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El Extraño Mental XX

Y bueno, toda esa mierda era pasajera. Yo era indiferente ante lo bueno y lo malo, llevaba la marca de la dualidad. Decidí salir, aunque grande fue mi sorpresa cuando, al bajar las escaleras, me encontré con el señor Volmta, el mismo que un día antes formaba el trío de los pensadores de taberna. Lo saludé y él lo hizo también. Pensé que me había reconocido, pero no tuve la certeza. Era obvio que estaba crudo y su aspecto era el de un hombre acabado. Con cierta duda, le dije:

–¿Es usted el señor Volmta? ¿A dónde se dispone a ir?

–¿Cómo sabes mi nombre? ¿Nos conocemos de algún lado? Pues es un asunto un tanto privado y lamentable.

Recordé subrepticiamente el suicidio de Piji y creí oportuno intentar averiguar si se refería a eso.

–¿Se suicidó uno de sus amigos? –inquirí con cauteloso acento.

Me miró como si fuese yo una especie de brujo, pues su expresión era de sorpresa y de indignación, como si le molestase que alguien ajeno a su círculo tuviera conocimiento de un suceso tal.

–Ya veo que sabes más de lo que pensaba. Pues sí, a eso voy.

–Lo acompaño. Si no le molesta, claro –espeté con más soltura.

–No, desde luego que no, ¡je, je! ¿Por qué habría de? –replicó sonriendo tan familiarmente, recordándome esa extraña sensación experimentada en el primero momento en que lo vi, briago y aturdido en Diablo Santo, apenas el día anterior.

–De acuerdo, pues vamos. Tal vez le cuente a usted un par de cosas.

–Bien, pero he de advertirle que no habrá nada de desayunar allá, así que…

–No se preocupe, no tengo apetito por ahora.

–Puedes llamarme solo Volmta.

Salimos y nos dirigimos hacia el velorio, el cual se realizaba en una vecindad, a unas cuántas calles del condominio donde residía. El clima era soleado, precisamente el que menos me gustaba, y el ambiente era de jolgorio, tanto familiar como corrompido de taberna. Los vendedores ambulantes atosigaban el paso intentando ganarse unos centavos, en tanto los vagabundos estiraban la mano para obtener alguna limosna. Doblamos en la esquina de una calle sin nombre y entramos a la vecindad, donde había pocos asistentes, la mayoría mendigos. Solo una dama y un señor canoso se ocupaban de servir el café. El cadáver yacía en el suelo, todavía con las ropas pringosas y el rostro pálido. Estuvimos ahí un buen rato, la verdad es que nada relevante aconteció, sino lo acostumbrado de cada velorio. Hubo plegarias, un sacerdote realizó todo el ritual y los asistentes vaciaron la olla del café. A mí todo esto me importaba un bledo, tan solo esperaba el momento para conversar en privado con Volmta, pues su sonrisa me era endemoniadamente familiar. Ya casi cuando me estaba desesperando por las tonterías del sacerdote y la trivialidad del asunto, todo acabó. El asunto del entierro era otro cuento del cual nada quería saber, aunque probablemente el municipio se encargaría, ¡que el diablo se quedara con el cadáver de ese pordiosero! Salimos y Volmta me miró, luego dijo con afabilidad:

–Vaya, ¿eres tan tranquilo siempre? ¿Quiere ir a desayunar algo? Ya sabes, donde ayer…

–Sí, desde luego. No tengo nada qué hacer y su compañía me vendría de maravilla.

–Lo mismo digo, ahora vámonos.

Caminamos hacia Diablo Santo, aunque en silencio. Volmta parecía estar bajo reflexiones profundas y no quise intervenir, ya tendríamos todo el tiempo del mundo en cuanto llegásemos a la taberna. Además, por mi parte, también estaba en debate, pues el asco no se iba y algo en mí se negaba a continuar vivo. Pensaba que, de no ser por el misterio que debía discernir en la familiar sonrisa de aquel hombre, bien podría colocarme en medio de la calle y acabar con todo, así de miserable me encontraba. Por suerte, antes de que me decidiera, llegamos y pedimos un desayuno cualquiera, luego comenzó la verdadera charla.

