Capítulo XX (EIGS)

Tomé el fragmento que representaba mi vida y lo enterré en el olvido, luego me levanté y miré a mi alrededor. Era momento de regresar para la graduación, pero realmente no era lo que deseaba. El sol se elevó, aunque noté que estaba nublado y me pareció observar un remolino en medio del cielo. De pronto, como si una trompeta sonase violentamente, un rugido monumental me conmovió. Sin embargo, parecía que solo yo lo había escuchado. Me afligía pensar que la vida continuaría con normalidad, con ese carácter absurdo, mientras que yo seguiría sufriendo y atormentándome con mis obsesivas elucubraciones. Nada de lo que había vivido los últimos años me había hecho bien, pero justamente así debía ser la verdad, dolorosa y desoladora. Me alejé de aquel sitio con nostálgica decepción al saber que las personas seguirían con sus cotidianas y vacías vidas, tomé el camión y muy pronto me hallé frente al auditorio.

El reloj marcaba las 9.15 AM, todos estaban ahí reunidos. Entre la algarabía fastidiosa pude distinguir las siluetas de mis padres, de algunos tíos y primos que habían acudido a pesar de mi disgusto. El bullicio era descomunal, todos gozaban de una dicha sin precedentes, excepto yo. Me coloqué frente al barandal para no ser visto, pero yo sí podía presenciarlo todo. Mis ojos se empañaron, tenía que tomar una decisión. Lo más razonable era entrar, estar con ellos, sentirme parte de aquel círculo de graduados que cambiarían al país. Todos lucían atuendos impecables, tanto hombres como mujeres, con sus trajes y sus vestidos alquilados. Además, los profesores estaban ahí reunidos y sonreían, saludaban y se tomaban fotos con sus antiguos estudiantes. En vano intenté ubicar al profesor G, pues por ningún sitio se hallaba, salvo en el centro del rugido, tal vez.

Súbitamente, casi cuando estaba por entrar, llegó a mí un sentimiento que parecía haberse nutrido de toda mi rabia y mi melancolía. Todo parecía listo para consumar una situación insoportable y carente de sentido. En aquel auditorio tan majestuoso se llevaría a cabo, dentro de unos minutos, la ceremonia y la consagración de los hijos ante los padres. Y, sin excepción alguna, las personas que ahí se congregaban tenían todos los mismos ideales: los de la mediocridad. ¿Qué vendría después de este momento absurdo? Seguramente muchos buscarían un buen empleo, ascenderían en sus trabajos, seguirían emborrachándose los viernes y pasando sus días en una oficina, realizando cosas intrascendentes y aparentando ser felices. Continuarían con su vida vacía, añorando como fin el dinero y el materialismo, los viajes, los automóviles y demás basura. Buscarían acostarse unos con otros para satisfacer sus nauseabundos impulsos humanos con aquel restregamiento de carnes.

Añorarían los hombres penetrar y las mujeres ser penetradas, amalgamar sus fluidos malsanos en uno solo para consumar el acto de la absurda procreación, perpetuando así a la raza humana hacia el inevitable vacío y la perdición absoluta. Se casarían e inculcarían a sus odiosas criaturas sus execrables creencias y aptitudes, preparándoles el escenario para repetir la misma obra irrelevante que ellos mismos habían representado en otros tiempos, y así hasta el final de este mísero planeta y de esta triste y errante galaxia en un caótico e infinito universo. Y yo, al fin y al cabo, ¿sería parte de aquella parodia funesta? La respuesta fue evidente y destructiva al mismo tiempo, pero así era como debía acontecer el final. Vagabundo e infeliz había sido el símbolo de mi resurgimiento, pero no en este mundo ni esta dimensión, posiblemente tampoco con esta esencia.

Después de este día, colegía, nada habría cambiado, todo seguiría igual de ruin y fútil. Sabía que todo empeoraría, pues ahora para todos los ahí conglomerados vendría la rendición y la adoración de este sistema tan decadente, vendría la perpetuación de la pseudorealidad y el abandono total del yo. Sabía que la vida transcurría así y que no podía ser de otro modo, que llegaría el momento de conocer a alguien igual de vacío y patético que quisiera casarse y tener hijos. Lo que las personas entendían como meta y como algo normal no era sino la consagración de su estupidez y su absurda forma de existir. Luego, todo seguiría del mismo modo hasta la muerte, sin ningún otro particular que el de cuidar hijos, trabajar hasta el último instante, emborracharse, conformarse con el matrimonio y abandonarse a la rutina. Para ellos eso era bueno, era algo admirable y digno de vivirse. Los humanos creían que una persona con dinero y con un buen trabajo era digna de admiración, o que un doctor en ciencias o un gran profesor denotaban lo máximo. Ni hablar de los imbéciles que vivían admirando futbolistas o actores, pues esos eran los mayores preservadores de la mediocridad en que se hallaba el mundo. En fin, los humanos estaban perdidos, sus mentes habían sido violadas por la pseudorealidad y corrompidas con una facilidad bárbara.

