Capítulo XLIV (EEM)

Tantas cosas fluían en mi cabeza, tantas tardes lluviosas regresando de un trabajo tan monótono como absurdo. Y solo me acostaba en la cama, sin deseos de hacer nada. Era extraño, pues realmente nada me interesaba ya. Era como si, de pronto, me hubiese percatado de lo irrelevante que era tener metas en la vida, pues de cualquier modo siempre terminaban encasilladas en dinero, poder, sexo o materialismo. No había, tristemente, algo más que pudiéramos desear los seres adoctrinados por el sistema. La ciencia, el arte y la literatura no eran sino otro gran negocio, tan nauseabundo como la religión y las grandes corporaciones que se habían apoderado de las mentes de las personas. Ni hablar, no había escapatoria: en un mundo totalmente controlado por la ambición y el poder de unos cuántos lo único que quedaba era aceptar lo impuesto y ser un zombi más de aquel orden. Sí, solo eso o suicidarse. No había más opciones, pues uno solo no podía, por medios naturales, revertir la situación. La mayor parte de la humanidad era una estupidez, una basura, una ridiculez, una sordidez de la peor calaña. Vaya, ¡qué gran tontería era intentar cambiar el mundo! Había sido tan ingenuo por tanto tiempo cuando pensaba en salvar a aquellos que no quieren ser salvados.

Pero bueno, finalmente hoy era viernes. Sí, viernes de quincena, día en que todas las personas buscaban un poco más de lo normalmente acostumbrado. Ya fuera en los antros, con las putas, en el consumismo desmedido o en cualquier cosa. Hoy viernes de quincena era un día singular. Noté desde temprano que el tráfico sería terrible, y que la afluencia de gente estaría de locos. Me parecía como si fuese navidad o algo parecido, pues notaba una gran ansiedad en los rostros de todos mis compañeros. Y, en el fondo, yo también quería desquitar todos los días que había pasado absorto en mis pensamientos. Tal vez cambiar no servía de nada, aunque era algo que aún no tenía decidido. Aunque gran parte de mí decía que me entregase de una vez por todas a la perdición como antes, había una mínima parte que me susurraba ciertas cosas sublimes, creo. Y por esta última me había alejado de la malicia en las últimas semanas.

De mi familia no me acordaba ya casi, pues me fastidiaban demasiado. Especialmente mi padre me molestaba, pues siempre estaba insistiendo en que diera clases de matemáticas a unos compañeros del trabajo, lo cual no me interesaba. ¿Realmente no podían comprender que nada me importaba ya? ¿Era inverosímil que detestara tanto mi existencia al punto que despertar era una agonía y vivir una estupidez? Dormía bastante últimamente y comía muy poco. Supongo que gracias a ello me había recuperado un poco de todas las desveladas anteriores debidas a la juerga. Mis naturales ojeras, ya tan parte de mi rostro, habían desaparecido casi por completo. Me sentía, no obstante, más débil y cansado que antes. ¡Estaba asqueado de todo y de todos! No soportaba el hecho de existir, y me molestaba sobremanera la idea de que alguien o algo me obligase a hacerlo. Como sea, hoy era viernes de fiesta. ¿Qué haría yo? ¿Iría a mi cuarto a deprimirme y arrojarme en mi cama para pensar en lo mucho que repugnaba todo? O, tal vez, iría a la perdición con la esperanza de que esta noche por fin se consumara mi mayor sueño: el suicidio.

Fue entonces cuando sentí cómo una mano se posaba sobre mi espalda y una vocecita me susurraba algo detrás del oído. Era tan extraño, casi como si aquello ya lo hubiese experimentado no en ocasiones pasadas, sino en una especie de universo paralelo donde todo era como un espejo. Sí, un espejo con muchas caras, y cada una de ellas reflejaba una personalidad diferente. De ser así, entonces era cierto que mis alucinaciones eran más que eso, y que mi realidad podría haber sido deformada desde hace mucho por cada nueva percepción que surgía en mi alienada cabeza. Al final, no estaba seguro de nada, pero era casi como si me hallase en una simulación fatídica y siniestra. ¿Acaso no era eso la vida también?