–Ya te recuerdo, eres ese muchacho que ayer se mantuvo tan atento con nuestra plática –empezó diciendo Volmta, mientras pensaba qué bebida ordenar.

–Sí, es correcto, soy yo. No pude evitar buscarte, pero parece una coincidencia.

–Lo mismo pensé cuando te encontré hace unos momentos en el condominio 11.

–¿Usted vive ahí? ¡Imposible, yo igual!

–Sí, yo habito el departamento del tercer piso.

–Ya veo, yo estoy en el segundo piso. Me sorprende jamás haberlo visto, es raro.

–Es que casi no estoy, este es mi hogar –afirmó extendiendo los brazos y acomodándose en la silla–. Y, cuando no estoy aquí, es porque me encuentro trabajando, tengo un taller donde reparo zapatos. No da mucho, pero lo suficiente para vivir; además, ya tengo mis clientes.

–Entiendo, con razón. La verdad es que nunca pongo atención a las personas de manera individual, me parecen estúpidas en su mayoría.

Volmta me miró con desconfianza, como si le molestase mi concepción, pero luego se desternilló y noté la sensación familiar proveniente no solo de su sonrisa, sino de todo su ser. Era tan extraño haberle conocido y estar platicando tan pronto.

–Entonces te pasa lo mismo que a mí, exactamente lo mismo. Cuando conozco a alguien siempre pienso de antemano que es estúpido, lo cual rara vez falla. Y, cuando así acontece, es cuando conozco a los seres más locos y brillantes.

–Sí, así es como funciona esa clase de apreciación. Pero Volmta, ¿por qué vienes aquí? ¿Qué te hace emborracharte e irte con mujerzuelas?

–Porque no podría vivir de otra manera, este es mi destino y no puedo crear otro que lo suplante.

Al instante, recordé las palabras de Virgil, aquella mujer con la cual acababa de follar hace unas cuantas horas y a quien odiaba tanto.

–¿Eso es todo? ¿Solo es por el destino?

–¿De verdad quieres saber por qué vivo así? Mira, ahí viene el calaca con el desayuno y una botella.

–Sí, de verdad –repliqué inflexible–. Necesito entender y analizar.

–De acuerdo, aunque es una historia tan común como la de cualquiera… Todo empezó hace ya unos años, cuando tenía inquietudes y convicciones, cuando era joven y por mi cabeza fluía un tropel de ideas con las cuáles ardía en deseos por cambiar el mundo. Sí, yo también fui un loco soñador que intentó esas cosas. Recuerdo que muy joven abandoné la escuela porque el sistema educativo me pareció asqueroso. Esta decisión, sin embargo, desconcertó a mis padres. Me mantuve un tiempo trabajando y pagando mis gastos, pues nunca me ha gustado ser un mantenido. Luego, mis padres se entrometieron en mis asuntos y me instaron a tomar una decisión: me metía en alguna universidad o me iba de la casa. Desde luego, opté por la segunda opción. Siempre he tenido ideas controvertidas y no aceptaría por nada del mundo inscribirme en una institución donde terminarían de lavarme el cerebro para convertirme en una oveja más del rebaño. Así, ante el descontento y la incredulidad de mis progenitores, partí hacia senderos hostiles y me refugié en el trabajo mediocre que realizaba y mis convicciones, especialmente en la política y la religión. Escribí un par de artículos atacando fuertemente el capitalismo, el socialismo y el comunismo, porque todo me parece la misma basura. También mostré gran oposición a la propagación de ideales religiosos y su implantación a una edad temprana en los niños, pues considero que se les arruina desde pequeños. Soy ateo, eso debes tenerlo claro, y detesto todo lo que tenga que ver con la religión, sea cual sea. Particularmente, me encona la manera en que lucran con los ideales que personajes que, quizá, ni siquiera existieron. Me dediqué a escribir ese tipo de artículos, gracias a los cuáles me gané la desaprobación de diversos compatriotas y amistades, pues les parecía que era demasiado duro y crudo en mis exposiciones, aunque solo recitaba la verdad. ¿Has pensado qué difícil se torna el camino cuando intentas esclarecer el panorama, pero los que están a tu alrededor están tan acostumbrados a mirar borrosamente?

