Capítulo XIX (EIGS)

Todos los recuerdos pasaron en ese instante, mi corazón se marchitó y mi alma sucumbió. Isis me alejó con una fuerte cachetada y me escupió en la cara como a una basura. Su mirada era tan distinta a la de aquel primer día, y a la vez tan similar en el fondo. El mundo que conocía se detuvo y solo yo seguía imaginando las formas que ocasionaban mi sacrilegio. La miraba conmigo, corriendo, recostada en mis brazos, dormida, comiendo, soñando, despertando, riendo y hablando. ¡Qué no hubiera dado por tener ese futuro! ¡En verdad jamás entendería mi comportamiento y por qué me dolía tanto lo que había hecho! Ahora éramos dos opuestos, seres cuyas vibraciones eran ajenas en todo sentido. ¿Por qué terminaba todo así? ¿Acaso este destino absurdo y cruel era el que me deparaba? ¿Acaso esto estaba planeado cuando la conocí aquel día en la iglesia? Si tan solo hubiese podido penetrarla…

–Si tan solo no te hubiera conocido –expresó como leyendo mis pensamientos–. Si tan solo todo hubiera sido diferente aquel día. Si tan solo pudiéramos amarnos de nuevo, pero ya no, nunca más…

–Perdóname, Isis. No sé qué hice mal… –susurré mientras un dolor punzante me ahogaba.

–Todo se termina así, esta es nuestra historia. Jamás estuvimos destinados a estar juntos y ya nada queda. Debes saber que estoy embarazada y ya no puedo abortar, pues moriría. Ya he abortado muchas veces antes, ahora solo queda tenerlo. Perdóname, te fallé por última vez, a ti que tan bueno fuiste conmigo siempre. Pero yo no elegí tener estos deseos en mí. Y es cierto lo que te dije: me encantan las orgías con ancianos negros y gordos, me encanta su esperma en mi boca y mi vagina. Debo confesarte que me hace feliz estar finalmente preñada de este modo, lo deseaba tanto. Mi mayor fantasía apenas la cumpliré y es justamente hacerlo preñada con más de trescientos en una misma noche… Perdóname, en verdad lo siento… Supongo que, cuando alcances ese estado superior del que tanto hablabas, yo estaré siendo la perra de algún sujeto con suficiente dinero en su billetera para poder pagar por mi trasero. No sabes cuánto te amé, en verdad lo hice, pero ya no. Y, si es que algún día puedes, solo ven y cógeme como tantos más lo han hecho, pero ya no me ames nunca en tu vida.

Tras haber pronunciado estas apocalípticas palabras, escuché el sonido de sus tacones alejarse. No la seguí, me quedé ahí, devastado y de rodillas, sintiendo cómo las gotas de lluvia se estrellaban contra mi rostro. En verdad nada me quedaba ya, era un muerto viviente, quizá siempre lo había sido. Sin embargo, ahora era distinto, pues no solo sentía mi cuerpo y mi mente inertes, sino mi interior, mi espíritu o alma, o lo que fuese. Estaba derrotado y abatido como nunca lo había estado, tan alejado de ser yo mismo. En todo caso, me parecía absurdo, tantas imágenes para nada, tantas ideas materializadas para terminar así. Era el humano más infeliz de todos, el más inútil. No solo se trataba de Isis, sino de mi vida. Nada tenía ya por qué luchar, nada me importaba ya. Me era indiferente vivir o morir. ¿Qué sentido tenía luchar una guerra que se sabía perdida desde el comienzo? Solo quería aniquilar a toda la humanidad y desaparecer todo rastro de mi falsa existencia, ese era ya mi último anhelo. Todas las fuerzas me abandonaron y me resigné a perecer en ese críptico lugar.

No sé qué más pasó, pero desperté tras haber perdido el conocimiento. Me hallaba tirado en el pavimento, sin saber si aún estaba vivo, pero creía que sí. La lluvia había arreciado y estaba empapado, la sangre que brotaba de mis heridas era ya poca, aunque sentía un gran dolor en el rostro y en todo el cuerpo. Afortunadamente pude ponerme de pie, aunque sin desearlo. En parte, la sensación de estar muerto me era agradable, mucho más que la idea de estar vivo. Siempre había creído que el hecho de existir era un mero acto de fe, pues se experimentaba y hasta ahí, no había certeza de algo más. Me parecía que la próxima vez que estuviera bajo esta llovizna sentiría una felicidad irreprochable, presentía que la separación estaba demasiado cerca.

