Capítulo XXIII (LCA)

Lezhtik se cuestionaba profundamente camino a la escuela, con la cabeza sumida en tantas elucubraciones obtusas. Era extraño, primero habían muerto los únicos estudiantes con sentido alguno en aquella cárcel, luego una extraña raza de hombres reptiles había aparecidos, después hombres de negro tipo máquinas, y ahora se suicidaba el profesor Fraushit de manera incomprensible. Además, estaba ese sueño…

–¡Lezhtik! –pronunció una voz sacándolo de sus meditaciones–. ¿Quieres venir a platicar un poco el viernes? Ya sabes, en el bosque, como en los viejos tiempos.

Se trataba de Filruex, por fin aparecía, pero no era el mismo de siempre. Lucía pensativo y preocupado a la vez. Era difícil que sostuviese ese semblante, su naturaleza era la de la total indiferencia. Ciertamente, nada parecía inquietarlo jamás, se la pasaba borracho, drogado, escribiendo poesía y faltando a clases; empero, sus notas no eran del todo malas, era demasiado inteligente. Siempre se inventaba algún estratagema para salirse con la suya.

–¡Ah! Filruex, al fin. Me alegra tanto que aún estés bien, yo pensé que…

Tras el incidente con el profesor Fraushit, ambos no habían vuelto a verse y, al parecer, desde entonces no podían sentirse tranquilos. Lezhtik intentó hablar y cuestionar tantas cosas como en su mente divagaban, pero fue interrumpido por Filruex, quien hizo un gesto de silencio con su dedo. Luego de una breve pausa, se acercó y expresó:

–Nos vigilan, es mejor no decir algo aquí.

–Pero veo todo solitario, no creo que…

–¿Crees acaso que te permitirían ser libre en este mundo? Tú mejor que nadie lo sabes; de algún modo, ellos siempre se las arreglan para ver y saber todo lo que haces.

–Y ¡vaya que sí! –musitó Lezhtik, más tranquilo por saber que su amigo estaba a salvo–. Supongo te has enterado ya de todo lo que ha pasado en tu ausencia, nada agradable desde luego.

–Sí, me he enterado de todo. De hecho, he investigado y obtuve algo que deseo mostrarte, pero el viernes. Nos vemos donde siempre, por ahora te dejo. Y ya sabes, la mejor forma de evitar ser vigilado es no tener ningún aparato eléctrico en tu hogar, además de hablar siempre en voz baja.

–Sí, eso lo sé. Desde luego que no miro televisión, aunque la computadora…

Filruex no escuchó aquellas palabras, ya se había marchado hacia el interior del bosque. Todo se tornaba misterioso, ¿qué era eso que le mostraría Filruex el viernes por la tarde? ¿Tenía acaso evidencia? Y, aunque así fuera, ¿quién creería que un grupo de hombres reptil buscaba adueñarse del mundo en conjunto con sectas que usan todos los medios disponibles para mantener a las personas dormidas, que se han apoderado de la banca, que esparcen enfermedades y miseria, que han ideado los vicios y entretenimientos adecuados para someter la mente, que han prohibido los libros incitadores de un auténtico despertar espiritual y que han hecho de la realidad un ciclo absurdo?

Entristecido y cabizbajo ante la imposibilidad de cambiar al mundo, Lezhtik se alejó y asistió a sus clases, todavía dubitativo de los planes que tendría Filruex. Esa era la última semana del periodo, en realidad la penúltima, ya que la próxima se reducía a la clausura y los exámenes extraordinarios. Para Lezhtik, el último día sería el lunes, día en que se llevaría a cabo el festejo de cierre de periodo. Recordaba, con anhelo y cariño, que el periodo pasado se organizó un concurso de lectura, otro de composición musical, otro de narrativa y otro de poesía. Además, se rifaron libros extraordinarios, que después fueron prohibidos y exterminados para siempre, con excepción de los que guardaba el profesor Fraushit.