–Oye, Lehnik… Iremos al antro saliendo de la oficina. Ya sabes, a Ilusiones Ataviadas, a donde fuimos en la fiesta de fin de año.

Ilusiones Ataviadas siempre me había parecido como el nombre de una especie de juzgado cósmico, no sé por qué. Sin embargo, se trataba de un antro de mala muerte donde había de todo, ¡en serio de todo! Era de esa clase de lugares donde personas con gustos diferentes podían acudir y hacer travesuras. Y sí, en la fiesta de fin de año, luego de la aburrida cena con los socios, varios de los compañeros de la oficina, los que siempre jalaban para la fiesta, decidimos ir, y estuvo genial. Aunque me arrepiento un poco porque dejé pasar buenas oportunidades.

–Entonces ¿qué dices? ¿Sí te animas? ¡Verdad que sí!

–Pues, no lo sé. No me he sentido bien últimamente, pero…

–¡No estés bromeando! Tú siempre nos acompañas, yo sé que te encanta la diversión tanto como a mí.

–Sí, puede ser que sí, pero debo pensarlo.

–Lehnik, esta será la primera vez que iremos los dos juntos a ese lugar –expresó ella acariciando mi cuello–. Cuando tú has ido, yo no he podido. Y cuando yo he ido, tú no has querido. Además, hoy es viernes de quincena y de perdición. Te aseguro que la pasaremos muy bien, de verdad.

Denis era una de las compañeras de la oficina. Se trataba de una mujer un poco madura, de unos treinta años aproximadamente. Era casada, pero engañaba a su esposo cada que podía, pues era un completo imbécil. Ni siquiera sé por qué se había casado con un sujeto así. Bueno, sí sé por qué, por dinero. El sujeto le llevaba quince años, pero estaba forrado. Al parecer había trabajado mucho tiempo en un banco y había hecho buenos negocios. Tenía algunas empresas pequeñas y, aunque no era millonario, sí tenía bastante plata. Denis, desde luego, era una perra interesada. Antes de relacionarse con tal imbécil había tenido buenos novios, pero los dejaba siempre porque no tenían el nivel económico suficiente que pudiera satisfacer sus caprichos. Le gustaba la buena vida, en resumen. Los automóviles, los restaurantes caros, los hoteles de cinco estrellas, las joyas, los anillos, la ropa de marca, todos los lujos los tenía. Sí, tenía todo, excepto un hombre de verdad. En una borrachera nos confesó que a su esposo no se le paraba más. Al parecer, solamente una muy alta dosis de cialis conseguía el efecto deseado para la penetración. Además, en sus propias palabras: “no cogía rico, sino que parecía una estatua”. Algunas veces iba por ella al trabajo, y sí, era un idiota en todos los sentidos. Vestía como un anciano y tenía la voz como una abuela ronca. A pesar de todo, habían conseguido tener dos hijos, los cuáles eran lo único que consolaba a Denis. Aunque, en el fondo, no sé por qué sospechaba que no le importaban tanto como aparentaba.

–Entonces ¿sí o no? ¿Ni siquiera aceptarás porque soy yo quien te lo pide? –insistió nuevamente Denis, sonriendo de modo que no me dejó opción.

–Sí, claro que iré. Solo estaba bromeando. Iré, eso es un hecho.

–Bien, pues partiremos de aquí a las cinco. Tengo algunas cosas que terminar, así que será mejor que me apure… ¡Nos vemos al rato! Y ¡nada de escaparte antes!

–Seguro, cuenta conmigo.