No entendía por qué, pero todo me parecía patético en esas personas que esperaban ansiosas el comienzo de la graduación. Sabía que, de ningún modo, podría yo pertenecer a ellos, y eso era lo más raro. Había crecido en un lugar donde había sido adoctrinado, pero conseguí un supuesto despertar y eso me convertía en un loco. Comprendía que de nada servía hablarles sobre mis ideales o la posible separación de una eterna condena, pues no escucharían e, incluso, se burlarían. Para ellos, mi forma de pensar denotaba un peligro, pues ponía en riesgo la perpetuidad de la pseudorealidad. Sin importar que sus creencias y sus vidas fueran meras argucias, se mostraban completamente a favor de la decadencia. ¿Cómo despertar a una persona que, sabiendo de la miseria en que se encuentra, se empeña en matizar las mentiras sobre las cuáles basa su vida para darle un sentido? Este era el poder de la pseudorealidad, el de hacer que las personas dependieran de ella a tal grado que, incluso siendo conscientes de su absurdidad, continuaran viviendo del mismo modo.

No entendía qué demonios ocurría conmigo. ¿Quién era yo? ¿Las personas que conocía eran reales o imágenes que no podía encerrar en mi cabeza? ¿Por qué cada una de ellas parecía haberme enseñado algo y a la vez haberse burlado de mi vida? ¿Qué era este mundo? ¿Cuál era su sentido? ¿Cuál era la esencia de la existencia que para mí no valía nada? ¿Cómo hubiese sido todo si me hallase del otro lado de la reja, compaginando con esos seres que rechazaba? Incluso mis padres estaban ahí, pero en nada marcaban diferencia ante los demás. Tal vez los sentimientos eran el mayor obstáculo para abandonar la pseudorealidad, pues nos mantenían débiles y sujetos a lo externo.

Subrepticiamente algo se trepó en mi pie, algo pequeño y sutil. Era una rana, muy similar a la que observé en una pintura de Elizabeth. Me parecía que sus ojos profetizaban un misterio, aunque fui incapaz de saber cuál. Me miraba absorta y sus matices eran demasiado hermosos para ser reales. Pensé entonces en la naturaleza, en el arte, en la literatura, en la poesía, en todas las cosas de las cuáles el humano se había distanciado debido al moldeamiento. ¿Cómo podían los humanos vivir tan aferrados a una absurda y falsa gloria en un mundo tan diminuto? Y, aun así, cada día el humano expresaba mayor crueldad, estupidez y absurdidad, como si estas características le fueran intrínsecas y representativas. En el fondo de mi ser me sentía agobiado, estaba demasiado cansado para seguir, pues vivía con el único sueño de morir desde hacía tanto.

Al fin, dejé a la ranita en el mismo sitio donde la encontré. Parecía como si se hubiese escapado de una pintura, pues era una viva copia. Sin embargo, tan pronto como me volteé, desapareció dejando en su lugar un charco de sangre oscura. Desde luego no entendí tal metamorfosis, pero seguía creyendo que era un presagio, pues en la sangre yacía la figura que nunca pude expresar, la imagen de la bestia que era yo y que me fundía con el otro ser. Alcé la vista y observé por última vez a los humanos que esperaban impacientes el comienzo de una absurdidad más. Ya casi eran las 10 AM, la fecha en que todo daría comienzo. Abrieron la puerta del auditorio y, uno a uno, fueron entrando, desapareciendo de mi vista. Los vi a todos, perdidos y convencidos de tantas mentiras, adoctrinados y adoradores del falso dios. Ahí estaban mis padres, tan elegantemente vestidos, confiando en que yo llegaría en cualquier momento. Entraron y rieron, no sin antes asomarse para ver si aparecía, pero debido a mi posición no lograron verme. Casi me derrotan los malditos sentimientos, pero resistí, o una fuerza misteriosa en mi mente se impuso dado que ese debía ser mi destino y no otro.

