Capítulo XXII (EEM)

Pero todo eso era verdadero solo en mi mente, en mi mundo intrínseco, como tantas otras cavilaciones que embotaban mi percepción. Akriza me gustaba y no solo para hacerla mía durante la noche, sino para abrazarla y batirme de esa agonía que la torturaba. Pero, a todas luces, Jicari nos estorbaría. Pensé que, si las cosas salían bien, hasta podía matarla y ofrecer a Akriza una nueva vida en alguna otra ciudad. Como sea, eran los delirios de un cerdo, de un fatalista sin escrúpulos, pero me enloquecía la idea. Akriza, aunque no hablaba, expresaba mucho con su sola presencia, con ese rostro compungido de dolor. En sus ojos había rencor y sumisión, lo cual me ayudó a comprender que los motivos por los cuáles se quedaba con su esposo y toleraba aquellas noches ignominiosas iban más allá de cualquier situación mundana. Debía entonces indagar en su mente qué clase de sucesos la habían vuelto tan susceptible ante las blasfemias que en su contra eran cometidas. No era, sin embargo, el momento propicio para analizarla. Lo que me atañía era caminar y centrarme en mí mismo hasta que la oscuridad mi palpitar alterara.

Ya eran casi las 7, y yo estaba acostado en mi habitación. Me sentía con fiebre, me dolía la cabeza y no conseguía conciliar el sueño. Parecía que a veces me obsesionaba con ciertos pensamientos, pero solo lo hacía para matar el tiempo. Sin embargo, Akriza ocasionaba algo especial en mí. No la amaba, sino que la odiaba por incitar deseos de fornicación. En cuanto la miraba con ese herpes alrededor de la boca e imaginaba su vagina plagada de chancro, mi pene se encendía y la sangre me hervía. No sé por qué, pero me excitaba mucho hacerlo libremente con mujeres que tuvieran alguna enfermedad sexual; supongo que era normal. Me ponía caliente imaginar cómo sería su vagina, ciertamente bastante grande y contaminada, pero se lo haría muchas veces al natural. Ella también era una puta, aunque más sodomizada por el cerdo de su marido. Se me ocurrió pensar que, si hablaba con el señor Golpin, tal vez me permitiría tirarme a su esposa frente a él y preñarla.

Seguramente el señor Golpin no aceptaría mi propuesta, o tal vez sí. Pero no quería que él se enterara, quería cogerme a Akriza sin que él supiera nada. Todavía no había pensado en qué pasaría después, pero me era indiferente. Fumé como un desesperado hasta vaciar la cajetilla y destapé un vodka que tenía guardado. Pasa con frecuencia que los padres odian a los hijos por haberles jodido la vida, pero en la mayoría de las veces el conformismo y las ilusiones terminan por desvanecer ese odio. En el caso de Akriza, como bien podía notar al mirarla, este enigmático y atroz sentimiento no había germinado. Posiblemente debido a la miseria que la atacaba, tanto física como mentalmente, todavía no se conformaba con Jicari y buscaba algo más, algo para ella. Era una de esas mujeres a las cuales no les interesa en lo más mínimo la vida familiar, el matrimonio ni esas bagatelas.

Pobre Akriza, su esposo la tenía sometida a una simple voyerista, pero yo haría de ella una diosa de la sensualidad. En el fondo de su ser, Akriza debía saber que, entre más odioso, vomitivo y repugnante fuera el amante elegido, más placer experimentaría al creer que así se vengaba de su enfermo esposo. Y, a la vez, aunque lo odiaba, una especie de insano apego la había acostumbrado a gozar siendo golpeada y humillada. Especialmente, de acuerdo con Jicari y sus confesiones cada vez más personales a cambio de libros, le encantaba sentir la mierda y los meados de aquellas desparramadas taiboleras cayendo en su boca y resbalando por su garganta. Tan es así que Jicari me contó cómo la espiaba en los baños públicos de las mujeres lamiendo los restos de excremento y los papeles sucios.

Sin embargo, todo eso, lejos de repugnarme, no hacía sino incrementar los deseos de tirarme a Akriza. Si lo hacía con viejos enfermos de cualquier cosa, con obesos apestosos y briagos, con los seres más viles que existían, ¿qué no hallaba en mí? Simple: yo, para ella, era un tipo bien. Probablemente era yo demasiado guapo y joven para una señora acabada a la que le enloquecía lamer los excusados y ser golpeada y humillada. Tenía que comprobar el motivo de su rechazo, pero debía actuar pronto. En todo caso, siempre podía recurrir a la violación, pero no quería llegar a tales extremos. De ser necesario, mataría a quien fuese necesario, pero deseaba tenerla en la intimidad por complacencia y no por obligación. Quería que conmigo mostrara esa faceta sexual reprimida que buscaba en brazos de todos sus asquerosos amantes. Me masturbaba unas cinco veces al día pensando solo en ella, pero era indiferente.