–Sí, suele pasarme, es uno de los principales escollos con los que tropiezo. Ciertamente, gracias a esa situación es que vivo como un lobo solitario.

–Bueno, esa época fue conflictiva, pues tomé parte en algunas protestas y manifestaciones contra el gobierno. En mi familia, según rumores, se avergonzaban de mí y lamentaban que su hijo predilecto se hubiese convertido en un anarquista sin escrúpulos, en un cerdo nihilista.

–¿También a usted le llamaban así? ¡Qué ridiculez! –le interrumpí sin evitar una leve carcajada al recordar que así me llamaba mi madre en ocasiones.

–¿A ti también? –exclamó con una tremenda carcajada–. Esa etapa de mi vida concluyó cuando me amenazaron de muerte, y no solo a mí, sino a mi familia entera. Mis hermanas temblaban de miedo y todos me tachaban como el único culpable. Era denigrante que el hijo del cual se esperaba tanto, y al cual, a pesar de haber crecido en la pobreza, se le habían abierto las puertas para estudiar, mismas que había rechazado con arrogancia, fuese la desgracia máxima. Se me consideró la oveja descarriada, negra, obscena, pues no creía ya en nada. Odiaba por igual todas las doctrinas y corrientes de pensamiento, fuesen místicas o científicas. Al fin, abandoné mis publicaciones por el bienestar de mi familia, y fue entonces cuando conocí a Valkigui, que se convertiría en mi esposa a la edad de dieciocho años, siendo yo cuatro años mayor que ella.

–Entonces se casó joven. ¡Qué tragedia tan más ajena a su naturaleza!

–Ni que lo digas, pero en ese entonces el amor destazó mi razón. Seguramente te ha pasado, a todos nos ocurre alguna vez. Ahora bien, las cosas con Valkigui marcharon de maravilla al comienzo, como siempre suele acontecer. Ella abandonó el seno familiar para irse conmigo, quien era un muchacho libertino y adúltero, a quien nada le importaba y que desde entonces ya se pasaba las tardes en tabernas y ocio, instigando a las prostitutas y jugándose la vida en la ruleta. Porque has de saber que, tras mi retiro de los periódicos donde publicaba mis controvertidos artículos, gané dinero de manera ilegal, pero que bien pudo haberme servido para emprender un negocio o algo así; no obstante, lo malgasté de la manera más estúpida posible, puesto que había tomado una decisión también: me mataría en mi cumpleaños el próximo año. Tomando como base este axioma de vida, dedicaría el año restante a la crápula y toda gama de perversiones, pues debía morirme feliz. Guardaría un poco de dinero para comprar un arma y volarme los sesos, tal era el método que había elegido en mi delirio. Pero conocer a Valkigui cambió mi destino.

Destino, otra vez. Siempre era el destino era el culpable de todo, la causa fundamental que producía el manto donde se deslizaban las probabilidades, tornándose en un juego de niños. De manera inverosímil, las personas con las que últimamente hablaba usaban esa siniestra palabra para designar lo que desconocían y deslindarse del poder de decidir. El destino era algo parecido a un dios, tal vez eran lo mismo en cierto punto de convergencia. Me producía un anómalo cosquilleo pensar que la humanidad dependía por completo de este factor, el cual desprendía cualquier suceso del atractivo almizcle de coincidencias enredadas en la existencia a nivel tangible. Pero Volmta no parecía dispuesto a callarse, así que abandoné mis absurdas cavilaciones y presté atención tanto como me lo permitió mi frecuente aislamiento. En verdad hacía tanto tiempo que no hablaba con personas.