Mientras Lezhtik soportaba el devenir de las ominosas clases, el sol abrumaba la pintoresca fachada de la facultad. El día se pasó absurdamente, como todos, de hecho. Los estudiantes estaban cada vez más ansiosos por saber cuál sería la sorpresa para fin de año. Algunos argüían que tenía algo que ver con el jardín trasero donde con tanto esfuerzo se habían plantado especies de plantas muy raras y en peligro de desaparecer; empero, desde que el nuevo director llegó, el proyecto fue clausurado y a nadie se le había permitido la entrada. Algunos, entre ellos Emil, que siempre se fijaba en todo, dijeron que habían visto algunos albañiles y que se estaba levantando una especie de habitación inmensa en el lugar donde previamente estaban ubicadas las plantas, pero nadie supo decir a ciencia cierta de qué se trataba. Con el tiempo, a todos les dio igual, incluso agradecieron que el jardín hubiese desaparecido, pues ya no tenían que cuidarlo ni prestarse a tan fastidiosas labores que solo les quitaban el tiempo tan valioso que ahora dedicaban a los videojuegos en su respectiva hora.

Mientras caminaba de vuelta a casa, Lezhtik pensaba en todos los cambios que había tenido en los últimos meses. No sabía por qué, pero una nostalgia tremenda y desgraciada lo acongojó hasta el extremo. Miró a las personas y sintió lo absurdo de su existencia, lo banal de las preocupaciones, la forma patética y miserable en que se había sometido a los humanos a vivir, y que éstos, paradójicamente, habían aceptado y ahora defendían incluso. No se recibían sino migajas de todo cuanto tragaban esos cerdos asquerosos que gobernaban el mundo. Era bastante creíble y, de hecho, no le quedaba ni la más mínima duda, de que la iglesia, la banca, el gobierno, las empresas, las farmacéuticas, los actores, los futbolistas y toda esa caterva horripilante de ignorantes se atiborraban dinero y recursos que bien podría usarse para la construcción de escuelas, hospitales o albergues, o para ayudar a aquellos que ni siquiera alcanzaban la más pequeña porción de desperdicio. ¿Cuántos humanos no se podrían haber formado o pudiesen haber pensado y se hubiesen comportado de modo distinto si se les hubiesen inculcado valores? ¿En cuánto se podría reducir el crimen, la prostitución y demás blasfemias si tan solo se hiciera el mínimo esfuerzo por un cambio verdadero? ¿Estaba verdaderamente tan lejano ese cósmico despertar de consciencia que él anhelaba con tal fervor? El humano, indudablemente, no estaba destinado para grandes cosas.

En tanto pensaba todo esto, Lezhtik miraba fijamente a su alrededor, como si fuese la última vez que fuera a pasar por ahí. ¡Cuánto había detestado ese lugar, con qué frecuencia maldijo su destino cuando perdió su hogar a causa del imbécil de su tío! Sin embargo, ahora ya ni siquiera podía sentir desprecio, pues sabía que todo el mundo era la misma estupidez. Quizá no estuviera tan disparatado cuando creyó que solo suicidándose lograría ser libre, tal y como se lo contó a Paladyx. Y sentía el calor, ese sol que lo hacía sentir tan absurdo, cansado y sin ganas de continuar. En verdad tenía pensamientos raros, como si todo lo que hiciese no sirviera de nada. Todo estaba controlado a final de cuentas, nada había de natural ya en la civilización. Se sentía como atrapado por el calor, sensación que incrementaba cuando estaba por llegar a ese sitio que odiaba. Realmente llegaba a sentirse de un modo enigmático, no tenía la percepción de vivir de verdad, sino solo de existir como un autómata, sin criterio ni esencia propia. Todo lo que conformaba a los humanos era parte de una programación bien ejecutada para pasar desapercibida por la mayoría. Y, cuando menos esperaban, ya carecían de ideales y sueños, ya habían sido absorbidos por el absurdo universal que tendía sus garras sobre toda la vida.