Noté a todos muy inquietos y fastidiados. Supuse que era debido a la fiesta. Ya todos querían mandar al carajo las absurdas actividades cotidianas y ahogarse en el alcohol y la perdición. Era, naturalmente, la forma de olvidar lo miserable que era existir, al menos por unos momentos, por unos escasos y estúpidos fragmentos de una noche que consumiría algo más que nuestros corazones. Ishak y Jaszki, los dos compañeros con los que más me hablaba, además de Denis, se la pasaron toda la tarde haciendo alusiones a que “esta era mi noche”. No sé a qué se refería exactamente con estos últimos términos, pero supuse que estaba bien. Yo, por mi parte, estaba aburrido. La verdad es que no tenía ganas de nada y estaba aún en duda en si ir a la fiesta o regresar a mi cuarto a hundirme en mi miseria. ¿Qué diferencia podía haber?

Entonces dieron las cinco y nos reunimos. La verdad es que se juntó más gente de la que esperaba. Algo me decía que esa noche no iba a ser una noche cualquiera. Tenía un extraño presentimiento, y era como si una voz muy lejana, pero a la vez familiar, me dijese, en un silbido enigmático, que “mi existencia estaba en medio de dos universos paralelos”. No obstante ¿qué podría realmente significar esto? ¡Al carajo! Mi cabeza estaba confusa, me sentía mal. Y, en un evidente acceso de angustia, quise escapar. Me fijé que nadie me mirase y me deslicé hacia el baño. Entonces pasé ahí diez minutos hasta que el grupito decidido a ir a la fiesta salió. Comenzaron a punzarme las sienes, pero se trataba de un dolor raro. No era muy fuerte, pero molestaba demasiado. Era como si me taladraran desde dentro, como si algo despedazara mi cerebro. Lo ignoré y salí, cuidando que ninguno del grupito no me viese. No los vi por ninguna parte, así que supuse que ya se estarían marchando. Mejor, pues cuando bajara ellos ya se habrían ido. La oficina estaba en el piso nueve, así que todo cuadraba.

Vaya que había sido fácil aquello, pensaba mientras el elevador me conducía a la planta baja. Pero mis reflexiones fueron cortadas de tajo por un sonido. Pensé que se trataba del elevador y que sería alguna falla técnica, pero no. Se trataba de mi celular, el cual rara vez sonaba, pues verdaderamente no tenía a nadie que me hablara, y así era mejor. Pensé que sería una estupidez contestar, que tal vez sería otro de esos mensajes para ofrecer tarjetas de crédito o algo por el estilo. Así, dejé que sonara una y otra vez. Pero no se callaba, seguía sonando como si el que estuviese marcando se mantuviese empeñado en que yo le contestase a toda costa. Y, por suerte, yo también me mantuve en mi decisión de no contestar. Cuando se abrió la puerta del elevador, me alivió que se callara al fin. Me despedí del vigilante y éste dijo:

–Que tenga una buena noche, señor. Cuídese mucho, por ahí se escuchan rumores de que esta noche ha habido ya bastantes suicidios.

En principio, no puse atención a sus palabras. Lo tomé como otra despedida más de rutina. El vigilante siempre tendía a hacer amistad con todos, y gastaba bromas de muy mal gusto. No obstante, me parecía percibir en su voz un no sé qué de misterioso. Había algo en su advertencia que me producía un efecto más profundo. Volteé y lo único que atisbé fue cómo sonreía ampliamente, pero era extraño, era como si esa sonrisa ya la hubiese visto antes. Sí, era la misma sonrisa de Akriza, de Selen Blue, de Arik, incluso de Denis, y de muchas personas que había conocido recientemente. Era otra vez esa maldita alucinación mía, la de sentir que los rostros de todas las personas que había conocido últimamente se mezclaban en uno solo y sonreían con la sublime y acendrada sonrisa de la muerte.

Me disponía entonces a retirarme a mi departamento cuando sentí cómo alguien se acercaba a mí. Experimenté un ligero escalofrío, pero al virar descubrí a Denis mirándome fijamente.

–Y bien ¿Acaso creías que ibas a escaparte de mí? ¿No estarás pensando en no ir a la fiesta? Bueno, pues no me moveré de aquí sin ti.

–No es eso, Denis. Es solo que algo extraño está ocurriendo.

–¿De qué estás hablando? ¿Algo extraño como qué?