–Nos casamos, naturalmente –prosiguió Volmta ordenando más ron, y, a partir de aquí, su rostro se tornó severo y taciturno–. Y también, de modo ordinario, comenzaron los problemas; muy temprano se marchitó la flor. Después de unos cuántos meses se tornó insoportable nuestra unión. Ella era creyente y predicaba, como todos los creyentes, una banal e hipócrita adoración a su señor; y también enfermiza, por cierto. Su fe era ridiculizada por mis sardónicas actitudes y comentarios, pues, siempre que podía, desataba toda mi inconformidad en ese punto, ya que estaba plenamente consciente de que era donde más la hería. Yo podía tratarla como un trapeador y hacer de ella lo que quisiera, pero nunca me permitió insultar a su dios. Yo blasfemaba todo el tiempo y me torné en un tipo irónico y burlón, incluso llegué a levantarle la voz y estuve a punto de golpearla, pero me contuve. Los problemas progresaron y, con ello, llegó nuestra primer hija. Luego la segunda, muy pronto, sin darnos tiempo de entender lo que era ser padres a tan temprana edad. Decidimos entonces, como todas las personas que se casan y permanecen juntas hasta la vejez, sacrificarnos por el bienestar de la nueva vida engendrada. Es una fruslería, ¿no crees? Dime con sinceridad, antes de proseguir, ¿qué piensas de lo que te comento?

–En cuanto al matrimonio y esas bagatelas, no sé realmente qué decir puesto que jamás he estado casado, aunque sí comprometido, pero esa es otra historia… Yo no tengo moral, acaso nadie. En resumidas cuentas, la gente se casa porque siente la obligación de ser fiel y someterse. Es tal como en la religión, un caso análogo. Y es curioso que la religión católica y algunas otras, partiendo de los supuestos principios del que veneran como su creador, se empeñe tanto en promover el matrimonio. ¿Quién se casa actualmente? ¿Por qué y para qué torturarse con tales mentiras? Las doctrinas modernas requieren de gente con la mente más abierta, y, si queremos intentar un cambio, el matrimonio debe quedar abolido. ¿No es gracioso y contradictorio? Pareciera que casarse otorga el derecho de ser infiel, que confiere esa paz para obrar mal. Yo lo entiendo, pues, una vez que el humano siente que tiene algo seguro, se permite cierto tipo de deslices, de libertades enmascaradas. Permíteme explicarte mejor: el humano nunca está conforme con la persona con quien se casa, pues solo puede complacerla en un sentido, no en ambos. Estos sentidos de los que hablo son la comprensión y el sexo. Es imposible que la persona que nos entienda nos satisfaga también sexualmente, al menos en un nivel real. Puede proporcionarnos ciertos goces ocasionales, pero jamás tendrá el desenfreno que nos regalamos al estar con una prostituta, por ejemplo. El casamiento no es sino la consagración de la infidelidad, una hipocresía que se me antoja innecesaria en la actualidad, un acto degradante y funesto. Pero al humano le gusta fingir, hacer promesas que están fuera de su alcance y, sobre todo, tener plena seguridad de que tiene a alguien en el mundo que lo considera importante. Los casados son aquellos que más se autoengañan, y, si permanecen juntos hasta la vejez es por costumbre, dependencia, miedo y resignación, acompañada de las típicas responsabilidades que estúpidamente el humano se echa encima, siendo la principal los hijos. Estos engendros, a los cuáles repugno, son los causantes de que millones de personas hayan visto sus sueños irse al caño, y todo ¿para qué? Es tan absurdo el modo en que los padres proyectan su frustración en sus retoños, con la esperanza de que éstos consigan lo que ellos no, y por eso les inculcan todo tipo de imbecilidades que les joden la vida para siempre. Esa es mi percepción del matrimonio: es una pérdida de tiempo y una tontería. El humano recurre a él para desprenderse de su libertad, la cual le pesa bastante. En el matrimonio se involucran supuestos elementos morales que cierto sector conservador de la sociedad enaltece aún. Así, está bien visto que se tenga una familia, que se adquieran bienes materiales, que se asista los domingos por la mañana a misa y que los padres eduquen a sus hijos para ser personas honorables. ¡Nada podría producirme más asco! ¿Qué se obtiene de esa estupidez? Solo más rebaño, más humanos condenados al absurdo de una existencia mísera y trivial, contaminados de ideales que defenderán y en los cuáles basarán sus vidas, y que, ante todo, solo les han sido implantados por sus padres para preservar esta mentira. El matrimonio es la resignación de los débiles, de aquellos monos a quienes la soledad llevaría al delirio inmediatamente, de los sirvientes de la monotonía y la irrelevancia. ¡No entiendo por qué existe tal zarandaja!