Caminó más lentamente que de costumbre, como si algo le dijese que debía analizar más a fondo la situación. Observó niños corriendo, mujeres cargando sendas bolsas de mandado, viejos leyendo los diarios y maldiciendo sus articulaciones, hombres cargando cajas y despachando artículos, unos de traje y otros con las ropas desgarradas, unos altos y otros chaparros, unos negros y otros blancos, unos aquí y otros allá; empero, todos se le mostraban con una característica en particular: la ignorancia y la felicidad. Esa mezcolanza cada vez más común en la realidad le molestaba, pues le parecía hipócrita sobremanera. Las personas solían conformarse con tan poco, era eso o el hecho de no poder aceptar la realidad con la infamia que representaba lo que más laceraba su estancia en el plano carnal. Sin importar qué, consideraba insensato conformarse tal como el resto lo hacía. No quería esa vida donde se observaba laborando todo el día en cosas inútiles, donde formaba una familia y se casaba. Esos derroteros absurdos ya habían sido caminados tantas veces, y, a pesar de todo, seguían siendo atractivos para la mayoría. Pero él era diferente, él se negaba a aceptar el modo de vida impuesto.

Lezhtik se cuestionaba, mirando a todos esos seres absurdos, ¿por qué el humano sucumbía tan fácilmente? ¿Qué clase de maleficio o de trampa secreta actuaba en los cerebros para hacer que cedieran tan repentinamente ante la opresión? Jamás creyó llegar a tal estado, nunca imaginó que podría pensar en lo mucho que le desagradaba el mundo y su gente. Estaba ya demasiado harto a su corta edad, no quería sentirse parte de la sociedad. La tristeza reinaba en él, la melancolía le atacaba como un perro enfurecido que mordisquea por doquier. Quería a sus padres y, a la vez, los detestaba por ser como el resto del mundo: comunes y acondicionados. Asimismo, experimentaba esa misma dualidad de sentimientos hacia su propia naturaleza. A veces sentía ser un dios, se vanagloriaba de sus talentos y de saber la verdad; otras, en cambio, se sumergía en un mar siniestro de inutilidad, se sentía tan común y eso le jodía. Se reclamaba por ser un humano más, por no lograr ser distinto del resto, por tener los mismos vicios y deseos que cualquier otro. No era él un humano sublime, sino una criatura esclava de sus impulsos, como todos esos a los que tanto detestaba.

Decidió que ya era hora de regresar a casa, pues se había desviado un poco del camino habitual para echar un vistazo a la plaza. Todo era como siempre, la cotidianidad lo enfermaba, la muerte le atraía tanto. Pensaba en si Paladyx aún seguiría viva, si los estudiantes muertos estarían ahora mismo experimentando un mundo distinto, uno libre. Tal vez sería lo contrario, serían ya nada, no serían entonces. Como sea, quizá pronto experimentaría en carne propia eso, al menos tenía esa impresión. Ya en el último tramo antes de arribar a su hogar, pensó en lo mucho que pensaba diariamente. Su cabeza era un torbellino, sus ideas una constante tormenta de la cual no lograba escapar, ni siquiera refugiarse. Era singular el calor ese día, peor que los demás en que con tanto oprobio había recorrido el lugar. ¡Maldita sea! ¿Por qué la existencia era tan insustancial?

Con tono solemne y desgastado, pensaba que, al fin y al cabo, había sido agradable caminar entre aquellas callejuelas. Su padre había salido temprano ese día para mirar la final del fútbol, cosa que le pareció ridículamente trivial. Su madre preparaba la comida, como de costumbre. Todo seguía igual, sus pensamientos solo eran eso; nada había cambiado, todavía. No supo qué hacer con la sensación de creer que tenía una estaca atravesándole el pecho. Ir al doctor no le serviría de mucho, le dirían lo mismo de siempre. Además, no quería preocupar a sus padres, que de por sí estaban ya bastante contrastados con sus ideas y su comportamiento rebelde hacia sus principios y ataduras mundanas. Al llegar, se recostó y durmió un buen tiempo. Y cuando despertó, su madre le informó que la comida estaba servida, ya era tarde. A la mañana siguiente, no se sentía con deseos de proseguir su errante paso por una vida insulsa y asquerosamente rutinaria. Pero no tuvo opción, se vistió, tomó sus cosas y se largó a ese lugar donde los cerebros eran tan bien moldeados diariamente. En el fondo, tan solo añoraba la muerte para purificarse de su asquerosa y banal humanidad.

