muchísimo por descubrir. Apenas has dilucidado un poco de la verdad, creo yo, pero lo lograrás. Verás sin tus ojos de humano y entonces, entonces…. ¡Surgirás como un dios en un mar de muerte y sufrimiento como lo es la existencia humana!

Ambos nos dirigimos al salón. El resto de la charla se centró en los sucesos que más habían afectado a Gulphil, todos relacionados con los celos enfermizos de su enamorada. Lo escuché y lo aconsejé, pero parecía ido del mundo. Entendía la sensación porque tal vez era yo quien le había dado vida inconscientemente, pero no estaba seguro. Parecía querer dar un mensaje, como despedirse del origen. Tomamos nuestra clase y me pareció que estuvo demasiado aburrida. Era viernes por la tarde, precisamente el día de la fiesta, y no fui. Pese a ello, mis compañeros no cedieron y me invitaron para la del otro viernes. Era como si estuviese destinado a asistir a alguna de esas malditas fiestas tarde que temprano.

En los días posteriores, casi todas las tardes las pasaba con Gulphil, charlando sobre nuestras decepciones amorosas y los puntos de vista que teníamos con respecto a las relaciones, el amor, la infidelidad, los celos, etc. Poco a poco se convirtió en un gran confidente, pues era excelente escuchando y su forma de ver las cosas, aunque sencilla, me resultaba conveniente. Seguía teniendo esa pasividad que me asombraba y se reía cuando creía necesario. Yo, por mi parte, continuaba atormentado por el recuerdo de Isis, lloraba cada noche y hasta estuve a punto de ir a buscarla y pedirle perdón, tal como lo sugería Gulphil, pero rechacé la idea. Las pesadillas continuaban con tanta frecuencia que terminé acostumbrándome a ellas y a la sensación de que vivía en un mundo fuera de la realidad donde todos lo hacían. La imagen de Elizabeth volvió a mi cabeza para jamás irse, trayendo consigo la curiosidad que sentía por mirar aquella pintura prohibida para todos. Me masturbaba diariamente y había retomado una que otra plática sexual, aunque nada era igual que antes.

De mis otros dos amigos realmente no supe tanto, no logré acercarme lo suficiente para conocer mejor sus dolencias, ya bastante tenía con las mías y con las de Gulphil. Además, ocurrió un incidente que separó para siempre a Heplomt y a Brohsef, cosa curiosa dado que ellos fueron amigos antes de que yo los conociese. Este hecho aconteció en uno de esos viernes donde los estudiantes daban rienda suelta a sus vicios y pasiones, organizando fiestas por doquier y recurriendo al sexo de una noche. Pues resulta que, entre todo aquel tropel de vivencias estúpidas, Heplomt aprovechó la situación, valiéndose de su físico notablemente mejorado, para seducir a Cegel y tirársela en la casa de una compañera, en una fiesta donde casi todos fueron a excepción de Gulphil, Brohsef y yo. Así, Heplomt intentó ocultarle la verdad a Brohsef, aunque éste la descubrió por cuenta propia, pues, en un descuido, los encontró de frente besándose cuando salía de una plaza donde iba justamente para comprar unos boletos e invitar a Cegel al cine, según me contó. Más tarde, Heplomt le confesó todo a Brohsef, incluyendo que se había tirado a Cegel, y no una sola vez. Gracias a esta patética querella de novela barata, la amistad entre ellos llegó a su fin de por vida. Brohsef dijo que casi golpeaba a Heplomt, cosa improbable, pero que se contenía por respeto a la amistad que un día tuvieron.

Tras estas banales discusiones todo se rompió y cada uno tomó su rumbo. Por lo poco que platiqué con Heplomt, supe que seguía en el gimnasio, iba más de tres horas diarias y estaba absolutamente obsesionado con obtener masa muscular a cualquier precio. Me confesó que había comenzado a tomar algunos polvos, como solía llamarlos. Y me dijo que su entrenador estaba intentando convencerlo de que se inyectara algunas cosas que le vendrían de maravilla. Lo único que le impedía recurrir a tales sustancias era el temor de que ya no se le parara el pene o de que terminara siendo homosexual. ¡Qué paradójico! Él, que tenía esa habilidad, temía perderla, y yo no podía hacerlo, al menos no pude con Isis. Además, Heplomt se había desinteresado totalmente por las clases, cosa que la mayoría hacía ya rumbo al final de la carrera. Anhelaba tan solo el final del día para largarse al gimnasio y tomarse sus polvos. Presumía sus músculos a todas las chicas y éstas parecían corresponderle. Noté que, en general, a todas les atraía un físico musculoso, aunque la cabeza estuviera de adorno.