 –¿Tú estarías de acuerdo en que tu esposa tuviera amantes? –preguntó de súbito Volmta ante mi paroxismo.

–Yo creo que sí, es parte de la evolución. Aunque, a decir verdad, prefiero estar solo que lidiar con esos asuntos.

–Pareces ser celoso, tal vez es por eso. ¿Tienes miedo a la infidelidad?

–Supongo que antes lo era, hasta que…                              

–¿Alguien rompió tu corazón? ¡Je, je! Vamos, siempre ocurre.

–Bueno, eso sí qué pasó, pero es asunto del pasado. De cualquier manera, no creo en el matrimonio, mucho menos en el amor humano. Desde mi perspectiva, todo es solo un amasijo de hipocresía y falacia.

–Eres muy joven, pero me gusta tu manera de pensar. Me recuerdas mucho a cierta persona.

–¿Terminará de contarme su historia? –cuestioné escanciando más ron en nuestros vasos.

–Sí, desde luego… El amor y el matrimonio, digamos que yo los experimenté en carne propia y supe lo que era estar con alguien por obligación, por mero compromiso. Creo que todos llegamos a amar, pero se termina pronto, así siempre pasa. Coincido contigo en que las personas se engañan, pues permanecer tanto tiempo con alguien es enfermizo, no grato. Con mi esposa todo fue raro, pues, como el resto, nos acostumbramos a estar juntos, y los hijos condenaron nuestro destino, aunque ya nada quedara de atracción. Debo decir que yo, por mi parte, me resigné a la cotidianidad de un trabajo como zapatero en un local barato que alquilé gracias a un amigo. Todo iba bien a pesar de la monotonía, pues, en los primeros meses, mis hijos me brindaron una alegría excepcional, misma que mi esposa, otrora, había causado. A ésta la veía más como una criada y esclava sexual que como lo que era, pues solo en la cama nos entendíamos. Cada día era una agonía, una querella por el dinero y mi actitud. Pasado algún tiempo tuvimos más hijos y llegó el quiebre, pues yo me descompuse y me trastorné. Se me hizo tremendamente imposible tolerar mi vida y cada noche fraguaba algún plan para escapar y comenzar desde cero, en un lugar donde nadie me conociera y donde pudiera ser yo mismo otra vez. No obstante, estos ideales insensatos nunca llegaron a consumarse, y, para descargar la frustración y la melancolía que representaba mi miserable existencia, caí en la depravación del hombre: la prostitución, la bebida y el juego. Fue así como cedí y me entregué a lo que mi interior me reclamaba, a las pasiones más bajas y los instintos más carnales. Sentía en todo momento una sombra persiguiéndome, presionando para dejarme caer y alcanzar el infierno del cual no se puede volver nunca. Fueron años los que viví en esa pesadilla, aunque jamás descuidé a mis hijos, pues siempre les procuré lo suficiente para que se educaran y sobresalieran. A veces sentía cierta nostalgia cuando miraba alguna familia riendo y besándose, pues, aunque sabía que era mentira su amor, ni siquiera eso podía yo tener ya. Comencé a dormir en el sillón, en la sala, pues Valkigui se había alejado enteramente de mi lado y no me permitía dormir con ella hasta que no cambiara mi conducta. Con esto me refiero al ritmo que tomé como principio: salirme de casa muy temprano y sin desayunar, pasando a dejar a uno que otro de mis hijos a la escuela y de ahí al taller de zapatos, donde había reunido un grupo de malvivientes y vagabundos que ocasionalmente empleaba para algún encargo y con quienes me embriagaba hasta la perdición. Bebía diario y sin control, el tiempo libre lo empleaba en el juego y, al salir del trabajo, me iba directamente a las tabernas, donde proseguía embriagándome y divirtiéndome con cualquier vileza, hasta terminar fornicando con alguna ramera que me pareciera apetecible. En este punto, debo decir que es interesante tu formulación acerca de que uno nunca es infiel en realidad, pues yo experimentaba con aquellas prostitutas un placer que jamás hallé en mi esposa, a la cual creí amar más que a nadie. A aquellas putas las odiaba, no sabes cuántas veces intenté, todavía lo hago, abandonar ese vicio. Me perdí a mí mismo en aquel aquelarre de ignominia, pero no conocía algo que me hiciera sentir más vivo que la prostitución y el juego. Descuidé bastante a mis hijos, aunque creo que, en cierta medida, eso fue bueno, pues nunca les impuse mis ideales como tantos otros. Y entonces ella, la mujer con quien me había casado, la que alguna vez llegué a amar…Ella, bueno…, pues ¡se suicidó!