–No sé, quizá solo es algo mental.

Era casi una locura. Era como si yo mismo pudiera controlar las acciones de las personas que conocía, pero solo de esas. ¿Acaso sería todo una especie de simulación? Todo lo que restaba era cambiar la perspectiva, pues yo, en realidad, quería morir siendo feliz. Si tan solo pudiera ir a un mundo donde pudiera ser comprendido, donde no me molestase la estupidez y la simpleza de las personas, donde pudiera ser yo mismo y librarme de esta humana esencia tan corrompida ya. Tal vez, después de todo, no era un crimen odiar este mundo ni a sus habitantes, ni tampoco suicidarse podía ser tan malo en el fondo, pero la vida, entonces, debería ser un poco menos insensata con los abismos en los cuáles nos permitía caer tan profundamente.

Yo iba a morir como todos, sin importar si me suicidase o esperase que ocurriera algún accidente, homicidio o enfermedad. ¿Realmente importaba que fuera hoy, mañana, la semana próxima, el año entrante o en muchos años? Inclusive, si mi muerte se prolongase hasta la mismísima eternidad, no dejaría de ser muerte. Entonces ¿qué había de interesante en el contenido, en una vida que desde un comienzo me había parecido insoportable? Ciertamente, yo había sido un niño tonto y raro, pero desde esos primeros tiempos en este mundo sentía que todo sería un vil desperdicio. Daba igual morir, siempre que uno tenía que hacerlo algún día. Por eso consideraba todo con tal indiferencia y me parecía ridículo tomar algo en serio; era absurdo existir solo para morir. ¿Por qué no ahora, por ejemplo? Esa era la cuestión principal del asunto… ¿Por qué no me atrevería de una vez por todas a cruzar la puerta, a penetrar en ese misterioso recinto de lúgubre hundimiento que era la muerte? La deseaba, sí, la deseaba con todo mi ser; sin embargo, hasta hoy, nunca la había considerado tan próxima. Siempre me había parecido lejana, y por eso entendía que las personas creían ser felices y también luchaban, sufrían y ambicionaban cosas de este mundo. Todos estaban tan encantados y se creían con el derecho de vivir que olvidaban algo: que lo único real y sublime en la existencia de una raza tan miserable como la humana era la muerte.

En fin, todo era tan irreal y aburrido que mis pensamientos eran lo más interesante en mi mundo. Podría pasar horas meditando y complicándome la existencia con ellos, pero ¿de qué serviría, al fin y al cabo? Bien sabía que nadie más podía entenderlo, era inútil intentar contárselo a alguien. Todo este mundo estaba condenado a ser solo un infame sinsentido, y sus habitantes eran los seres más repugnantes que alguna vez se hubiese imaginado alguna especie de supuesto ser superior. En fin, como sea, solo algo tenía claro, y moriría con ello: que este mundo era un lugar horrible, sobre todo sus habitantes, y que, pese a todo, yo debía tener razón. Sí, eso es, yo moriría teniendo la razón, creyendo en mi propia verdad, sin despegarme nunca del punto de referencia desde donde había decidido mirarlo todo, juzgarlo todo. Y ese mundo que odiaba, y del cuál siempre me sentí ajeno, debía estar equivocado. Y cuando me suicidase probaría que la vida no valía nada, menos la mía; de hecho, la de nadie. La vida de una persona, o de todas en conjunto, era igual, era nada, era un absurdo. Solo los humanos se aferraban a ella porque eso se les había enseñado como adecuado, y porque creían ser felices en su propia ignorancia y estolidez. Pero, en el fondo, el mundo era absurdo, injusto e incorrecto. Yo tenía razón, el mundo se equivocaba…

Cada vez todo se tornaba más intolerable. No sé, cada vez todo era más difícil. Las personas me parecían más simples y estúpidas que antes, y me era imposible no repugnarlas. Creo que apreciaba solamente a las prostitutas y a los borrachos, pues, en su miseria, eran más sinceros consigo mismos que todo el resto de las hipócritas que poblaban este inmundo planeta. Creo que, en el fondo, no estaba hecho para este mundo, pero no entendía por qué entonces debía estar en él. Si yo no debía existir y estaba en desacuerdo con todo, si todo me molestaba, me fastidiaba y me incomodaba, entonces ¿por qué lo hacía? Lo único que me parecía real eran la agonía y el sufrimiento producto de mi existencia, de una vida que jamás hubiese querido tener. ¡Cómo me enconaba cuando pensaba de este modo!