El momento esperado llegó y la alegría detonó en la universidad. Al salir Lezhtik de aquella inmundicia, miró cómo el alcohol corría de mano en mano. Ya todos bebían y bromeaban indiscriminadamente, fumaban descaradamente y se entretenían sobremanera con el juego, tanto virtual como real. Nada parecía importar más que sentirse bien, distraerse y enfocarse en el buen rato que se estaba viviendo. Se anunció que se ampliaría el tiempo de entretenimiento una hora más de lo habitual. Lezhtik se dirigió al Bosque de Jeriltroj, pensando en la ominosa naturaleza de aquellos con quienes compartía las clases, ¿se podía ser más insensato y estúpido para caer tan fácilmente en el absurdo que se propaga como pandemia? Todos estaban equivocados, él sabía que debían estarlo, y que él tenía la razón, pero nada importaba ya. Conforme se adentraba en el bosque, una peculiar sensación lo conmovía y le alentaba a no detenerse, hasta que al fin halló, tirado junto a unas hojas amarillas y desgastadas, bajo la sombra de un árbol ingente, a su viejo amigo.

–Filruex, finalmente te encuentro –exclamó después de haber caminado– Pero ¿qué ha pasado contigo? Luces cansado y demacrado, tú no eres así.

–Nada fuera de lo común, solo he tenido que relacionarme con el mundo.

–¿En verdad es tan malo estar allá? ¿Aún peor que aquí? Yo pensaba que no existía algo peor que esta prisión.

–La escuela es un juego, la verdadera carnicería en contra de los valores y sueños está en el mundo fuera de la facultad. A pesar de todo, veo tristemente que aquí se nos está preparando para vivir como todos y no protestar –afirmó Filruex con un semblante decaído y ojeroso–, pero vamos a sentarnos por ahí y disfrutar de la quietud de este lugar, mientras aún la tenga. Tengo algo de ácido por ahí, por si acaso gustas.

Ambos fueron y se sentaron a un costado de los árboles gemelos donde se rumoraba se aparecía el misterioso monje y también donde Lezhtik había observado esa iridiscencia bucólica. Algo de nostálgico tenía aquel sitio para el joven, quien se asomó para comprobar que la vereda de la otra ocasión no estuviese ahí, y, en efecto, no estaba. Eso lo tranquilizó, aunque le causó inquietud también.

–Tú aún eres un niño, Lezhtik; todos lo somos. Te contaré cómo es el mundo allá fuera, eso que se llama civilización, así que pon atención, pues será algo trágico para ti que siempre te la has pasado entre salones y libros, y que jamás has laborado ni sido explotado.

–Sí, ya lo he visto. En esas caminatas de vuelta a casa, solía observar a las personas y me entristecía cómo lograban estresarse y preocuparse por nimiedades.

–Así es, en el mundo se toman en serio cosas inútiles. Las personas se preocupan por llegar a tiempo a sus trabajos, por saber cosas acerca de futbolistas y actores. Y, en fin, por cualquier cosa que no implique progreso alguno en su atrofiada cabeza.

–¿Quieres decir que todo es una distracción? Así lo he pensado también.

–Sí, una mera distracción. Lo que no sé es con qué propósito. Pareciera que quisieran mantener ignorante a la mayor parte del mundo. O tal vez lo son desde que nacen.

–Es interesante ver el actuar de este sistema. Es como lo que aquí se hace, se enmascaran bagatelas.

–Como te decía, allá en el mundo exterior a la facultad es mucho peor –adujo Filruex encendiendo un cigarrillo–. Las personas tienen que trabajar largas jornadas a cambio de un sueldo miserable, eso hice yo.

–¿Trabajaste? ¡Yo pensé que habías estado haciendo cualquier cosa menos eso! ¡Vaya sorpresa!