De pronto, escuché que Akriza llamaba a Jicari y le indicaba que irían a algún lugar de la ciudad. Seguramente iría a entregarse de nueva cuenta al anciano de la tienda de antigüedades, al carnicero, al pollero, al cerrajero o a los infinitos hombres que la fornicaban ya más por costumbre que por deseo. Así suele pasar cuando una mujer se entrega tan fácilmente: su vagina ya no inspira voluptuosidad, solo se le folla por compromiso. Como sea, tenía la idea de que cuando retornara Akriza con su odiosa hija, me pondría justamente en el paso de las escaleras hacia el tercer piso y fingiría que estaba buscando algo, y entonces… Sí, así lo haría, sería perfecto. Me recosté para seguir pensando, pero caí en un profundo sueño y desperté cuando ya era muy noche; imposible que Akriza no hubiera todavía vuelto. Decepcionado por no poder cumplir mi cometido decidí subir a lavar un poco de ropa. Para mi palpitante sorpresa, cuando crucé la reja para penetrar en el área de lavado, una sombra se estrelló contra mí y casi me derriba junto con mis prendas, las cuales quedaron todas regadas. Era, desde luego, Akriza.

–¡Discúlpame, fue mi error! Es que iba muy de prisa y no te vi –dijo mirándome con esos preciosos ojazos negros que me paralizaron.

–No te preocupes. No importa, yo solo… –balbuceé como anonadado ante su espléndida imagen, era bellísima.

–En seguida te ayudo a recogerla, ya verás que soy rápida.

–No, así está bien –repliqué saliendo de mi estupor–. Yo la recogeré, no te molestes, no es nada.

–Una disculpa, de verdad. Si hubiera algo que pudiera hacer para compensarlo.

De inmediato sentí cómo tenía una erección providencial y toda la sangre me ardía en deseos de tomarla y hacerla mía. Creo que más que el deseo de cogérmela era el de besarla el que me enloquecía. Pero me contuve y pensé que debía profundizar un poco más en su espíritu antes de tales actos.

–Bueno, no tienes por qué ponerte así. Fue solo una casualidad el que nos estrelláramos. Será mejor que me apresure, pues tengo mucha ropa.

–Sí, es lo que veo. No debes dejar que se junte tanta o se hace más pesado lavarla. Te dejo, tengo cosas que hacer.

Y se fue, pero no sin que nuestras miradas tuvieran un jugueteo extraño. Pensé que ya sabía que era yo el autor de esas atrevidas cartas que Jicari me confirmaba había recibido y leído. Según la pequeña mugrosa, Akriza siempre las arrojaba al bote de la basura, pero, por las noches, después de participar en las peculiares orgías de su esposo, husmeaba entre los desperdicios y recogía las cartas. Posteriormente, pasaba algunos minutos releyéndolas y pensando, como si tratara de averiguar quién era el dueño de aquellas proposiciones. Pero no, era imposible que tuviera la certeza de que era yo, su vecino de condominio, el que se las enviaba. A lo más sospecharía de un sujeto soltero y libertino como yo, pero hasta ahí. Sin embargo, cuando nuestras miradas se cruzaron, me sentí extrañamente inquieto y hasta desesperado. No había duda de que el herpes se había multiplicado en sus labios. En fin, abandoné el asunto y me puse a lavar mi ropa tranquilamente. Iba como a la mitad cuando apareció de nuevo una sombra.

–Hola de nuevo –exclamó mientras arrojaba un puñado de garras sumamente apestosas al lavado contiguo–. Soy yo otra vez, al menos ahora no te derribé.

–Sí, al menos –contesté riendo ligeramente y notando lo hermosa que era su sonrisa.

–Todavía te falta mucho, a mí igual. ¿Te molesta si te hago compañía?

–No, para nada; al contrario, me halagaría.

–¿De verdad?

–Sí. Pensé que ya habías acabado, ¿de dónde has sacado más?

–Son de mi marido, acaba de llegar y me ha ordenado lavárselas.

–Ya veo, es eso. ¿Él no las puede lavar?

–Verás, llega ebrio cada noche y, si uno no le hace caso, se pone… violento. No es que me pegue, solo de vez en cuando tiene algunas costumbres.

–Sí, claro. No importa, supongo que es un asunto que no me interesa –dije observando que su labio sangraba; le había pegado.

–Pero, por suerte, hoy parece que se dormirá temprano. Dice que fue un día agotador en la oficina y que el jefe estuvo insoportable.