Antes de partir, sin embargo, debía todavía presenciar un acontecimiento. Aun cuando estuvimos en el antro seguí cuestionándome si fue real o no lo que contemplé. Especialmente misterioso se tornó todo cuando, tras haber interrogado a Denis, me enteré de que solamente yo había sido el único observador de aquel incidente. No puedo estar seguro, pero aquello solo vino a agravar más los extraños acontecimientos de aquella noche suicida. Como sea, lo que vi fue solo un acto más de un alma desesperada, algo que ya había ocurrido antes. En cuestión, alguien se había arrojado por la ventana y había ido a dar contra un automóvil totalmente negro, con los vidrios polarizados, o eso me pareció. No obstante, nadie parecía verlo, nadie prestaba atención. Lo más sospechoso de todo era que me pareció saber de qué piso exactamente se había arrojado el suicida: no podía estar equivocado, se trataba del piso nueve, y aquella ventana era la de nuestra oficina. Pero ¿por qué nadie más parecía percibirlo?

El taxi arrancó sin darme oportunidad de contemplar mejor el suceso. Pero sé que todas las personas pasaban y que aquello era un suceso que solo yo, el observador, podía contemplar. Y, casi cuando estaba a punto de voltearme, vi que el vigilante salía del edificio para encontrarse con unos sujetos que salían, a su vez, del automóvil negro donde se había estrellado el cuerpo del supuesto suicida. Lo más extraño fue que yo creí reconocer a aquellos seres, pues se parecían bastante a dos sujetos que yo había visto antes, y que también se habían presentado en circunstancias misteriosas. Me refiero, desde luego, al sujeto del interrogatorio en el hospital y al supuesto monje que hallé levitando en el parque aquella inquietante mañana. ¿Quiénes eran? ¿Se trataría, al fin y al cabo, del mismo ser? ¿Por qué se reunían con el vigilante del edificio? ¿Por qué precisamente el cuerpo del suicida tenía que caer en su automóvil? ¿Qué diablos querían? ¿Por qué sentía que me perseguían? Además, vestían unos mantos negros con marcas en rojo, o eso creí distinguir. Y noté también que, pese a su excéntrica vestimenta, también pasaban desapercibidos para todo el mundo.

En fin, pensé que quizá necesitaba dormir mejor. Pero justamente en ese momento comenzó a escucharse, o al menos yo la escuché, la extraña melodía del sueño árabe. En esta ocasión, sin embargo, era más fuerte y aguda que nunca. Intenté taparme los oídos y hasta Denis me miró de modo raro, pero no funcionaba. Aquel sonido demoniaco se incrustaba en mi mente de manera misteriosa y me producía una tremenda jaqueca que no menguaba. De hecho, ese dolor de cabeza no había parado del todo desde que había encontrado a aquel sujeto en el hospital. Por momentos disminuía, pero nunca se iba del todo. Y ahora, cuando escuchaba aquella melodía del sueño árabe proveniente de quién sabe dónde, sentía que iba a desfallecer. Por suerte, el taxi aceleró en esos momentos, el semáforo se había puesto en verde. Y, conforme nos alejábamos de aquel sitio, me parecía también experimentar cierto alivio y también una profunda nostalgia. No sé por qué, pero tuve de pronto la impresión de que esa sería, tal vez, la última vez que observaría aquel edificio y aquel escenario que tantas veces había detestado mientras me dirigía al trabajo y de vuelta a casa. Probablemente el fin estaba ya muy cerca, más de lo que sospechaba.