–Sí, trabajé mucho. Y ¡es horrible! Pero lo hice con el propósito de comprar algo que nos servirá para defendernos. Sin embargo, sé que trabajar significa renunciar a tu libertad a cambio de algo tan asqueroso como el dinero. Y la mayor parte de las personas lo hacen, ya sea por voluntad propia o por obligaciones familiares. Tú sabes, es un gran plan. Se tienen hijos y hay casamientos, con lo cual vienen los gastos. De tal suerte que, cuando menos se percata, el humano se encuentra imbuido en un matrimonio fallido con bocas por alimentar. Entonces se da cuenta de su errata nauseabunda, pero ya es demasiado tarde, ya se ha condenado a entregar su vida y su libertad a una empresa, todo ni siquiera por él ni para él, sino para su descendencia, la cual repetirá el mismo ciclo absurdo.

–¿Por qué será que las personas han decidido vivir de ese modo y seguir ese patrón? Es lo que diariamente me cuestiono sin obtener respuesta alguna.

–Es un misterio, no logro entender cómo sobrevive el ser tan mal guiado. Como sea, allá en el mundo hay muchas cosas execrables. Hay pobreza, miseria, hambruna, muertes, guerras, violaciones, robos, raptos, secuestros, suicidios, enfermedades, consumismo, esclavitud, explotación, entre otras. Y todo eso se esconde ante los ojos de los humanos. O, en su defecto, es algo que está ahí y nadie quiere ver.

–Te entiendo, pues difícilmente alguien lucha por sus sueños. Y quizá nadie imagina que un mundo mejor puede surgir, tal vez porque no quieren que éste cambie; están bien con él, como dices. Las personas están conformes con el sistema, a tal grado que lo protegen. ¿Cómo podemos extirpar tal ideología?

–No podemos ni debemos. Si lo hiciéramos, tendríamos un suicidio masivo. ¿Crees en verdad que el humano puede cambiar tan radicalmente su modo de vida? Ya está contaminado de la pestilencia que impera. Intentar salvarlos es un pecado, deben vivir así. Lo lamentable es para aquellos que aún queremos luchar por nuestros sueños, pues nos vemos involucrados en esta civilización decadente.

–Siempre me ha parecido raro el ser, con su incesante búsqueda de poder y su extrema inclinación a placeres terrenales, materialismo y vicios. ¿Por qué será que una criatura con raciocinio y con tales facultades se empeñará en apocarse de ese modo?

Filruex guardó silencio y elucubró, al tiempo que recordaba aquella plática con esos hombres borrachos, ahí igualmente había discutido acerca del bien y del mal. Pero no tenía caso mencionarlo ahora, no quería enredar más el asunto. Decidió entregarse por completo a los efectos del LSD que, para esta altura, ya estaba haciendo efectos asombrosos, mostrándole una iridiscencia fulminante. Para como estaban las cosas, vivir o morir ya era indiferente. Sí, el mundo era un lugar horrible para existir, estar en él no era algo que un ente sensato tolerara.

–No lo sé, es paradójico. Tenemos todo para construir el cielo en la tierra, pero es el infierno el que hemos recreado con nuestras acciones. De los mayores males que observé mientras trabajaba jornadas intensas y convivía con esos seres supuestamente civilizados, es la religión.

–¿La religión? Pues es fehaciente que nada bueno puede traer –coincidió Lezhtik estimulado con visiones matizadas de realidad.

–Sí, la religión no es otra cosa que una gran farsa cuyo objetivo es el control total del hombre. Lamentablemente, en la facultad se nos ha prohibido enterarnos de todo esto, por eso se han prohibido libros y asesinado personas.

–Pero eso ha sido algo que se ha dado a lo largo de toda la historia –interrumpió Lezhtik en tono precipitado–. La idea del pecado y de una recompensa por nuestras buenas acciones han nublado la visión de los humanos. Ni hablar del gran impedimento que ha representado la religión en la evolución del ser, siendo en gran medida la causante de tantas disputas.