La de Heplomt lo estaba, creo, pues asistía a todas las fiestas que podía y con el único objetivo de poder tener relaciones con alguna despistada. Sus prodigios se habían hecho populares en la escuela, pues ya todos sabían que iba tras cualquier mujer que le apeteciera, particularmente las de nuevo ingreso. Su único fin, según me contaba, era tirarse a tantas mujeres como pudiera, tener un buen empleo, un automóvil del año, una residencia, ser rico y, sobre todo, poder ser famoso. Lo raro en Heplomt es que a veces hablaba de matrimonio y de una total fidelidad si éste se daba, pero yo dudaba que realmente lo dijese en serio, quién sabe. En fin, que se fuera al diablo con sus aventuras sexuales y demás. Yo estaba ya demasiado fastidiado de la existencia como para soportar más tonterías.

Con Brohsef tampoco tuve la oportunidad de charlar como hubiese querido. Se hallaba muy ocupado, según me contó una de las pocas veces que pudimos regresarnos juntos al tren. Como de costumbre, seguía siendo la burla de todos, dado su aspecto. Sus costumbres indecentes se habían incrementado demasiado, a tal punto que se masturbaba más de quince veces al día. A veces, incluso lo hacía frente a su madre, cuando ésta se hallaba dormida, y hasta había pensado en venirse en su cara, pero abandonó tal idea por ser un tanto atrevida. Coleccionaba los cabellos de las chicas que le gustaban y los usaba para tocarse, además de que había conseguido hackear unas cuántas cuentas de redes sociales para agregarse a sí mismo. Yo pensaba que era un depravado sexual, aunque muy astuto. Sus notas iban bien, aunque, desde la llegada de aquel misterioso joven con ojos tan fríos como el hielo, había abandonado la esperanza de ser el mejor en la clase. Por lo poco que me contó supe que odiaba a muerte a Heplomt desde aquel incidente. Curiosamente, éste había sido rechazado por Cegel cuando intentó ser algo más que su amante, y, aunque había quedado dolido, a la semana se le vio besándose con otras.

Pensaba que ellos eran como dos polos opuestos: uno virgen y tranquilo, el otro todo un maestro del sexo y con una algarabía que impresionaba. Además, Brohsef estaba demasiado afectado físicamente, en tanto que Heplomt cada vez lucía con mejor cuerpo. No entendía cómo personas con características tan diversas pudieron haber sido amigos y cómo ahora debían separar sus imágenes. Volviendo a lo poco que Brohsef me contó, parecía desesperado sobremanera por perder su virginidad, le repugnaba seguir así. Yo, ciertamente, no creía todo lo que contaba, pues era cada vez más chismoso y presumido. Me hablaba de mujeres que lo acosaban o que intentaban besarlo cuando las saludaba, hasta una vez dijo que una de nuestras compañeras quiso abusar de él sexualmente. De manera obvia, nadie le creía y recibía tan solo burlas como respuesta a sus atrevidas declaraciones. En última instancia, estaba dispuesto a recurrir a alguna prostituta para abandonar su condición virginal, o hasta insinuaba querer violar a chicas hermosas.

En fin, tan solo eran problemas cotidianos como los de todo el mundo los que rodeaban a esos seres que compartían la estancia donde me hallaba. Cada uno guardaba cierta peculiaridad que, en el fondo, no terminaba por entender, y, por ello, creía que carecía de sentido. Seguía desconcertado con Isis, con lo que me había hecho y ante la estupidez que era el seguir amándola como lo hacía. En ocasiones, quería salir corriendo y pedirle perdón, aunque seguía sin saber la razón. Luego, temía que pudiese verla de nuevo besándose con otro hombre, entonces renunciaba y me desmoralizaba. Durante las noches, preñadas de horripilantes pesadillas, sudaba copiosamente y despertaba como presagiando un anhelo irrealizable. En la oscuridad de aquella casa que odiaba, de aquella pocilga donde estaba metido, renacía el rencor contra mis padres y la vida. Además, no sabía si estaba viviendo o tan solo esperando la muerte, creía en verdad que ya no había diferencia. Me estaba perdiendo de manera absurda, y cada día el único refugio donde podía parapetarme quedaba un poco más descubierto. La vida era algo horrible, algo que odiaba experimentar.

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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