Sapiencia

Palpitaba en mi interior la demoniaca congoja y el espectáculo perturbador de observarte ajena en las caricias, entregando aquella magia emblemática que otrora soñara solo de mi propiedad. ¡Qué tonto fui al creer en algo que jamás existió, en lo que no podría ser verdad en este imperio superfluo de mentira e hipocresía suprimida por las máscaras y los retratos de extintos sentimientos mundanos! Y es que ambos supusimos que la perspectiva y los cambios alrededor no debían influenciar el origen del caos refulgente, de la emanación principal partícipe de la coincidencia concomitante entre los dedos vetados por la distorsión celestial. ¡Cuánto creí amarte! Con qué fulgor se extendía y crecía, suntuosa y deliciosa, la pertenencia liada de bruscas manecillas atemporales. Pero todo fue un engaño, aunque uno en el que me sumergí como en un abismo del cual no logré salir nunca.

Desconozco los motivos que emanciparon nuestra sagrada comunión, que descarnaron la forma de explosiva sapiencia cubierta con el aroma de lo perfecto y armonioso. Nada duraría para siempre, mucho menos sensaciones tan intensas figuradas como supuesto amor y atracción entre incompletas y equívocas siluetas del alma. La verdad había sido tan nítida y perspicaz, pero tan sombría que mi propia cordura me impedía atisbarla con precisa cavilación. Nada de lo que ocurría en este mundo tenía sentido, todo era una argucia sacrílega y tramposa para obligarnos a vivir y experimentar lo banal, lo que incitaba al humano a caer en la insignificancia del amor, en la absurda necedad de querer unir su cuerpo con alguien más. Y, además, fingir que podía ser fiel y sincero con lo amado, aunque no lo fuera ni consigo mismo, aunque, en realidad, la infidelidad fuera la esencia natural del ser.

Yo me engañé contigo, fui un ser débil y patético, pero que en verdad creyó amarte en esta pseudorealidad tan distorsionada y enferma. No obstante, la verdad esperaba la liberación mística de la sombra que marcaría mi camino sibilino, que me alejaría de cualquier deseo por obtener tu cálido y apetecible secreto. Fuimos títeres, manejados cruelmente por atavismos luctuosos para cegarnos un momento, para creer amarnos en este pésimo cuento mortificado por invisible veneno, para no evolucionar y zanjar definitivamente este ridículo trastorno del espíritu cruento. En otro tiempo, lejano y borrascoso, habría matado a quien fuera por un respiro de tu empírea y traviesa boca, pero hoy, con la cuerda en mi cuello, mejor me mataré para eternizar el infierno que hechizó lo que compartimos y perdimos probando el sabor de otros seductores encuentros. Hoy me mato porque, sin ti, no tiene ya ningún sentido vivir.

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Para mi eterno e imposible amor…

Libro: Repugnancia Inmanente


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