Sabía que, a final de cuentas, no podía vivir como otros ni intentar hacer lo que todos creían adecuado. Los sentimientos eran lo más difícil de vencer, pero me hallaba tan roto que no me resultó tan difícil desecharlos. Sonreí y acaricié el barandal, comencé a caminar, me alejé poco a poco. En unos momentos más daría comienzo aquello por lo que muchos consideraban valiosa su vida terrenal, aunque a mí me parecía que la vida de cualquier humano era miserable, pues sus concepciones eran solo mentiras hermosamente matizadas. La existencia era naturalmente absurda, desprovista de sublimidad y con un sutil toque de cotidianidad. Me enfermaba vivir, eso era lo que durante tantos años me negaba a aceptar, y ahora todo lo que me quedaba era la muerte.

Al alejarme de aquel lugar terminé por doblar en un conjunto de callejones oscuros y enigmáticos. Era una red de oscuros pasadizos, como un demencial laberinto. No recuerdo cuánto tiempo vagué, perdí la noción de ello. Me parecía que habían sido segundos, pero también eones. La dualidad me aterrorizó y podía presenciar cómo en las paredes colgaban espejos de formas muy variadas, pero que, al mirarme en ellos, reflejaban una imagen distinta. En ocasiones, éstas querían escapar y solo lograban quebrar el espejo, les era imposible salir. Me punzaba la cabeza, como si me fuese a estallar. Me ardía el estómago y mis pies estaban sangrando. La respiración se aceleraba conforme me acercaba a lo que presentía sería el origen. Después de haber dado incontables vueltas apareció ante mí una oquedad en una de las paredes. Tan pronto entré, el laberinto fue arrasado por una espesa y oscura lluvia de sangre para posteriormente deshacerse y mostrarme una virgen con los estigmas del destino que tanto había negado.

Sacudí mi cabeza y supe que todo había sido una visión. Me había alejado lo suficiente como para no volver hasta que terminase la graduación. Me hallaba en una calle solitaria, poco transitada y de mal augurio. De pronto, un automóvil sumamente parecido al que me había dejado inválido se detuvo, y de él fue arrojada una mujer. En un comienzo ignoré el suceso, hasta que me percaté de quién se trataba. ¡Era Elizabeth! Me mantuve impávido, estaba justo frente a ella, por lo cual, al alzar su mirada, me observó y sus ojos me consumieron. Sabía que la había conocido antes, mucho antes, pero no sabía dónde ni cómo, era extraño. Nuestro vínculo no tenía comienzo ni fin. Sus ojos, que fulguraban como el fuego eterno, no se apartaban de mí. Lucía una vestimenta elegante, apretada, escotada y con tacones. Sus labios estaban pintados de forma intensa y sus párpados aparecían cubiertos por manchas negras. Y, aunque el maquillaje se le había arruinado un poco, le sentaba muy bien en su piel blanca. Era alta, mucho más que yo, y sumamente imponente, preciosa de modo inhumano, casi irreal. En ella residía un talento como el que tanta falta hacía en el mundo, era el principio y el fin de mi locura. La miré fijamente y así permanecimos durante unos momentos, hasta que me habló con voz melancólica, casi en forma de susurro:

–No sé quién seas, pero tengo la certeza de haberte visto antes, en algún mundo o algún pasaje ajeno a esta existencia.

–Yo siento lo mismo, aunque es misterioso que pueda encontrarte así, tan naturalmente –respondí sobrepasado por el deseo.

–Me deseas o ¿no? –preguntó sin dejar de mirarme ni un momento–. ¿Acaso puedes sentir amor por mí?

–Por supuesto que te deseo. Mi naturaleza me impide amarte, pero lo que más quisiera es hacerte mía, no sé por qué.

–Entonces debes ser tú, el que aparecía en mis sueños. Esa silueta en quien nacían los lienzos –afirmó con sus llameantes ojos–. Yo te vi en muchas partes, siempre intentaba comunicarme contigo, pero rechacé tu destino y cambié con ello nuestras vidas. Fui el factor y, con cada pintura, surgía una imagen que permanecía en tu eterno interior.

–¿Por qué ya no pintas? ¿Qué haces aquí y ahora con ese atuendo?

–Muy fácil –dijo suspirando y fumándose un cigarrillo–, ahora soy prostituta, pero de las caras.

–Ya veo, con razón estás vestida así –respondí tartamudeando.