Ahora sabía que el amor realmente era maravilloso y terrible, fantástico y miserable, pureza y dolor, pasión y tristeza. Era un cuento tan bien diseñado que exprimía el posible espíritu de los humanos hasta hacerlos enloquecer. Claro que siempre era peligroso y, de hecho, solía ser dañino entregarse a tal punto. Ahora sabía también que debían existir el bien y el mal, aunque no los entendiese. En el fondo, era absurdo hablar en tales términos, pues bueno y malo dependían del observador. Todo era relativo, ¡qué falacia era la vida y lo que sabía de ella! Hubiera preferido tanto la inexistencia, nunca haber venido a este mundo. Asimismo, nada podía impedir que Isis me olvidase y follase en múltiples orgías, y que yo prosiguiera con mi vida como si nada hubiera pasado, pero siempre con aquel punzante y eviterno malestar, con esa agonía, ira y amargura que ya nunca me abandonarían.

Volví a casa con un profundo malestar, vivir ya no era, desde ningún punto, mínimamente soportable. Una infinidad de preguntas me invadían, temblaba y mi cabeza no paraba de sentirse lacerada. Por todos lados observaba a Isis en medio de aquellas orgías, siendo penetrada tan placenteramente por aquellos ancianos negros, gordos y vomitivos. ¿Cómo es que podía ser así? ¡Era una maldita golfa, una pérfida, una zorra malnacida! Y ¿cómo podía yo haberla amado? ¿Cómo podía hacerlo ahora? Lo peor de todo era que la detestaba y la amaba, así de contradictoria era la naturaleza humana. Por doquier, las personas eran golpeadas y humilladas, pero esto les agradaba y siempre volvían al sitio donde eran dominadas, era menester para el humano sentirse inferior y adorar algo, aunque fuese una estupidez como la religión o la ciencia, o como el dinero y el entretenimiento. Pero todo se desbordaba, tantas ideas fluían, todas ligadas y encaminadas hacia Isis y su blasfemia. Tan idílico fue lo que sentí por ella al comienzo, pero tan patético fue nuestro fin eterno. Me preguntaba por qué todo cuanto ocurría tenía que estar impregnado de algo miserable y enigmático. ¿Por qué rayos no podía ser como el resto del mundo? Y, sin embargo, la normalidad era lo que aborrecía y lo que había buscado destruir con las imágenes y la bestia que en mí habitaban.

Las preguntas no cesaron, ni tampoco las visiones. Aquel funesto espectáculo fue el aliciente que me impulsó para atormentarme con cuestiones abstrusas. La ansiedad y la tristeza que sentía, mezcladas hasta el extremo en mi interior, hacían imposible que pudiera mantenerme con vida. Era como si mi mente y mi cuerpo ya no pudiesen estar juntos por más tiempo. Era como si se detestasen, como si se opusieran a seguir unidos. Y, quizás, había algo más, algo de lo que carecía el mundo execrable en donde me veía obligado a permanecer. Y ese algo era el espíritu, que rechazaba permanecer entre la miseria de la raza humana. Sí, odiaba con todo mi ser a esta civilización absurda y preñada de estupidez. ¿Cómo estar donde uno no quiere ni puede? ¿Por qué resistir una existencia tan falsa y asquerosa? ¿Por qué anhelaba la muerte sabiendo que estaba ahíta de incertidumbre? Y, sobre todo, ¿en qué instante fue que me convertí en esto? ¿Qué era el tiempo sino lo mismo que el bien y el mal, un mero concepto para intentar capturar lo infinito y hacerlo asequible ante nuestra reducida comprensión? La vida era tan corta, tan sucia y mundana. Me sentía cansado en tan poco tiempo, y, en parte, entendía porque siempre había vivido tan de prisa, pues misteriosamente presentía lo ineludible, en tanto que lo deseaba fervientemente.

Estaba trastornado, al borde la locura, detestando y añorando a Isis. Incluso, cuando estaba inválido, jamás creí que pudiera hacerme esto. Sobre todo, me odiaba por haberle conferido tal poder sobre mis emociones. ¡Cuánto la amé, cuántas cosas logré sentir por ella en su momento! Y ahora solo quedaba una salida, una que conocía, pero que negaba y añoraba. No me sería posible seguir viviendo de este modo, lo mejor sería consumar el acto, pero tenía algo de miedo. ¿Por qué era así? ¿Por qué se odia lo que se ama? ¿Por qué se teme lo que se necesita? Bien y mal, demasiada luz termina por cegar y demasiada felicidad por entristecer. Lo mejor era mantenerse en el sendero medio, impasible ante la dudosa existencia, ante la simulada realidad. No obstante, a mí ya de nada me servía saber algo así, pues era muy tarde para intentar acercarme a dicho sendero.