–Eso suele pasar, yo también trabajo en una oficina.

–Supongo que está bien. Hace tiempo que vivimos en el mismo edificio y nunca nos hemos conocido mejor, siempre te ves tan apurado y me pareces un sujeto raro.

–¿Por qué raro?

–Digo que me parece rara tu presencia. No te molestes, pero a veces me parece como si no existieras. Es extraño, lo sé, pero te miro y dudo que seas real –exclamó con un tono que me trastornó.

–Supongo que eso no es malo –dije pensativo–. A mí me hubiera gustado no haber existido, pero es demasiado tarde para eso.

–Yo antes pensaba igual, pero ya me acostumbré a vivir así.

–Sí, las personas suelen tener ese comportamiento. ¿Nunca has pensado en matarte?

Pero Akriza no me contestó. Creí que mis comentarios estaban siendo inoportunos y me callé. Observé cómo una lágrima escurría por su mejilla y sentí deseos de besarla, más por lástima que por otra cosa. No, de besarla no, quería abrazarla y hacerla sonreír nuevamente.

–La verdad es que no le va nada bien –prosiguió después de un rato–. No tiene caso ocultártelo, los rumores se esparcen pese a todo. Está sumido en la bebida, el juego y la depravación, y no soy capaz ni de ayudarlo ni de dejarlo. Yo lo amo.

Esa última palabra me desconcertó en extremo. ¿Lo amaba? ¡Vaya fruslerías! Debía estar bromeando. ¿Cómo se podía amar en su posición a un hombre como su esposo? Por otra parte, pensé en indagar más a qué se refería con depravación, pero Akriza era adusta y no me atrevía a entrometerme en sus asuntos más íntimos.

–Es una pena, pero es común en los hombres tener esos vicios.

–Y tú ¿bebes también? –inquirió, relampagueante.

–Sí, también bebo. Pero lo hago por razones absolutamente opuestas a las del resto. Bebo y fumo no por diversión ni entretenimiento, tampoco porque me agrade. Lo hago para matar el tiempo, para sentirme un poco más muerto.

–Da igual, ¡eres un cerdo como todos entonces!

Me quedé petrificado. También me vino a la cabeza Virgil y la idea de que la hubiese preñado. Más tarde tendría que arreglar ese asunto de la forma que fuese necesaria.

–Disculpa, me alteré –proclamó Akriza sin dejar de llorar, aunque lo disimulaba bastante bien–. ¿Alguna vez has querido ser algo en la vida? ¿Has tenido algún sueño verdadero que no tenga que ver con los anhelos que tienen todas las personas?

–Bueno, creo que no. Depende de a qué te refieras con eso, pero no sé. Usualmente considero que las personas son falsas, estúpidas e hipócritas, pero tal vez yo no sea tan diferente. Me da asco el mundo y también yo mismo me repugno, es paradójico. Creo que alguna vez quise ser poeta.

–¿De verdad, poeta? ¿No estás mintiendo solo para impresionarme? De seguro Jicari te lo dijo…

–No, no estoy mintiendo. Alguna vez, hace ya tiempo, pensé que, si hubiese algo que me gustaría ser, sería ser poeta. Yo nunca miento, eso es un hecho.

–Si dices la verdad, entonces no tendrías problema en aceptar que Jicari te lo contó, pero bueno –exigió, dejando de fregar las garras de su marido y volteándose hacia mí–. Pues mi gran sueño jamás se lo he revelado a nadie más que a mi hija, y tiene determinantemente prohibido hablar de ello: yo quería ser escritora.

–¡Ahora entiendo!

–Ser escritor o poeta es la salvación, según yo lo veo.

–¿Salvación de qué?

–Tú ya lo sabes, lo acabas de decir: del mundo y de las mentiras que imperan.

Nuevamente me quedé callado, estaba absorto. Akriza era sumamente hermosa, pero jamás esperé que alguien como ella, que se revolcaba con cualquiera y cometía toda clase de aberraciones, tuviera tal percepción. Me sentí extrañamente bien en su compañía y desee más que nunca poseerla. Había tanto de lo que quería platicar con ella, tantas inquietudes y anhelos que recién llegaban a mi psique.

–Dime –inquirió subrepticiamente–, ¿cuál es el sentido de la vida?

–Pues supongo que depende de cada quién, ¿no es cierto?

–No, me estás mintiendo. Yo sé que mientes, lo leo en tu mirada. Tú sabes que ese no es el sentido de la vida. Exijo que seas sincero.