–Se ve que, a pesar de todo, estás bien informado. Pero, por desgracia, solo eres una aguja en un pajar, ambos lo somos. Es fácil que se deshagan de nosotros cuando comencemos a denotar una amenaza seria. No quisiera admitirlo, pero nuestra única vía de escape parece ser el suicidio.

Lezhtik recordó entonces cómo había sentido que las personas eran absurdas y vacías, pero él tampoco llegaba a considerarse diferente. Un exterminio le pareció adecuado, como en el gran diluvio. ¡Diablo, esa cantaleta religiosa! Así debía purificarse la humanidad y empezar todo de nuevo, eso era lo mejor.

–En verdad que las religiones son la cosa más insoportable –prosiguió Filruex con premura–, y ni hablar de sus seguidores: esos miserables son capaces de matar en nombre de algo que jamás han visto. Es asqueroso ver lo que defienden los humanos, solo concepciones y tradiciones heredadas, nada que ellos mismos hayan cuestionado o buscado sinceramente, pero ese es el gran complot que ha tenido tanto éxito, precisamente.

–Me parece que es verdad. Y, por otra parte, pareciera que los líderes religiosos hubiesen corrompido el mensaje de los supuestos maestros que intentaron una redención espiritual en el mundo. Están tan seguros del mensaje que deben transmitir y de cómo deben proceder, de cómo ofrecer el reino de los cielos y del castigo por no tener una creencia absurda como ellos. Nada más inverosímil e hipócrita, quizá solo equiparable a la gran farsa de la política.

–Yo te he contado mi experiencia allá en el mundo, en el trabajo y la tragedia que he vivido, pero tú ya lo sabes. De hecho, pareciera que todo cuanto hacen en la universidad, el nuevo orden, es precisamente con la intención de preparar a los estudiantes para la vida laboral, para que no les cueste trabajo aceptar esa atroz y miserable forma de existir.

–Sí, sospechaba eso. Por desgracia, nuestros compañeros han cedido ante esas cosas. Han renunciado ya a sus sueños y se solazan con tonterías, como será una vez que hayan terminado la escuela. Allá en el mundo, fuera de aquí, así se vive. Se trabaja todo el día, se desperdicia el valioso tiempo en estupideces, se emplea casi todo el día en absurdas tareas que mantienen al humano alejado de sus ideales supremos, si es que aún los tiene. Y todo es por el dinero, por esa basura de papel que todo lo gobierna, pues es el instrumento de esclavitud y de opresión mejor diseñado. Al regresar a casa, las personas se entretienen mirando la televisión o con alguna realidad virtual mostrada en los videojuegos, lo que les hace olvidar momentáneamente su miseria. Los viernes se embriagan sin remedio, se hunden en una ficción aún peor que su vida caricaturesca y sin sentido. Los fines de semana los dedican a holgazanear, a asistir a tontas reuniones religiosas, a pasarla en compañía de familiares igual de banales que ellos, a realizar viajes a lugares que no tienen nada que ofrecer y a comprar cosas que no necesitan. Así es como se vive una vez fuera de la universidad. O, de otro modo, entonces solo quedan tres opciones: el manicomio, robar un banco o suicidarse.

–Pareces conocer bien la mediocridad en que el mundo está sumergido –dijo Lezhtik recostándose para apreciar mejor la gama tan variada, casi infinita, de matices–. Yo, por otra parte, solo he leído e investigado, pero no he tenido esa oportunidad para averiguar cómo es en el mundo laboral la opresión que aquí ya vivimos.

–Te aseguro que mucho peor, aquí todo es un juego, allá comienza el auténtico suplicio. Y, por desgracia, no hay opción. Si no se emplea uno, no hay dinero. Así es como funciona el sistema. No tenemos escapatoria, todas las opciones están agotadas.

–Lo sé. He visto a las personas sufrir por ello, endeudarse es la forma más moderna de esclavitud. En todos lados, existe la necesidad de gastar el dinero, una enfermiza terquedad por adquirir productos innecesarios.