–Estoy segura de que has amado y experimentado sensaciones, pero ahora te resulta imposible permanecer ante la falacia. ¿Te excita saber que muchos hombres me han poseído?

–Sí, creo que sí –repuse sin sentir ser yo mismo.

–¿Te acostarías conmigo ahora si te lo propusiera? –preguntó sacudiendo su divina y flagrante cabellera rizada y pelirroja, era demasiado sensual para no desearle.

–Supongo que sí, es fácil decidir porque te deseo.

–Bueno, siempre se puede decidir, ¿no crees? Tú ya has decidido estar aquí, así como lo que harás después.

–Y ¿qué haré después? ¿Por qué eres tú a quien encuentro ahora? ¿Eres real?

–Tú sabes lo que harás después, pero la pseudorealidad te impide verlo claramente. Y estoy aquí porque yo soy quien, siendo un mero elemento circunstancial, cambió tu vida, así de sencillo. Finalmente, te puedo decir que soy tan real como tú lo quieras, y como tú puedas asignarme atributos y cualidades reales en este mundo ilusorio. Tu mente ha distorsionado la realidad, tu percepción te ha colocado en determinado punto de referencia.

–¡Elizabeth, creía que te amaba! Debes saber que me masturbaba pensando en ti, pero amé a otra mujer.

–Eso es esencial en ti. El amor y el deseo son opuestos y, cuando se combinan, todo se nubla. Amar a alguien es incertidumbre, pero desear a alguien es destino.

–¿Tú eres mi destino entonces, Elizabeth?

–¿Qué es el destino? ¿Crees que existe o solo te entregas a su sombra para descargar tu nostálgica figura?

–Eso es lo que necesito entender.

–Pero ya no importa, tú lo has decidido. ¡Ya no queda nada por dilucidar! O ¿es que te has cegado tanto que no logras atisbar el cuenco del reptil?

–¿Por qué ya no pintas más? –inquirí nuevamente, tembloroso y mirando con deseo su cuerpo esbelto, ignorando sus preguntas, aunque sabía perfectamente las respuestas.

–Porque ya no puedo, se ha extinguido todo lo que era. Ahora estoy vacía, tanto como el mundo. Desde que mi compañero cósmico murió, todo se arruinó –masculló recalcando especialmente esta última parte–. Todos terminan convirtiéndose en lo que tanto detestaban, esa es la transmutación indispensable de la vida.

–Entonces ¿abandonaste el arte por la prostitución?

–No precisamente, este es el sendero fugaz. Debí saber antes que, por desgracia, el arte no da para vivir, menos cuando pintas cosas como yo. En contraste, el sexo es bien pagado y es necesario para los humanos miserables.

–Ya veo, supongo que el sexo es esencial para sentirse menos muerto. Dime ¿qué hay de la supuesta pintura prohibida? ¿Aún la recuerdas?

–Por supuesto, fue la última que pinté. De hecho, la terminé la noche en que él murió, pero nunca fui capaz de discernir el presagio.

–Lo lamento, no quería recordártelo. Es solo que yo…

–Está bien. Tú tienes sus mismos ojos e ideas. Parece que eres el avatar del olvidado en los páramos adimensionales.

–¿Cómo sabes eso? ¿Acaso hay algo más que conozcas sobre mí?

–Porque soy bruja, ¿no lo sabías ya?

–Pero ¿qué es ser bruja?

–Soñar con un mundo adimensional.

–No te entiendo, Elizabeth. Tampoco te amo ni te odio, solo te deseo fervientemente. ¿Puedes mostrarme la última pintura?

–No la tengo –afirmó consternada–. Todo mi arte se fue y, con él, las visiones de esos seres deformes, además del dolor de estómago y las punzadas en el tercer ojo.

–Pero debe existir alguna copia, algún lienzo que hayas conservado.

–No es así, vivo en un basurero. Quemé todo cuando acepté sobrevivir siendo una puta de las más caras.

–Siento que escondes en ti la demencia a la que conlleva la última imagen, aquella imposible de tolerar.

–¿Por qué lo crees así? ¿Acaso puedes ver en mí más allá de este vacío?

–Sí, puedo atisbar ese fuego único y símbolo de la dualidad máxima, de la separación eterna.

–Y eso ¿qué significa? ¿No eres tú quien formaba las imágenes y yo quien pintaba los lienzos? ¿Cómo podrías ver esa última pintura que tanto anhelas?