Cabe resaltar que olvidé por completo el asunto del suicida. No lo recordé sino hasta que entrábamos en Ilusiones Ataviadas, aquel antro de mala muerte al que ahora estaba a punto de adentrarme. Como sea, ahora ya era tarde para pensar en eso. Todos entenderían que este viernes debía dedicarlo a la perdición, y yo también sabía que así lo quería. Me había reservado estas últimas semanas y creía que así podía purificarme, pero ¿para qué? ¿Purificarme de qué? Eso no eran sino tonterías y absurdos de moralistas sin remedio. Realmente uno nunca podía purificarse ni ensuciarse de nada, puesto que todo era irrelevante. En especial lo eran el bien y mal, pues estaban condicionados a las creencias de las personas. Entonces ¿a qué venía eso de sentirse triste por las acciones cometidas y las que cometería? ¿No era todo igual de intrascendente? Claro, ¡sí que lo era! Por lo tanto, daba igual ser o no ser, estar o no estar, beber o no, follar o no. Al fin comprendía que nada importaba y menos en un mundo injusto y absurdo como este. ¿A quién le importaría si me emborrachaba hoy o si moría en unas horas? Más allá de mis padres y de unas cuántas personas, realmente a nadie. En toda la existencia yo era solo un punto tan insignificante que mi vida y mi muerte podrían considerarse casi lo mismo. Sí, ¡eso era lo hermoso! Vivir o morir era exactamente lo mismo para un simple humano, y quizá para todo y todos.

Razonando así, me pareció adecuado disfrutar de la fiesta y hundirme en la depravación más sórdida como tantas otras veces. Era este el momento de olvidarlo todo, de realmente aceptarme a mí mismo, de aniquilar cualquier diferencia entre el bien y el mal. Era ahora el instante donde mis deseos sexuales se mezclaban con los suicidas y donde aceptaba cualquier cosa que pasara. Afuera del bar había una fila enorme de personas que esperaban entrar. Pensé entonces que nosotros tendríamos que formarnos y que nos demoraríamos bastante. De todas esas personas que esperaban con impaciencia, podría decir, a simple vista, que había un poco más de mujeres que de hombres. Y, en su mayoría, se trataba de jovencitas que, creo, rondarían entre los dieciséis y los veinte años. Eran casi todas unas niñas, aunque, ciertamente, podría decirse que también había bastantes entre los veinticuatro y los veintiocho. Yo, desde luego, también era joven entre mis compañeros. El más joven, de hecho. Por eso siempre decían que yo era un niño entre ellos.

Como sea, noté una ansiedad tremenda en aquellas personas. Parecían sumamente desesperadas por entrar a Ilusiones Ataviadas y por entregarse, como yo también lo haría, a la crápula y la embriaguez. Cabe destacar que Ilusiones Ataviadas no era un antro cualquiera, desde luego que no. Se trataba de un antro conocido por todas las cosas que pasaban dentro: cerveza a precios muy bajos, ingente cantidad de drogas que se consumían y locuras sexuales que acontecían tanto en las plataformas como en los sanitarios. Se rumoraba, ciertamente, que hasta se podría acuchillar a alguien ahí. Y es que había de todo: besos de tres, bastante baile donde había que pegar mucho los cuerpos y donde las mujeres pegaban sus culos a las vergas de los hombres, sustancias para alucinar y todo en el ambiente más sucio.

Por supuesto que la homosexualidad y el lesbianismo estaban presentes, y hasta era ideal para experimentar y descubrirse. Algunos grupitos salían y se dirigían a alguno de los hoteles contiguos para desnudarse y entregarse a los placeres más desenfrenados y sucios, tanto hombres como mujeres. En resumen, Ilusiones Ataviadas era un antro donde pasaba de todo, quisiera uno o no. El mismo ambiente te iba induciendo en un estado que, combinado con el alcohol y las drogas, terminaba por denominarse como “abierto a lo que sea”. Justamente ahí dentro se perdía la diferencia en géneros y podía uno darse cuenta de que realmente no había diferencia entre un hombre y una mujer, pues, en cualquier caso, ambos tenían una boca que se podía besar y un cuerpo que se podía disfrutar.