¿Acaso me había vuelto loco en esta noche ignominiosa? No estaba loco, de ninguna forma. ¿Cómo podría estarlo cuando por primera vez veía todo tan claro? Finalmente lo había comprendido, sabía que la vida era falsa, que ningún matiz de la pseudorealidad servía para alejar el anhelo supremo que consagraba a los seres sublimes. Que los humanos se solazaran con esta ilusión y con su materialismo. Sí, que el mundo se fuera al demonio, más de lo que ya se había ido. Yo sabía la verdad acerca de todo. Ahora lo sabía, nada me era ajeno, había alcanzado en la soledad de mi habitación lo que todas las imágenes intentaban decirme ¿Por qué tardé tanto en descubrirlo? ¿Por qué fui tan terco al no comprender que era imposible escapar de la pseudorealidad puesto que la vida misma estaba englobada en el concepto? Pero yo ya no podía ser como el resto del mundo, era una minoría de uno, estaba loco y se sentía genial. Sentía lástima por los humanos, pues sabía que nunca entenderían lo que yo había descubierto. Solo restaba una cosa por hacer para convertirme en un dios…

Pasé toda la semana encerrado en mi habitación, comí y bebí lo mínimo. Me sentía más delgado, estaba desvelado y en mi cabeza no parecía que fuese realmente yo. Mis padres se limitaron a insistir en que comiera y saliera más, pero no prestaba atención a sus súplicas. Por otra parte, el fin de semana entrante sería la graduación, una fecha que a todos emocionaba menos a mí. En el trascurso de los días pensaba con melancolía en todos los cambios que se habían producido y de qué manera habían modificado mi vida. Así era precisamente el hecho de vivir: nada le pertenecía al humano, cuyas metas se tornaban tan superfluas en comparación con el giro de la ruleta de acontecimientos. Entendía a la perfección que las cosas tan claras que se presentaban ante mí eran imposibles de dilucidar para otros. ¿Cómo podía entonces seguir perteneciendo a una raza cuyos ideales eran absurdos, miserables y tan terrenales? ¿Cómo sentirse parte de algo cuyo flujo es absolutamente contrario a la esencia intrínseca en el fondo del alma? Aun con todo esto me mantenía firme y sabía que, aunque desapareciese para siempre, mi pensamiento quedaría impregnando en lo intangible, solo necesitaba plasmarlo en un mensaje, de un modo que jamás pudiese ser olvidado.

Ya cualquier cosa me era ridículamente tediosa. Recordaba la gran intensidad con que había comenzado mis estudios universitarios, los cuáles se tornaron tan vacíos como todas las teorías y profesores. Todo se marchitaba tan lastimeramente que en verdad me apenaba que una raza en tal decadencia continuase reproduciéndose. De cualquier modo, todos teníamos el mismo fin y, en todo caso, cualquier meta se veía matizada de un sinsentido irremediable. Cualquier lucha por el ideal que fuese seguía manteniendo al humano sometido a su condición miserable. La existencia de toda persona era absurda, tanto como sus ideales materialistas y sus aspiraciones a reproducirse y perpetuar el error que denotaban. Desde luego que las visiones no se alejaban, pero ahora se presentaban como bestialidades con deformidades abruptas o realizando actos obscenos. Ya no confiaba en mi vista, hasta pensé en arrancarme los ojos, pero me faltó valor.

Seguramente todos dirían que había errado el camino, que estaba loco y que era un tonto, pues me negaba a ser parte de un engranaje tan banal y cotidiano. En mí ya no existía algo más allá del cuerpo que me atara a esta vida, tan solo este contenedor me aprisionaba contra mi voluntad, pero todavía no era digno de la sublimidad, del medio que me elevaría por encima de toda la falsedad en la que se revolcaban los triviales humanos. No tengo idea de cuántas cosas atiborraron mi mente durante esa semana, pues iban y venían, chocaban y se alejaban. Entre lo que veía y lo que pensaba terminé por recostarme y no me levanté sino hasta el viernes por la tarde, tan solo porque mis padres requerían de unos cuántos detalles acerca de la graduación, la cual comenzaría al día siguiente, temprano y en presencia de autoridades consideradas importantes.