–Eso es solo el comienzo –argumentó Filruex con un aspecto ya más tranquilo, tanto como el que siempre mostraba Lezhtik–. Pronto, todos seremos marcados, todo será inútil, toda oposición terminará por doblegarse. Solo la muerte, como solías decir, ostentará la esplendorosa libertad. Y así, al suicidarnos, quizá seremos finalmente reales y existiremos más allá de este plano. ¿Nunca has pensado que la muerte aquí bien podría ser el nacimiento en un lugar superior?

–O inferior, también podría ser –replicó Lezhtik dubitativo por las pesquisas de su amigo–. La idea de un vacío me gusta, desaparecer para siempre tras la muerte sería lo mejor. Para mí, resultaría demasiado cansado tener que volver a vivir, y más en este mundo estúpido.

–Vivir cansa, esa es una gran verdad –asintió Filruex con la mirada perdida–. Y eso que todavía somos jóvenes, no me imagino más allá de los treinta viviendo absurdamente como todo el mundo.

–Mientras estemos vivos no hay de otra, tendremos que vivir así, por triste que sea. Y eso me jode, pues sé que tendré cosas triviales por hacer en un empleo y que, gracias a esas actividades insulsas, no podré realizar mi propósito verdadero, que no es ya ser filósofo, sino escritor.

–Recuerdo a los demás integrantes del club de los soñadores –sostuvo Filruex indignado, parecía molestarle más que entristecerle–. Por cierto, ¿qué fue realmente lo que los mató? Fue ese bastardo del director, ¿cierto?

–Bueno, pensé que ya también habías escuchado rumores sobre ello. La verdad es algo inverosímil, pero quizá no tanto. Verás, dicen que se trata de una raza extraña de hombres reptil que intentan apoderarse de la escuela y del mundo entero. Los propósitos no los sé con certeza, pero parece que se alimentan del miedo y los sentimientos negativos. Al parecer, añoran esclavizar al humano y usarlo como cascarón de almas antiguas. Es toda una locura, parece tan irreal. Pero todo se ajusta, todo el acondicionamiento cuadra con sus planes.

–No me parece tan descabellado –dijo Filruex en tono serio–. Muchas cosas pasan en el mundo a nuestras espaldas. Ya había escuchado algo de esas criaturas, pero no he creído hasta ahora que pueda ser cierto, pensé que eran locuras.

–Pues ya ves que no. Yo tampoco me la creo todavía. Pero todo apunta a que están entre nosotros. Y aún hay más, pues parece que nos vigilan unos extraños centinelas del ojo.

–Sí, eso escuché también –colegió Filruex, que parecía estar al tanto de todo de algún modo–. Son los que están siempre que ocurren cosas raras, son como autómatas.

–Así es. Pues bien, ellos se están encargando de limpiar el mundo de los estorbos. Acabaron con los integrantes del club porque intentaron defender sus sueños.

–¡Qué triste! Pero no me extraña. Sé que habrá pérdidas, y quizás es mejor que estar aquí. No agradezco su muerte, pero tampoco hubiese querido que siguieran aquí, sufriendo en este plano. Tenían demasiado talento para pertenecer al mundo terrenal. En especial, me agradaba Emil. Creo que era homosexual, pero me caía bien.

–Eso nunca lo supe, con razón era tan tímido. Probablemente estés en lo cierto, la muerte es misteriosa y paradójica. Es interesante cómo los humanos intentan escapar de ella dándole un sentido a sus vidas; uno falso, evidentemente. Se engañan con cualquier bagatela, con hijos y parejas, religiones y dioses, creencias y patrones, puestos de trabajo y poder adquisitivo, deporte y espectáculo. Buscan desesperadamente ese sentido inexistente.

–Hablas muy atrevidamente sobre la vida, pero eso es bueno. Y, en realidad, dudo demasiado que esta existencia tenga propósito alguno; en especial, en los tiempos actuales.  Mira, tengo algo para ti.

.

Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


About Arik Eindrok
Previous

Colores

Pensamientos RT9

Next