Creo que por esta fama un tanto delirante que es que Ilusiones Ataviadas, de jueves a sábado, de las seis de la tarde hasta las cuatro de la mañana, tenía una demanda avasallante. La fila para entrar era muy larga y siempre se veía gente muy hermosa, tanto hombres como mujeres. Podría decirse que era un antro casi legendario para hundirse en la perdición y mostrarse tal cual uno era. Por eso me gustaba ir, porque ahí dentro se podía liberar con toda confianza las verdaderas conductas de la mente. Era, por así decirlo, casi espiritual poder entrar a Ilusiones Ataviadas y quedarse hasta que cerrara. Al final, no nos formamos, eso fue bueno. Denis me jaló de la mano justo en el momento en que estaba a punto de dirigirme hacia la fila para ir a situarme en la cola. Tenía un plan, tramaba algo, y no me lo había dicho.

Era evidente que no pensaba esperar quién sabe cuánto tiempo para entrar. Al principio creí que nos dejarían pasar tan solo porque nuestros demás compañeros ya estaban dentro, pero no fue así. Los guardias nos bloquearon el acceso y no tuvimos más remedio que frenarnos. Nos miraron escrutadoramente y noté que uno de ellos, el que parecía ser el jefe, miraba a Denis con una lujuria increíble. Sospeché de mejor forma por dónde iba el asunto, pues Denis había desabrochado otro botón de su ya pronunciado escote y parecía presumir sus firmes senos. Además, llevaba una minifalda muy parecida a la que había usado el día de su cumpleaños. Tal y como lo esperaba, se acercó al guardia principal y le susurró algo al oído. Luego, sin importarle nada, comenzó a acariciarle el rostro y la barba hasta terminar dándole un beso y sobándole el paquete ahí abajo. Mientras lo hacía, en determinado momento, me miró y creo que le divirtió saber que yo la observaba, pues se aferró aún más a aquel gorila. Para ser sincero, a mí me daba igual lo que hiciera, pero no pude evitar pensar que era una mujerzuela que se besaba con todos porque estaba aburrida de su miserable existencia basada en su patético matrimonio, un esposo imbécil y unos hijos no deseados.

Tras esto, al fin pudimos entrar en el famoso y excéntrico antro Ilusiones Ataviadas. Creo que algunas personas de la fila nos miraron con disgusto y odio, pues verdaderamente nos habíamos ahorrado bastante tiempo, y todo solo con un beso y una manoseada al vigilante, hasta donde sabía… Como sea, ya estábamos dentro. Era casi un triunfo, como si eso le diera momentáneamente sentido a lo miserable que era la existencia. El lugar no podía ser más extraordinario. Tras haber superado la cortina plateada con dibujos de penes y vaginas gigantescas, nos encontramos con todo un galimatías infernal. Ciertamente, no era tan inmenso como parecía. No obstante, eso era lo de menos. Entendí, además, por qué mantenían un control tan estricto en la entrada de las personas, todo era con el fin de no saturar el interior. Y es que, de verdad, ya estaba a reventar.

Era imposible pasar sin recibir dos que tres rozones y metidas de dedo. Y, al mismo tiempo, poder uno aprovecharse de ello. Las luces de neón invadían el techo y las paredes, dándole al lugar un aspecto único. Definitivamente tenían que haber contratado a un diseñador para el lugar, porque aquello era toda una obra de arte para la perdición. Había maniquíes muy bien confeccionados mostrando sus atributos, una plataforma donde algunas “chicas” verdaderamente hermosas y de lo más suculentas realizaban sus bailes, tubos donde las personas podían pegarse y mostrar sus habilidades y, sobre todo, un ambiente espectacular. Todo pintaba para que aquella noche fuera un auténtico pandemónium de depravación, sexo y, lo mejor de todo, muerte.

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Libro: El Extraño Mental


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