Debo decir que mis padres no estuvieron muy de acuerdo con mi indiferencia y mi actitud durante la semana. Esperaban que estuviese más animado, pues al fin era la graduación, la culminación de todo mi esfuerzo, y el suyo también. Para ellos tal banalidad significaba la recompensa suprema, el momento en que podrían sentirse realizados ante un logro de tal magnitud. Después de todo, no eran diferentes del resto del mundo, pero, a su manera, intentaban apoyarme, lo cual jamás comprendí. Por otro lado, creían que sería bueno que entrase a trabajar cuanto antes, pues había gastos. Además, en cuanto pasara lo de la graduación, nos iríamos a vivir a nuestra casa, y al fin dejaríamos aquel lugar tan ominoso que ahora ya me daba lo mismo. Vendrían cambios y una vida nueva se asomaba después de haber soportado tal infierno. Sin embargo, para mí nada significaba, estaba harto de cualquier tipo de vida, pues nada valdría tanto como la separación eterna que con ansias esperaba y que parecía seguir temiendo por alguna razón. Me limité entonces a permanecer callado y escuchar sus reproches.

Me era impensable hablarles sobre mis ideas, pues, para ellos, como para el resto del mundo, no eran sino tonterías. Creían que, en cuanto trabajara, me centraría en vivir como todos: que conocería alguna chica guapa, me casaría, vendrían los hijos y obtener un buen salario. Después de todo, para eso se estudiaba, según ellos. O, quizá, preferiría hacer un posgrado y viajar por el mundo realizando investigaciones y publicando artículos en revistas famosas. Cualquier tipo de vida normal y en sociedad venía bien para lo que yo debía hacer de acuerdo con sus pretensiones. A mí, en cambio, simplemente me enfermaba el modo en que interpretaban mi felicidad, pero no los culpaba porque bien sabía que era la pseudorealidad la que se manifestaba en ellos, el moldeamiento al que se habían visto sometidos desde el nacimiento. Ellos me habían educado conforme mejor les había parecido, pero habían cometido un error terrible y yo, afortunadamente, creía haber despertado, aunque ya fuese demasiado tarde. Solo me preguntaba ¿cómo las personas podían soportar una vida tan monótona y vacía? ¿En qué clase de mundo pestilente nos veíamos forzados a permanecer?

Llegada la noche mis padres se fueron a dormir un tanto perturbados por mi actitud desgraciada. Nuevamente el insomnio se hizo presente y no dejaba de temblar, sentía como si en cualquier momento fuese a colapsar mi mente. Creo que fue la peor noche de mi vida, pues las imágenes oscilaban entre el sueño y la realidad, imposibles de distinguir. El pasado, el presente y el futuro eran formas en que podía alterar la corriente de inmundicia que golpeaba en todos los ángulos, cual feroz tormenta. Por fin, entendía cómo se sentía enloquecer, algo tan parecido al amor, pero tan lejano a la vida. ¡Qué curioso que todo proviniese de Isis! Ella era parte fundamental en las eviternas sensaciones que me inundaban. Pensaba que, si no la hubiese conocido, jamás habría atravesado por esto. Si tan solo nada de aquello hubiese pasado… Lo que más me confundía era cómo después de tanto tiempo la seguía amando. Nunca en toda mi nauseabunda vida había logrado experimentar un dolor y una angustia similares, ahí residía el origen de todo este galimatías de rencor amoroso. Ella había estado al comienzo y al final de todos los que creía eran reales, pero solo resultaban ser facetas del yo interior. Mis párpados se cerraban, me estremecía y observaba un rostro muy familiar y sugestivo, era Elizabeth. La mitad de su rostro anunciaba lo mismo que la lluvia de aquel ominoso día, algo imprescindible en el camino absurdo de un muerto.

Cuando desperté, tras una tenebrosa noche de irrealidad y sueños opresivos, sentía como si este fuese un día que jamás olvidaría. Permanecí media hora tendido en la cama, mirando el techo de aquella casa que tanto había detestado. Estaba triste, pero era una tristeza descomunal, tan inherente que de ninguna forma podía arrancarla. También me percaté de que estaba solo, lo había estado siempre. Todo ser humano nacía y moría solo, esa era la cruel verdad que todos solían adornar, pero que siempre se presentaba en la última hora. El reloj marcaba las 6 AM, demasiado temprano, y yo ya no tenía sueño. La graduación comenzaría a las 10 AM, hora razonable para que todos se perfumaran y se ataviaran como mejor les viniera en gana.

Seguramente estarían tan emocionados y el ambiente sería de dicha y felicidad. Los padres se enorgullecerían de sus amados hijos, de aquellos sujetos que no eran supuestamente como el resto, sino superiores por haber terminado sus estudios universitarios, porque ahora sí eran alguien en la vida. De todo esto no sé qué parte me parecía más vacía. Aquellos futuros empresarios solo contribuirían a alimentar la pseudorealidad, serían consumidores de los vicios universales, adoradores del falso dios, herederos de la estupidez que sus propios progenitores les inculcaron. ¡Qué triste me parecía que este acto denotara lo máximo para las personas! ¿Cabía pensar que, al fin y al cabo, todo se reducía a esto, a formar parte de algo que odiaba?