–Quizá solo hay una forma, la cual yace en tu interior, en la unión…

En el interior, me invadía una melancolía inmunda. Había vivido prisionero de mis impulsos, mis deseos y mi humanidad. Todos los caminos se presentaban invadidos del sinsentido que emanaba de mi existencia. Cualquier creencia o ideología fue desechada y me quedé solo. Perdí a mis supuestos amigos, me alejé de mis padres y profesores, hasta de Isis. Cualquier actividad me era indiferente y la vida así se tornaba difícil de soportar. Hasta el sexo se presentaba como algo terrenal y opuesto a lo que anhelaba. En algún lugar creía que podía hallar la espiritualidad que era tan escasa en el mundo, que apenas y resistía al progresivo devenir de lo banal, pero solo encontré dolor, desilusión, asco y terminé por vomitar todo cuanto era y cuanto se me había enseñado sobre la vida. Detestaba pensar en lo miserable que era mi existencia y la de todos los humanos, enfrascados en futilidades y realizando torvas actividades, añorando estupideces y disfrutando de la pseudorealidad de la cual eran ellos mismos los principales forjadores.

¡Qué espantosa era la vida! ¿Por qué entonces era tan complicado y frustrante el arrojarse a los brazos de la muerte? ¿Qué especie de diabólica fuerza era la que se había manifestado al dar el primer impulso a esta humanidad envilecida? Lo que más me molestaba era sin duda el hecho de sentirme tan miserable, absurdo y funesto. Estaba completamente vacío, tanto que los detalles más pequeños que las personas llamaban felicidad para mí remarcaban que la vida era solo una argucia. De ningún modo me imaginaba viviendo muchos años, formando una familia y envejeciendo. Tales ideales se esfumaron en cuanto me percaté de lo horripilante que me resultaba respirar el mismo aire que todos los monos parlantes. En mi ostracismo hallaba el único refugio para la sentencia imperturbable. El destino de los humanos había sido sellado desde su primer latido, y correspondía a la perpetuidad de este sistema absurdo donde los sueños y las dudas eran erradicados por su peligrosidad. Para vivir no se requería de libros, arte, poesía y música, sino solo de estupidez, acondicionamiento, adoración por lo irrelevante y un incipiente deseo de reproducirse sin el más mínimo sentido. Yo sabía la verdad, aunque nadie más lo hiciese, vivía en mí. Estaba a tan solo un paso de lograrlo, solo un vaho insulso me separaba de la sublimidad.

Y, al terminar estas elucubraciones inverosímiles, me aproximé de la forma más rápida posible a Elizabeth y besé sus labios. Fue un beso único, comparable al primer beso con Isis, pero con una sensación amarga y reconfortante a la vez. Con este beso se detuvo todo el universo interno y, mientras nuestras lenguas jugueteaban atrapadas en lo eterno, atravesé el portal por unos instantes. ¡Apareció ante mí la última pintura, el lienzo que dejaba loco al que lo visualizaba! Jamás esperé tal cosa, ni tal presión o apabullamiento. Fue imposible mantener la compostura y la cordura ante esa entidad. Paralelamente, la saliva de Elizabeth la sentía inundando mi boca de manera exquisita. Olvidé todo por tan breves instantes, olvidé que yo todavía seguía vivo. Lo que presencié en aquel lienzo tendría un peso decisivo en mis actos siguientes. Las palabras jamás podrían servir para expresar lo que sentí, mucho menos esperaba que alguien lo entendiese.

Cuando besé a Elizabeth, pude ir más allá de la existencia y maravillarme con la majestuosidad y el terror de la escena. Se trataba de una infinita oscuridad, de la luz siendo fuente de las tinieblas. En medio de un espectáculo tenebroso donde muchas sombras devoraban las almas humanas, y donde todo reencarnaba, se encontraba lo que puedo definir como una super entidad, el máximo elemental, el más divino avatar, la fuente de las imágenes y el creador de los ciclos. Entendí que podía ser lo que fuese y quien quisiera, podía transformarse como se le viniera en gana e imitar cualquier pensamiento, sentimiento, acción, dolor o sueño. Quise cerrar los ojos, pero supe entonces que su contemplación no podía ser realizada por tan humana forma de percepción visual. Me parecía que aquel ser de alguna forma existía independientemente de la existencia misma. Él era adimensional, atemporal y no podía morir, pues su vida había sobrepasado el concepto de la vida misma. Adoptaba muchas formas, aunque una única las encerraba en un hechizante abanico, y en su mayoría mostraban un tinte desconcertante y revelador. Estaba por encima de cualquier divinidad y encerraba los misterios imposibles de dilucidar.