–Me imagino que su sufrimiento debió haber sido infernal, aunque mucho más el tuyo.

–No tienes la menor idea de lo que agonicé ni cuántas veces maldije mi destino. ¿Era esto para lo que se me había concedido existir? ¿Esta era la historia de un hombre común y corriente como yo?

Lo miré taciturno y recordé su familiar sonrisa, así entendí por qué aquel hombre me había atraído tanto. En su semblante existía un paisaje plagado de melancolía y nostalgia, una tristeza singular y preciosa, acaso también fúnebre, pero inexorablemente ligada a su espíritu. Aquel hombre, para mi sorpresa, poseía cualidades que jamás había sospechado en un sujeto de su clase, y no me refiero a alguna estúpida posición social o económica, sino a su vida desordenada. Comúnmente, en la sociedad de la mentira y la hipocresía se enseña a no alabar las conductas libertinas y nocturnas, muchos menos se recomiendan la prostitución, la pornografía y el ateísmo, ni cualquier cosa que se parezca a ello. Se me ocurría que este tipo de placeres banales representaban la mayor parte de lo que conformaba nuestra esencia, de lo que nos hacía sentir vivos. Y, sin embargo, se nos había enseñado a desdeñarlos por ser “incorrectos”, por pertenecer a la clase de cosas que un supuesto dios no quiere que realicemos.

Pero ¿qué dios y bajo qué esquema juzga nuestros actos? No podría pensar en rendirle culto ni devoción a un dios como lo pintan los humanos, siendo que este supuesto ente divino tampoco demuestra interés en mis actos. Este dios a quien la concupiscencia, la inmoralidad, la crápula y toda gama de conductas supuestamente aberrantes deshonran no era otro sino el mismo que no podía evitar que una niña fuese violada, que las personas murieran de hambre, que existieran guerras eternas por meras banalidades, etc. Y este mismo dios tan puritano había creado al humano a su imagen y semejanza, confeccionado con infinitos vicios y depravaciones, con un insaciable ahínco de ocasionar daño al prójimo, de practicar adulterio, de lavar dinero, de comercializar droga, entre otros. Luego, se excusaba diciendo que el humano se había alejado de él, siendo que jamás había dado la cara ni se interesaba por los problemas del mundo terrenal. No podría imaginar un dios absolutamente preocupado por los asuntos de seres insignificantes y al cual tuviera que tratársele como una herramienta o un pretexto ante la ignorancia recalcitrante de millones de pueblos adoctrinados. ¡Qué martirio debía ser dios! Si yo fuera él, solo pensaría en suicidarme.

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El Extraño Mental


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