Desde el instante en que me supe humano, sabía que nada terminaría bien y que cada día sería tan solo una nueva oportunidad de autodestrucción.
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¿Puede concebirse que una criatura tan ruin y nefanda como el ser humano pretenda ser la culminación de la evolución en todo sentido? Lo más irónico es que este ser fanfarronea de su supuesta racionalidad sin percatarse de que su mera existencia no podría ser producto sino de la más sórdida y caótica irracionalidad.
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Si se le mira seriamente, todo lo que las personas pretenden lograr en la vida no es sino una completa estupidez; pero, de hecho, su mera existencia ya lo es. ¿No sería mejor poner fin de una buena vez a todo este cúmulo de miseria, vileza y sinsentido?
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¿Para qué vivir? Esa era la maldita pregunta que nunca tenía respuesta y que envenenaba a cada momento mi mente. Y es que, por más que lo intentaba, no conseguía una explicación que fuese lo suficientemente convincente como para no cometer, a la brevedad, el bello acto de quitarme la vida.
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En realidad, no tenemos ninguna razón para existir. Nuestro origen y fin nos son absolutamente desconocidos y nuestros pensamientos totalmente ajenos. Somos tan solo títeres de oscuros intereses alimentando este siniestro sistema mediante la reproducción en masa y divagando en el sinsentido más abyecto.
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Tenemos miedo de afrontar la cruda verdad: que no tenemos un sentido universal para existir. Y, por eso, nos encargamos de inventarnos tantas tonterías en nuestro inútil y obsoleto intento por matizar un poco el imperante absurdo que, de una u otra manera, reina y reinará por siempre mientras no nos atrevamos a desprendernos de todo lo que somos de una vez por todas; o sea, a suicidarnos.
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Desasosiego Existencial