Lo vi sentado sobre unos extraños diamantes en forma piramidal, de hermosura inconmensurable, y de tonalidad oscura y verdosa. Tenía infinitos brazos en los cuáles sostenía enigmáticos y brillantes instrumentos de destrucción y renovación. Poseía infinitas piernas, bien contorneadas y musculosas, con las cuales aplastaba los mundos que se le viniera en gana. Sus espaldas tenían la magnitud del universo, tan vasta y cósmica que apresaba a las galaxias. No poseía órgano sexual alguno, en su lugar parecía surgir un ojo, que podía mirar donde fuese, en cualquier dimensión y entidad, exponiendo sus más internos miedos y pensamientos. Sus pechos palpitaban sin cesar debido a los infinitos corazones que poseía, los cuáles contenían todo el polvo a partir del cual surgiría el nuevo mundo de los elegidos. En sus infinitos estómagos se procesaban sin cesar los ángeles y los demonios, el bien y el mal, tan perfectamente unidos que ningún mortal podría intentar siquiera separarlos.

Y finalmente estaban sus infinitos rostros, abarcando todos los ángulos posibles, representando idealmente a todas las criaturas que alguna vez hubiesen existido, entre ellas el miserable humano. Algunos de sus rostros lloraban sangre, otros estaban deformados en extremo y algunos más poseían arabescos incomprensiblemente tallados. Poseía infinidad de ojos y bocas, de narices y orejas, a través de los cuáles percibía los atractores que se hallaban confinados a la eterna devastación. También tenía infinitos cabellos, los cuáles conectaban los sucesos y eran solo machacados por la divinidad demoniaca hermafrodita que parecía ser su progenitora. Lo más intrigante era que aquel ser estaba compuesto por infinitas almas, que parecían fundirse con él más allá de la muerte. En su silueta, todos los colores, sonidos, sueños y anhelos flotaban libres y rechazados, ajenos al mundo material. La vida, deformada por su poder infinito, era tan inversa, tan insignificante y blasfema, y, a final de cuentas, solo una perspectiva entre un maremágnum eterno. Noté anonadado que parecía emitir un susurro donde comunicaba, mediante todos los lenguajes posibles, que la muerte era la única, auténtica y verdadera realidad.

La visión terminó de modo anómalo y devastador, llevándose de mí lo único que me mantenía. Me había vencido a mí mismo, era al fin libre y no existía razón alguna para continuar con el tormento que, pese a mi corta edad, me parecía llevaba tanto tiempo resistiendo. Lo último que supe es que la locura se había consumado, que el lienzo en verdad era tan majestuoso y sublime, y que nada se podía ya anhelar después de tal iluminación. No había nada, todo se había esfumado. Ninguna expresión ahora me indicaba que hubiera un mañana, un después o un futuro. Los sueños donde era consumido por la fantasmal condición en que existía se tornaban insoportables. La felicidad, la mayor falacia, era el consuelo que ofrecía la pseudorealidad para seducir a aquellos cuyo espíritu se había extinguido. De lo que ocurrió después de haber regresado a mí no tuve plena conciencia. Lo único que quería ahora era abandonar inmediatamente la existencia, tan mísera y vacía, tan tenue y desgastante.

Al voltear noté que Elizabeth no estaba, que la soledad siempre había sido mi única compañera durante estos años, la metamorfosis sufrida había terminado por opacar mis sueños. Todas las imágenes no eran sino episodios de mi propio libro, fragmentos expresados en personas para que pudiese sentirme un poco más vivo. No sabía desde hace cuánto tiempo permanecía así, tan solo siendo un pedazo de carne hueca, pues sin duda había muerto internamente desde hacía mucho. Y ahora ya no podía seguir igual, ya era momento de desprenderme, de decir adiós a todo cuanto detestaba. Jamás me había sentido parte de los humanos, de sus vidas absurdas y sus metas banales, de su estupidez idolatrada. En cambio, siempre me había sentido conectado a lo místico, aunque yo fuese solo un pobre diablo, absolutamente comunicado con las imágenes mediante las cuales una naturaleza anómala para todos se presentaba y me convencía de no rendirme, pero ya no podía ni una vida más. Este era el último viento de la defenestración ante el cual no podía ya sostenerme. Todo había terminado para mí, y eso se sentía demoniacamente bien.

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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