–Bien –dudé unos momentos y luego pensé que no tenía nada de malo decirle lo que pensaba de la vida, tal vez lo comprendiera–. De acuerdo con mi percepción, la vida no tiene ningún sentido. Este mundo es una miseria, sus habitantes lo son también. La existencia en este plano me parece un error, un vómito, una tragedia de la cual es imposible librarse si no es con la muerte. La vida no tiene ningún sentido, es solo un engaño y una hipocresía creer lo opuesto. Las personas se convencen de que lo tiene y tratan de hallarlo en personas, objetos, placeres, dinero y cualquier otra cosa. Pero realmente no hay nada, ningún motivo.

Akriza me miró de manera muy analítica, sus preciosos ojos negros se infiltraban en la profundidad de mis razonamientos.

–¡Eres un tonto! –exclamó luego de unos segundos–. Pero un tonto que sabe la gran verdad. Eres curioso, me pareciera como hallar en ti algo que no entiendo, que no es de este mundo, que te hace portador de una marca siniestra en la cual veo los símbolos de la dualidad.

Era imposible, todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo con esa maldita marca de la dualidad. ¿Qué querían decir con ello? Yo no percibía nada dual en mí, lo único que sabía era que ya nada me importaba en la vida y que todo me daba igual. Desde hacía tiempo que era indiferente a la existencia, que despertaba con el único objetivo de matarme, de embrutecerme con alcohol o de cogerme a unas putas para así olvidar lo miserable que era el sinsentido de estar vivo. Y ahora todas las personas con quienes me cruzaba hablaban de aspectos que no comprendía, de ciertas características inmanentes que solo yo no reconocía.

–Y ¿por qué no fuiste escritora? ¿Qué te impidió cumplir ese sueño?

–No tenía tiempo, estaba ocupada cuidando a mi madre enferma. Creo que tenía talento puesto que, en la preparatoria escribí dos novelas que fueron seleccionadas para el concurso nacional. Por desgracia, todo es dinero, y yo no tenía ni un quinto para pagar la cuota de entrada a dicho concurso. Pero no importa, ahora odio los libros porque hablan de puras estupideces y me parece patética la gente que aparenta ser intelectual por leer o por haber concluido estudios en determinada universidad.

–Seguramente hubieras sido una increíble escritora. Es más, me gustaría leer tus novelas.

–Gracias, pero jamás permití que otros leyeran lo que escribía. De hecho, un secreto de amigos: a veces, en mis peores madrugadas, cuando el insomnio me fortalece, aún escribo.

–Entonces ya somos dos, porque igualmente en ocasiones, no muy seguido, me pasa lo mismo y escribo poesía para suicidas.

–Sí, y tú eres uno de ellos, según veo. Ni siquiera entiendo por qué estamos aquí hablando de esto, pero me agrada saber que así es.

–Y ¿no piensas escribir de nuevo de manera formal?

–Nunca escribí de manera formal, tampoco para el mundo. Escribía para mí, porque era mi consuelo. Y, cuando dejó de serlo, lo abandoné.

–Ya veo, supongo que así pasa. Por cierto, creo que alguien como tú no merece la vida que tiene.

–¿Qué dices? –replicó Akriza, sonriendo y mirando las estrellas–. Eres un niño todavía, nadie tiene la vida que merece. Me sorprende que lo diga alguien que sabe a la perfección el sinsentido de esta existencia.

–Ya lo sé, es solo que, aunque no tenga sentido, me pareces muy bonita como para ser tan absurdamente infeliz. Lo que digo es que todo esto es banal, mísero y estúpido, pero tú eres particularmente interesante.

–Solo te engañas, lo mejor será que me vaya. Mi esposo podría subir en cualquier momento y eso no sería bueno. Adiós, fue un gusto.

Dicho esto, se retiró y yo me quedé ahí solo, como siempre lo he estado, pensando y contemplando la belleza de una noche más en la triste y decadente humanidad. Bajo el resplandor de esa luna fulgurante y esa oscuridad penetrante yacía una raza de monos mentirosos y absurdos, cuya existencia nunca había asimilado y cuyos actos siempre me desagradaban. Pero también era ese el lugar en que yo había vivido, independientemente de que fuera real o no, fuera yo humano o un simple espejismo. Todo lucía raro desde que Melisa había muerto, pero, de alguna manera, me mantenía inmutable ante los acontecimientos, aceptando lo que viniera y concordando con la incertidumbre, única regidora de los caminos en esta apostasía. Reflexioné un poco más y caí en cuenta de que seguía ligeramente tomado, además me había terminado la tercera cajetilla de cigarrillos. Concluí con mi ropa y la tendí, imaginando que, al bajar de aquella azotea lúgubre donde hasta hace unos minutos me sentía raramente feliz con Akriza, hallaría una especie de equilibrio divino, pero era solo un engaño, como todo en la miserable existencia humana en este mundo vil.

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Libro: El Extraño Mental


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