Recorrí aquella casa desagradable con una sensación traicionera. En una semana nos iríamos de ahí finalmente, pero ya no me parecía tan funesto el olor malsano y el ruido ensordecedor, pues mi espíritu estaba bajo la opresión y el sinsentido de un abismo de proporciones cósmicas para agobiarme con tan poco. Pero así era yo, siempre vivía en contradicción, por eso tal vez rechazaba la vida y seguía en ella. Recordaba a mi perro, el que jamás cuidé ni quise, pero que siempre estuvo ahí. Recordaba su mirada triste, reflejando la podredumbre de la humanidad, tirado en el suelo y anhelando lo mismo que yo ahora.

En fin, tras haber soltado algunas lágrimas observé que mis padres habían alquilado vestimentas muy finas y caras, especiales para la ocasión. De acuerdo con el plan, estarían ahí media hora antes, y, por unos instantes, dilucidé la posibilidad de que invitasen a mis tíos y demás familia, aunque afortunadamente logré disuadirlos de tan nefando propósito. Luego, cuando todo hubiese culminado, iríamos a comer a algún restaurante medianamente caro y pasaríamos el resto de la tarde celebrando porque ahora yo sería un hombre eminente, graduado de una universidad ostentosa y con múltiples posibilidades de ser exitoso, lo cual se resumía en tener dinero y cosas materiales. Sin duda, sería un día inolvidable, uno que quedaría por siempre grabado en su memoria, y que yo esperaba no vivir.

Me coloqué el traje que me habían alquilado contra mi voluntad y sentí deseos de salir. Pensé que, de cualquier modo, tendría que asistir a la graduación, pero podría darme un tiempo a solas para calmarme. No desayuné, no sentía deseo alguno de probar alimento ni de continuar con esta falacia que todos aceptaban como vida. Misteriosamente, me entró una nostalgia tremenda, por lo cual revisé y acomodé todas mis cosas, desde mis libros hasta mis antiguos poemas. De alguna forma sentía que debía dejarlo ir, que debía desprenderme de lo más bello que había realizado y lo único que me había importado alguna vez. Tomé el libro Encanto Suicida, era evidente que me había cambiado sobremanera. Una conexión mística me alentaba a leerlo una y otra vez en un solo día, sentía gran afecto por el extraño autor y su sórdida tragedia.

No había olvidado mi propósito de encontrar a Elizabeth, pero, con todo lo que había ocurrido esta semana, ya no tenía fuerzas para nada. Al fin, decidí que saldría y vagaría un poco, me gustaba caminar y pensar. Tomé el libro conmigo y también un trozo de papel en conjunto con un lápiz y un borrador. Antes de salir observé detenidamente a mis padres dormidos en la habitación contigua. Ellos, pese a todo, eran mi familia, aunque fuesen tan diferentes, aunque yo estuviera ya loco. Un destello de luz surgió y, por un breve lapso, me arrepentí. Sí, casi decidía quedarme y continuar con mi absurda existencia tal como ellos y el resto del mundo, tal como todos los sucesos intrascendentes que había vivido y las formas que se habían proyectado fuera de mi alma, pero no, sabía que era demasiado tarde para un ser como yo. Lo que me había conducido hasta aquí era de una fuerza incuantificable, fuese destino o casualidad, y ahora me impelía a hacer lo pertinente para quebrar el cordón de la consciencia.

No podría acumular tantos sucesos, espejismos y sentimientos tan solo en este carnal traje ilusorio, y en una supuesta realidad que interactuaba con mis impulsos humanos. Me importaba un bledo lo que dijera cualquier ciencia, filosofía, creencia, ideología o humanidad, pues eran solo precarias concepciones que jamás hallarían los recovecos del espíritu. ¡Cuán absurdo era vivir sin alma! Y todos los monos parlantes a mi alrededor lo hacían tan fácilmente, pero yo ya no podía más. Me resultaba imposible permanecer más en este mundo malsano y execrable, ahíto de vicios y podredumbre donde todo era dinero y sexo. Asimismo, comenzaba a presentir con una agitación desconcertante que probablemente este sería el fin, pero estaba bien, tan adecuado para un tormentoso torbellino de confusión y paroxismo intrínseco. Sí, lo único que le quedaba a un idiota demente como yo era la muerte.

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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